CAPÍTULO I

ES difícil saber exactamente dónde empieza esta historia, pero he elegido cierto miércoles, a la hora de la comida, en la vicaría. La conversación, aunque no relacionada fundamentalmente con el asunto que nos ocupa, presentó algunos sugestivos incidentes, que influyeron más tarde en los acontecimientos.

Acababa de trinchar unos pedazos de carne de buey, bastante dura por cierto, cuando al volver a sentarme observé con un espíritu que mal cuadraba a mi hábito que quien asesinara al coronel Protheroe prestaría un buen servicio a la humanidad.

—Esas palabras pesarán contra usted cuando me encuentre al coronel bañado en sangre —repuso inmediatamente mi joven sobrino Dennis—. Mary declarará, ¿verdad, Mary?, y describirá la forma vengativa en que usted blandió el cuchillo de trinchar mientras las pronunciaba.

Mary, que consideraba su servicio en la vicaría sólo como un primer paso hacia cosas mejores y sueldos más elevados, se limitó a contestar: «¡Narices!», y puso de mala manera delante de Dennis una fuente rajada llena de verduras.

—¿Se ha vuelto muy difícil, acaso? —se limitó a preguntar mi esposa con simpatía.

No contesté inmediatamente, pues Mary, dejando la fuente de verduras sobre la mesa, me ofreció otra fuente con budín de carne cuyo aspecto no resultaba muy apetitoso.

—No, gracias —dije.

Dejó la fuente en la mesa y se retiró.

—Es lástima que yo sea tan mala ama de casa —dijo mi esposa con un dejo de pena en la voz.

Me sentí inclinado a asentir. Mi esposa se llama Griselda, nombre muy apropiado para la compañera de un pastor. Pero ahí termina la adecuación. Nada tiene de humilde o sumisa.

Siempre he sustentado la opinión de que los clérigos debieran permanecer solteros. Todavía no comprendo por qué pedí a Griselda que se casara conmigo, al cabo de veinticuatro horas de conocernos. Sólo se debe uno casar después de larga meditación, siendo la comunidad de gustos e inclinaciones detalle de suma importancia.

Mi esposa es casi veinte años más joven que yo, ciertamente hermosa, totalmente incapaz de tomar cosa alguna en serio y absolutamente incompetente, requiriéndose mucha paciencia para convivir con ella. He tratado en vano de darle una formación espiritual. Ahora estoy más convencido que nunca de que el celibato es el estado perfecto para el clérigo. Se lo he insinuado a Griselda repetidas veces, pero mis palabras únicamente la han hecho sonreír.

—Si por lo menos trataras de tener algún cuidado, querida… —le dije, pues, mirando la fuente de budín.

—Ya lo hago algunas veces —repuso—. Sin embargo, creo que las cosas empeoran cuando me ocupo de ellas. Evidentemente, no he nacido para ama de casa. Me parece mejor dejar que Mary se encargue de todo y me resigno a sufrir incomodidades y a ingerir comidas aborrecibles.

—¿No has pensado en tu esposo, querida? —repliqué en tono de reproche. Siguiendo el ejemplo del diablo al citar las Escrituras para sus fines propios, añadí—. «Ella se preocupa de su casa…»

—Imagina cuán afortunado eres al no ser entregado a la voracidad de los leones —me interrumpió Griselda precipitadamente—. O quemado en la hoguera. La mala comida, el polvo o las moscas, ¿qué son en comparación? Hablemos del coronel Protheroe. Los primeros cristianos tuvieron la suerte de no tener que soportar a tipos como él.

—Es un viejo bruto y engolado —comentó Dennis—. No es extraño que su primera esposa le abandonara.

—La pobre no pudo hacer nada mejor —dijo mi esposa.

—No te permito que hables de esa forma, Griselda —observé secamente.

—Querido —repuso ella con voz cariñosa—. Háblame de él. ¿Qué sucede? ¿Es algo relacionado acaso con el continuo persignarse de míster Hawes, y los gestos que hace tan insistentemente entremezclados con sus palabras?

Hawes es nuestro coadjutor. Hace solamente tres semanas que está con nosotros. Profesa los puntos de vista de la Alta Iglesia y ayuna los viernes. El coronel Protheroe se opone a toda clase de ritos.

—No, esta vez no, aunque habló también de ello. Todo el embrollo se produjo a causa del dichoso billete de una libra esterlina de mistress Price Ridley.

Mistress Price Ridley es un devoto miembro de mi congregación. Asistió al primer servicio religioso el día del aniversario de la muerte de su hijo y depositó un billete de una libra en la bandeja de las limosnas. Más tarde, al leer la relación de la colecta, se dolió al ver que el billete mayor era uno de diez chelines. Se quejó de ello a mí y yo observé, muy razonablemente, que debió haberse equivocado.

—Ya no somos jóvenes como éramos —le dije con tacto— y los años no pasan en vano.

Me extrañó que mis palabras sólo sirvieran para irritarla más. Dijo que aquello le parecía muy extraño y que se asombraba de que yo no compartiese su opinión. Se alejó sin saludarme, y supongo que se iría con sus quejas a Protheroe. El coronel es un hombre que se deleita buscándole tres pies al gato y esta vez no dejó de hacerlo. Siento que lo hiciera en miércoles, pues dicho día doy clase por la mañana en la escuela parroquial, lo que me causa un agudo nerviosismo y fuerte cansancio.

—Debe de ser su manera de divertirse —repuso mi esposa con tono de imparcialidad—. Nadie acude a él llamándole «querido vicario», ni borda horribles zapatillas para regalárselas, ni le obsequia con calcetines de lana en Navidad. Tanto su esposa como su hija están de él hasta la coronilla. Supongo que debe sentirse feliz haciéndose el importante cuando puede.

—Pero no por ello ha de ofender a los demás —argüí con calor—. No creo que se diera cuenta de lo que sus palabras implicaron. Quiere repasar todas las cuentas de la iglesia «por si ha habido algún desfalco», según dijo, empleando estas mismas palabras. ¡Desfalco! ¿Cree, acaso, que yo distraigo los fondos de la iglesia?

—Nadie sería capaz de pensar tal cosa de ti, querido —contestó Griselda—. Estás tan por encima de toda sospecha que ello mismo te daría una gran oportunidad. Quisiera que te apropiaras de los fondos de la S.P.G.[1]. Odio a los misioneros.

Me disponía a reprocharle esas palabras, pero en aquel momento entró Mary con un parcialmente cocido budín de arroz. Intenté protestar, pero Griselda dijo que los japoneses siempre comen el arroz medio crudo, sacando como consecuencia que a ello es debida su prodigiosa inteligencia.

—Me atrevo a decir —prosiguió— que si todos los días de la semana comieras budín como éste, los domingos predicarías unos sermones maravillosos.

—¡Dios no lo quiera! —exclamé, temblando ante la idea de que tal cosa pudiera suceder—. Protheroe vendrá mañana por la tarde y repasaremos las cuentas juntos —seguí diciendo—. Debo preparar mi charla para la Agrupación de Caballeros de la Iglesia de Inglaterra. ¿Qué vas a hacer esta tarde, Griselda?

—Mi deber —repuso—. Mi deber como esposa del vicario. Té y murmuración, a las cuatro y media.

—¿Quiénes vienen?

Griselda los fue contando con los dedos, con cara de inocencia.

—Mistress Price Ridley, miss Wetherby, miss Hartnell y esa terrible miss Marple.

—Me gusta miss Marple —dije—. Por lo menos, tiene sentido del humor.

—Es la peor murmuradora del pueblo —replicó Griselda—. Sabe siempre, hasta el último detalle, cuanto ocurre y siempre piensa mal.

Como he dicho, Griselda es mucho más joven que yo. A mi edad uno sabe que lo peor es generalmente verdad.

—No cuentes conmigo —dijo Dennis.

—¡Bestia! —exclamó Griselda.

—Todo lo que quieras, pero los Protheroe me invitaron a jugar al tenis.

—¡Bestia! —exclamó de nuevo Griselda.

Dennis se batió prudentemente en retirada, y mi esposa y yo nos dirigimos a mi gabinete.

—No sé de quién hablaremos durante el té —dijo Griselda, sentándose ante mi escritorio—. Del doctor Stone y de miss Cram, supongo, y quizá también de mistress Lestrange. A propósito, ayer fui a su casa y había salido. Sí, estoy segura de que mistress Lestrange será buena comidilla para el té. ¡Es tan misteriosa! Se presenta, alquila una casa, apenas si sale alguna vez. ¿No te parece? Le hace a uno pensar en las novelas policíacas. Ya sabes: ¿Quién era la mujer misteriosa, de hermoso y pálido rostro? ¿Cuál era su pasado? Nadie lo sabía. Había algo ligeramente siniestro en ella. Creo que el doctor Haydock sabe algo aunque no lo diga.

—Lees demasiadas historias de detectives —observé.

—¿Y tú? —replicó—. El otro día, mientras estabas aquí preparando tu sermón, busqué en todas partes La Mancha en la Escalera. Por fin entré y te pregunté si habías visto el libro…, ¿y qué encontré?

Tuve la debilidad de sonrojarme.

—Lo cogí al azar. Una frase me llamó la atención y…

—Ya conozco esas frases —repuso Griselda, hablando en forma afectada—. Y entonces sucedió algo muy curioso: Griselda se levantó, cruzó la habitación y besó afectuosamente a su esposo.

Se levantó, vino hacia mí y me dio un beso.

—¿Es algo muy curioso? —pregunté.

—Claro que sí —dijo Griselda—. ¿Te das cuenta, Len, de que hubiera podido casarme con un ministro, un barón, un rico industrial, tres subalternos y un pillastre de modales encantadores, pero que te preferí a ellos? ¿No te asombró mi elección?

—Ciertamente, sí —repuse—. Muchas veces me he preguntado por qué lo hiciste.

Griselda rió.

—Me sentí poderosa —murmuró—. Todos ellos pensaban simplemente que yo era maravillosa y, naturalmente, les hubiera sido muy agradable el conquistarme. Pero yo soy todo aquello que más te disgusta y desapruebas y, pese a ello, no pudiste resistirme. Mi vanidad se sintió halagada. ¡Es tan agradable ser un pecado secreto y delicioso para alguien! Te hago sufrir con mis inconveniencias y te excito constantemente y, sin embargo, me adoras con locura. ¿Verdad que me adoras con locura?

—Te amo, naturalmente, querida.

—¡Oh Len! ¡Me adoras! ¿Te acuerdas de aquel día que me quedé en Londres y te mandé un telegrama que jamás recibiste porque la hermana de la esposa del telegrafista tuvo gemelos y se le olvidó transmitirlo? Te pusiste muy nervioso, telefoneaste a Scotland Yard y armaste un considerable revuelo.

Hay cosas que a uno no le gusta que le recuerden. Realmente, me porté en forma algo tonta en aquella ocasión.

—Si no te importa, querida —dije—, quisiera seguir con la preparación de mi charla.

Griselda lanzó un suspiro de irritación, me alborotó el cabello, lo volvió a alisar y dijo:

—No mereces que te quiera. Realmente, no lo mereces. Tendré un amorío con el artista. Sí, lo tendré. Y piensa en el escándalo que se producirá.

—Ya hay bastante en este momento —repuse quedamente.

Griselda rió, me dio un beso y se marchó por la puerta ventana.