Capítulo 47

Las placas de identificación tintineaban en mi bolsillo en el trayecto de bajada. Yo miraba los zapatos del ascensorista y deslizaba el pulgar sobre las letras metálicas en relieve como un ciego leyendo un texto en Braille. Sentía las rodillas flojas, pero mi mente funcionaba frenéticamente, tratando de ensamblar las piezas del rompecabezas. Nada encajaba bien. Debía de ser una superchería; las placas de identificación habían sido colocadas allí para confundirme. Los Krusemark, uno o los dos, estaban implicados. Cyphre era el cerebro de la operación. ¿Pero por qué? ¿Qué significaba todo eso?

Una vez en la calle, el aire helado de la noche me sacó de mi trance. Arrojé la linterna plástica de Krusemark en un cubo de desperdicios y le hice señas a un taxi. Sabía que, ante todo, tenía que destruir las evidencias guardadas en mi caja de caudales.

—Calle 42 con Séptima Avenida —le dije al taxista, repantigándome en el asiento de atrás mientras enfilábamos directamente por la avenida, aprovechando una sucesión ininterrumpida de luces verdes.

De las tapas enrejadas de los sumideros brotaban nubes de vapor, como en el último acto de Fausto. Johnny Favorite había vendido su alma a Mefistófeles y después había tratado de eludir el pacto sacrificando a un soldado que se llamaba como yo. Pensé en la sonrisa elegante de Louis Cyphre. ¿Qué esperaba ganar con esa tramoya? Yo recordaba el Año Nuevo de 1943; en Times Square, tan claramente como si se tratara de la primera noche de mi vida. Estaba cabalmente sobrio en medio de un océano de borrachos, con las placas de identidad bien guardadas en el monedero de mi cartera cuando me la habían birlado. Dieciséis años más tarde aparecían en el apartamento de una mujer muerta. ¿Qué diablos pasaba?

Times Square refulgía como un purgatorio de neón. Acaricié mi nariz inverosímil y traté de recordar el pasado. Faltaba casi todo, borrado por una andanada de la artillería francesa en Orán. Sólo perduraban fragmentos parciales. A menudo un olor me los hace evocar. Maldición, yo sé quién soy. Yo sé quién soy.

Cuando nos detuvimos frente al bazar, las luces de mi oficina estaban encendidas. El taxímetro marcaba setenta y cinco centavos. Le tendí un dólar al conductor.

—Guárdese el cambio —murmuré. Rogué que todavía hubiera tiempo.

Subí hasta el tercer piso por la escalera de incendios para que no me delatase el ruido del ascensor. El pasillo estaba a oscuras, y también mi antesala, pero la luz del despacho se dejaba ver a través del vidrio esmerilado de la puerta delantera. Empuñé el revólver y entré sigilosamente. La puerta que comunicaba con el despacho interior estaba abierta y derramaba torrentes de luz sobre la alfombra raída. Esperé un momento pero no oí nada.

El despacho estaba revuelto: habían saqueado el escritorio, los cajones habían sido volcados y su contenido estaba desparramado sobre el linóleo. El fichero verde abollado estaba tumbado, y las fotos brillantes de varios chicos fugitivos se enroscaban en el rincón como hojas otoñales. Cuando enderecé la silla giratoria caída vi que la puerta de acero de la caja de caudales estaba abierta.

Entonces se apagaron las luces. No en el despacho, sino dentro de mi cabeza. Alguien me golpeó con un objeto semejante a un bate de béisbol. Mientras me desplomaba de bruces hacia las tinieblas oí el crujido seco que produjo al hacer impacto.

Me despertó un chorro de agua fría sobre la cara. Me senté, atragantándome y parpadeando. La cabeza me palpitaba como en un cortometraje publicitario de aspirina. Louis Cyphre estaba de pié junto a mí, vestido de esmoquin, echándome agua con un vaso de papel. En la otra mano empuñaba mi Smith & Wesson.

—¿Encontró lo que buscaba? —pregunté.

Cyphre sonrió.

—Sí, gracias. —Estrujó el vaso de papel y lo envió a reunirse con el revoltijo general—. Un hombre con una profesión como la suya no debería guardar sus secretos en latas como ésa. —Extrajo del bolsillo interior del esmoquin el horóscopo que me había hecho Margaret Krusemark—. Supongo que a la policía le encantará recuperar esto.

—No logrará lo que se propone.

—Pero, señor Angel, si ya lo he logrado.

—¿Por qué ha vuelto? Ya tenía el horóscopo.

—Nunca me fui. Estaba en la otra habitación. Usted pasó de largo junto a mí.

—Una trampa.

—Claro que sí, y muy eficaz. Usted se metió en ella de muy buen grado. —Cyphre volvió a deslizar el horóscopo en su bolsillo—. Siento haber tenido que golpearlo, pero necesitaba algunas cosas que usted llevaba consigo.

—¿Por ejemplo?

—Su revólver. Me hace falta. —Metió la mano en el bolsillo y extrajo lentamente las placas de identificación, que meció delante de mí en el extremo del collar de cuentas—. Y esto también me hace falta.

—Fue muy listo —comenté— al dejarlas en el apartamento de Margaret Krusemark. ¿Cómo obtuvo la cooperación de su padre?

La sonrisa de Cyphre se ensanchó.

—¿Cómo está el señor Krusemark, entre paréntesis?

—Muerto.

—Qué pena.

—Sí, lo noto muy afligido.

—La muerte de uno de los fieles siempre es de lamentar. —Cyphre jugueteó con las placas de identificación, enroscando el collar entre sus dedos finos. El anillo de oro cincelado del doctor Fowler brillaba en su mano pulcramente cuidada.

—¡Basta de triquiñuelas! Su nombre de ficción no le convierte en el producto genuino.

—¿Habría preferido las pezuñas hendidas y la cola?

—No he captado sus trucos hasta esta noche. Usted jugaba conmigo. El almuerzo en Le Voisin. Debería haberme espabilado cuando me enteré de que el 666 era el número de la Bestia en el Libro del Apocalipsis. No soy tan listo como antes.

—Me desilusiona, señor Angel. Pensé que le resultaría más fácil descifrar mi nombre. —Festejó con una risotada su pobre retruécano.

—Ha sido una excelente idea atribuirme sus asesinatos —exclamé—. Pero hay un fallo.

—¿Cuál?

—Herman Winesap. Ningún polizonte se tragaría la historia de un cliente que se hace pasar por Lucifer… sólo a un loco se le ocurriría semejante idea. Sin embargo, cuento con la corroboración de Winesap.

Cyphre se colgó del cuello las placas de identificación con una sonrisa de lobo.

—El abogado Winesap desapareció ayer, al hundirse su barca en Sag Harbor. Muy lamentable. Aún no han rescatado el cadáver.

—Pensó en todo, ¿verdad?

—Procuro ser minucioso —respondió—. Y ahora tendrá que disculparme, señor Angel. Si bien nuestra conversación es muy agradable, debo ocuparme de otros asuntos. Cometería una gran imprudencia si tratara de detenerme. Si usted hiciera algo antes de mi partida, me vería obligado a disparar. —Cyphre se detuvo en la puerta, como un actor que le saca el jugo a su último parlamento antes de hacer mutis—. A pesar de lo ansioso que estoy por cobrarme mi deuda, sería deplorable que lo matase su propio revólver.

—¡Béseme el culo! —espeté.

—No es necesario, Johnny. —Cyphre sonrió—. Tú ya has besado el mío.

Cerró silenciosamente la puerta de la antesala a sus espaldas. Me arrastré a cuatro patas por el suelo sembrado de papeles hasta la caja de caudales abierta. En una caja de puros vacía del estante inferior guardaba mi arma de repuesto. Cuando aparté la pila de documentos que debían cubrirla mi corazón empezó a retumbar dentro de mi pecho como un tam-tam. Estaba aún allí. Levanté la tapa y extraje una Colt Commander calibre 45. La enorme Automática pesó en mi mano como un sueño materializado.

Me guardé en el bolsillo un cargador de recambio y corrí hacia la puerta exterior. Con la oreja apoyada contra el vidrio, esperé el ruido que haría la puerta del ascensor al cerrarse. Cuando lo oí, empujé la puerta corredera, amartillé la automática e introduje un proyectil en la recámara. Mientras corría hacia la escalera de incendios vi cómo el techo del ascensor cruzaba frente a la ventana circular de su puerta.

Bajé saltando cuatro escalones a la vez, aferrándome a la baranda para no perder el equilibrio, y batí otro récord de carreras contra el ascensor. Resollando en el hueco de la escalera, abrí la puerta con el pie y sostuve la automática contra la jamba, con ambas manos. Mis propias palpitaciones retumbaban como martillos en mis oídos.

Rogué que Cyphre todavía tuviera mi revólver en la mano cuando se abriera la puerta del ascensor. Así, sería un caso de defensa propia. Ya veríamos de qué serviría su magia frente a la del coronel Colt. Imaginé cómo los proyectiles de grueso calibre se incrustarían en él, lo levantarían del suelo y le mancharían la pechera de encaje de la camisa de gala con sangre oscura. Era posible que los pianistas aficionados al vudú y las astrólogas maduras se dejaran timar cuando se hacía pasar por el diablo, pero a mí no me asustaba. Se había equivocado de candidato para su farsa.

La ventana circular de la puerta exterior se pobló de luz cuando el ascensor se detuvo ruidosamente. Asenté mi pulso y contuve el aliento. La charada satánica de Louis Cyphre había llegado a su fin. La puerta de metal rojo se abrió. La cabina estaba vacía.

Me adelanté tambaleándome, como un sonámbulo, sin creer lo que veía. No podía haber desaparecido. Era imposible. Yo había vigilado el indicador instalado sobre la puerta y había visto cómo los números se iluminaban a medida que la cabina bajaba sin detenerse.

Entré y pulsé el botón del último piso. Cuando la cabina comenzó a elevarse, me monté sobre los pasamanos de bronce, con un pie apoyado contra cada pared, y levanté el escotillón de emergencia del techo.

Asomé la cabeza por la abertura y miré en torno. Cyphre no estaba sobre el techo de la cabina. Los cables engrasados y los volantes giratorios no dejaban lugar para esconderse.

Desde el cuarto piso, subí por la escalera de incendios hasta el tejado. Busqué detrás de las chimeneas y los tubos de ventilación, mientras el revestimiento del tejado se hundía bajo mis pies. No había nadie allí. Me incliné sobre el parapeto y miré hacia abajo; observé primero la Séptima Avenida y después, desde la esquina, la calle 42. La concurrencia dominical era escasa. Sólo prostitutas de ambos sexos paseándose por las aceras. La distinguida silueta de Louis Cyphre no se veía por ninguna parte.

Recurrí a la lógica para combatir mi confusión. Si no estaba en la calle ni en el tejado, ni había salido del ascensor, aún debía de encontrarse en algún lugar del edificio. Era la única explicación posible. Estaba escondido en alguna parte. Tenía que estarlo.

Durante la media hora siguiente recorrí todo el edificio. Inspeccioné todos los baños y armarios de enseres de limpieza. Me introduje con mis llaves maestras en todos los despachos oscuros y vacíos. Registré infructuosamente el de Ira Kipnis y el laboratorio de electrólisis de Olga. Husmeé en las sórdidas salas de espera de tres dentistas de ínfima categoría y en el minúsculo establecimiento de un traficante de sellos y monedas raros. No había nadie allí.

Cuando volví a mi despacho me sentía perdido. Eso era absurdo. Todo lo era. Nadie puede desvanecerse en el aire. Tenía que ser una treta. Me hundí en la silla giratoria, con la Colt Commander siempre en la mano. En el edificio de enfrente continuaba el desfile incesante de las noticias del día: AUMENTA LA PRECIPITACIÓN DE ESTRONCIO 90 EN LOS EE.UU.… LOS HINDÚES PREOCUPADOS POR EL DALAI LAMA… Cuando se me ocurrió llamar por teléfono a Epiphany ya era tarde. Me había dejado engatusar nuevamente por el mayor embaucador de todos los tiempos.