Ignoraba que hubiera alguien en el estudio. No oí voces que me indicaran lo contrario y supongo que la hierba amortiguó el ruido de mis pisadas.
Abrí la puerta y me detuve asombrado en el umbral. Había dos personas en el estudio y los brazos del hombre rodeaban a la mujer, mientras la besaba apasionadamente.
Eran el artista, Lawrence Redding, y mistress Protheroe.
Volví sobre mis pasos precipitadamente y me refugié en mi gabinete. Tomé asiento en una silla, saqué la pipa y medité. Aquel descubrimiento fue una gran sorpresa para mí, especialmente a raíz de la conversación con Lettice aquella tarde, cuando tuve la impresión de que había algo entre ella y el joven. Además, estaba convencido de que también ella lo creía así. Tuve la seguridad de que ignoraba los sentimientos del artista para con su madrastra.
Era un asunto muy desagradable. Rendí a regañadientes un tributo a miss Marple. Ella no se había engañado y evidentemente sospechaba la verdadera naturaleza de las cosas. Interpreté mal su mirada a Griselda.
Jamás se me hubiera ocurrido mezclar a mistress Protheroe en algo parecido. Era una mujer de quien uno no sería nunca capaz de sospechar.
En este punto de mis meditaciones me encontraba cuando un golpecito en los cristales de la puerta ventana me sobresaltó. Mistress Protheroe estaba de pie junto a ella. Abrí y entró sin esperar a que la invitara a hacerlo. Cruzó rápidamente el gabinete y se dejó caer en el sofá.
Me pareció como si jamás la hubiera visto con anterioridad. La mujer dueña de sus sentimientos que yo conocía había dejado de existir y en su lugar se encontraba una criatura desesperada, de respiración afanosa. Pero por primera vez me di cuenta de que Anne Protheroe era hermosa.
Tenía el cabello castaño y la tez pálida, y ojos grises y profundos. Estaba como si una estatua hubiese súbitamente cobrado vida. No pude menos de parpadear ante la transformación.
—Creí que sería mejor venir —dijo—. ¿Vio…, vio usted…?
Asentí con la cabeza.
—Nos amamos —agregó quedamente.
No pudo evitar que una sonrisa le asomara a los labios. Era la sonrisa de una mujer que ve algo muy hermoso y maravilloso.
Permanecí callado.
—Supongo que usted lo juzgará mal —sugirió.
—¿Cuál cree usted que puede ser mi opinión, mistress Protheroe?
—Claro… Comprendo.
Hablé tratando de que mi voz fuera lo más suave posible.
—Usted es una mujer casada.
Me interrumpió.
—¡Oh, ya lo sé, ya lo sé! ¿Cree usted que no lo he pensado mil veces? No soy mala; no lo soy. Las cosas no son como…, como pudiera usted creer.
—Me complace oírselo decir —afirmé gravemente.
—¿Se lo dirá a mi esposo? —preguntó con temor en la voz.
—Parece existir la absurda idea de que un clérigo no puede portarse como un caballero —repuse secamente.
Me miró agradecida.
—¡Soy tan desgraciada! ¡Soy tan terriblemente desgraciada! No puedo seguir así, no puedo. Y no sé qué hacer —su voz tenía un tono algo histérico—. Usted no sabe cómo es mi vida. He sido desgraciada con Lucius desde el principio. Ninguna mujer puede ser feliz con él. Quisiera verle muerto… Es horrible, pero ciertamente lo quisiera. Estoy desesperada.
Se sobresaltó y miró hacia la puerta ventana.
—¿Qué ha sido eso? Me parece haber oído a alguien. Quizá sea Lawrence.
La puerta ventana no estaba cerrada, como yo creía. Salí y pasé la mirada por el jardín, pero no vi a nadie. Sin embargo, estaba casi convencido de haber también oído algo.
Cuando volví a entrar en la habitación, la señora Protheroe estaba inclinada hacia delante, con la cabeza agachada. Era el vivo retrato de la desesperación.
—No sé qué hacer —repitió—. No sé qué hacer.
Me senté a su lado y le dije aquello que mi deber me obligaba a decir, tratando de hacerlo con la necesaria convicción, consciente, mientras hablaba, de que aquella misma mañana yo había expresado mi opinión de que el mundo sería mejor si el coronel Protheroe afortunadamente no se encontrara en él.
Le supliqué que no obrara impulsivamente. Abandonar su hogar y su esposo era un paso de suprema gravedad.
No creo que la convenciera. He vivido lo suficiente para saber que es virtualmente imposible obligar a razonar a una persona enamorada, pero creo que mis palabras le proporcionaron cierto consuelo.
Cuando se levantó para marcharse, me dio las gracias y me prometió pensar en lo que había dicho.
Sin embargo, cuando se marchó me sentí muy inquieto. Me reproché no haber sabido conocer mejor a Anne Protheroe. Me quedaba de ella la impresión de una mujer muy desesperada, incapaz de contenerse, una vez sus sentimientos habían sido excitados. Y estaba desesperada, salvaje y locamente enamorada de Lawrence Redding, un hombre mucho más joven que ella.
No me gustó aquel asunto.