CAPÍTULO III

GATA desagradable —dijo Griselda apenas la puerta se hubo cerrado.

Hizo una mueca en dirección al camino que habían tomado las visitantes, me miró y rió.

—¿Sospechas realmente, Len, que tengo un amorío con Lawrence Redding?

—Claro que no, querida.

—Pero pensaste que miss Marple lo estaba insinuando y te alzaste galantemente en mi defensa, como…, como un tigre irritado.

Por un momento me sentí intranquilo. Un clérigo de la iglesia de Inglaterra no debiera ponerse jamás en situación que pudiese ser descrita como propia de un tigre irritado. Confío en que Griselda exageraba.

—Sentí que no podía dejar pasar la ocasión sin protestar —dije—. Pero quisiera que fueras más cuidadosa con tus palabras.

—¿Te refieres a la historia de los caníbales? —preguntó—. ¿O fue quizá la sugerencia de que Lawrence me pintaba al desnudo? Si supieran que poso llevando una gran capa con un alto cuello de pieles que no deja al descubierto el menor pedazo de piel… En realidad, es algo maravillosamente puro. Lawrence jamás intenta hacerme el amor. No sé por qué será.

—Seguramente, como eres una mujer casada…

—No te hagas el tonto, Len. Sabes muy bien que una mujer joven y guapa, con un marido bastante mayor que ella, es un regalo caído del cielo para un hombre joven. Debe haber alguna otra razón. No dejo de ser atractiva…

—No querrás, seguramente, que te haga el amor, ¿verdad?

—N-n-no —dijo Griselda, con mayor vacilación que la que creí necesaria.

—Si está enamorado de Lettice Protheroe…

—Miss Marple no pareció creer que lo estuviera.

—Puede estar equivocada.

—Jamás se equivoca. Esa gata vieja siempre tiene razón.

Permaneció en silencio durante un momento y luego se volvió hacia mí, mirándome de reojo.

—Me crees, ¿no es verdad? Quiero decir, que nada hay entre Lawrence y yo.

—Mi querida Griselda —repuse sorprendido—, desde luego te creo.

Mi esposa vino hacia mí y me besó.

—Quisiera que no fueras tan fácil de engañar, Len. Estás siempre dispuesto a creer cuanto te digan.

—Es natural que así sea. Pero, querida, te ruego que tengas cuidado con lo que hablas. Esas mujeres tienen muy poco sentido del humor y lo toman todo en serio.

—Necesitan cierta inmoralidad en sus vidas —repuso Griselda—. Entonces no estarían tan ocupadas buscándola en la vida de los demás.

Tras estas palabras salió de la habitación. Miré el reloj y me apresuré a hacer algunas visitas que hubiera debido efectuar antes.

El servicio vespertino del miércoles estaba muy poco concurrido, como de costumbre; pero cuando salí de la iglesia, después de quitarme los ornamentos, sólo vi una señora que estaba contemplando uno de los vitrales, de los que hay algunos magníficos en el templo, digno de ser visitado. Se volvió al acercarme y vi que era mistress Lestrange. Ambos parecimos vacilar durante un momento.

—Espero que le agrade nuestra pequeña iglesia —dije.

—Estaba admirando ese hermoso vitral.

Su voz era agradable y baja, pero muy clara y de pronunciación precisa.

—Siento no haber asistido ayer al té de su esposa —añadió.

Hablamos durante unos minutos más. Era, evidentemente, una mujer culta, que conocía bien la historia de la Iglesia y la arquitectura. Salimos y caminamos juntos por la carretera, pues uno de los caminos que conducen a la vicaría pasa por delante de su casa. Cuando llegamos a la verja dijo placenteramente:

—¿No quiere usted entrar y darme su opinión de lo que he hecho?

Acepté la invitación. Aquella casa —Little Gates— había pertenecido anteriormente a un coronel angloindio. No pude menos que sentirme aliviado cuando observé la desaparición de las mesas de latón y los ídolos birmanos. Mistress Lestrange la había amueblado con gusto exquisito y daba una sensación de armonía y tranquilidad.

Sin embargo, me preguntaba qué había llevado a mistress Lestrange a St. Mary Mead. Se veía claramente que era una mujer de mundo, lo que hacía aún más extraño que hubiera venido a enterrarse en un pueblo como el nuestro.

A la brillante luz de su salita tuve la primera oportunidad de observarla de cerca.

Era una mujer muy alta. Su cabello era dorado, con un ligero tinte rojizo, y sus cejas y pestañas oscuras, ignoro si natural o artificialmente. Si, como pensé, iba maquillada, lo estaba en tal forma que parecía natural. Había en su cara algo que recordaba a la Esfinge, y poseía los más curiosos ojos que jamás haya visto: eran casi dorados.

Sus vestidos eran elegantes y tenía la facilidad de movimientos propia de una mujer bien educada; sin embargo, había en ella algo incongruente y extraño. Uno sentía que ella era un misterio. Se me ocurrió la palabra que Griselda había usado: siniestra. Era absurdo, naturalmente; pero ¿sería acaso tan absurdo…? Un pensamiento cruzó por mi mente: «Esta mujer no se detendría ante nada».

Nuestra conversación versó sobre temas completamente naturales: cuadros, libros, iglesias antiguas. Sin embargo, tuve la impresión de que había algo más, algo de naturaleza muy distinta, que mistress Lestrange quería decirme.

La sorprendí una o dos veces mirándose con vacilación, como si fuera incapaz de decidirse. Observé que mantuvo la conversación sobre temas completamente impersonales; no dijo si era casada, ni habló de amigos o parientes.

Pero sus ojos parecían decir: «¿Debo hablar? Quiero hacerlo. ¿No puede usted ayudarme?»

Comprendí poco después que deseaba que la dejara sola. Me levanté y me despedí. Cuando salía de la habitación volví la cabeza y la vi mirándome con expresión dudosa y vacilante. Un impulso me hizo volver atrás.

—Si hay algo que pueda hacer por usted…

—Es usted muy amable —repuso ella, vacilando.

Ambos permanecimos en silencio.

—Es algo muy difícil —dijo finalmente—. No, no creo que nadie pueda ayudarme. Pero muchas gracias por su ofrecimiento.

Salí intrigado de aquella casa. En St. Mary Mead no estamos acostumbrados a los misterios. Tanto es así, que cuando crucé la puerta del jardín alguien se abalanzó sobre mí. Miss Hartnell lo hace todo impetuosamente.

—¡Le he visto! —exclamó—. ¡Me sentí tan excitada! Ahora podrá usted contárnoslo todo.

—¿Todo?

—Sí. Acerca de esa misteriosa señora. ¿Es viuda o casada?

—Realmente, no lo sé. No me lo dijo.

—¡Qué raro! Es extraño que no haya mencionado algo casualmente. Parece como si tuviera alguna razón para no hablar, ¿no lo cree usted así?

—En realidad, supongo que no.

—Como la querida miss Marple dice, es usted muy poco mundano, querido vicario. ¿Hace tiempo que conoce al doctor Haydock?

—No le mencionó y, por tanto, lo ignoro.

—¿De qué hablaron ustedes, pues?

—De pintura, música, libros…

Miss Hartnell, cuyos únicos tópicos de conversación son los puramente personales, pareció no creerme. Aprovechándome de su momentánea vacilación sobre la forma en que proseguiría su interrogatorio, le deseé las buenas noches y me alejé caminando rápidamente.

Visité una casa en el pueblo y regresé a la vicaría por la puerta de la verja, pasando, al hacerlo, por el punto de peligro que constituía el jardín de miss Marple. Sin embargo, pensé que las noticias de mi visita a la casa de mistress Lestrange no habían podido llegar aún hasta allí y me sentí razonablemente seguro.

Al cerrar el portillo se me ocurrió ir hasta el cobertizo del jardín que el joven Lawrence Redding utilizaba como estudio, para ver los progresos hechos en el retrato de Griselda.

Adjunto un plano, que podrá ser útil en vista de lo que más tarde sucedió, en el que solamente constan los detalles necesarios.