Capítulo 46

Tenía prisa. Con el cañón del revólver hundido entre sus costillas, quité a Krusemark las esposas y las guardé en el bolsillo de mi cazadora.

—No se mueva —le ordené, apartándome de la entrada abierta, apuntándole al vientre con el arma—. Ni siquiera respire.

Krusemark se frotó la muñeca.

—¿Y la película? Usted prometió entregármela.

—Lo siento. Le mentí. En contacto con tipos como usted adquiero malas costumbres.

—Necesito esa película.

—Sí, lo sé. El sueño de un chantajista hecho realidad.

—Si lo que quiere es dinero, Angel…

—Puede limpiarse el culo con su cochino dinero.

—¡Angel!

—Hasta la vista, potentado.

Bajé la pasarela en el momento en que un tren local que iba hacia la parte alta de la ciudad pasaba como una exhalación. No me importaba que el conductor me viera o no. Mi único error consistió en volver a guardar el Smith & Wesson en el bolsillo. Todos cometemos tonterías a veces.

No oí la arremetida de Krusemark hasta que me cogió por el cuello. Me había equivocado al juzgarlo. Parecía un animal salvaje, peligroso y fuerte. Increíblemente fuerte para su edad. Respiraba con jadeos breves, coléricos. Era el único de los dos que respiraba.

Ni siquiera con las dos manos podía zafarme de su presión asfixiante. Cambié de posición, introduje uno de mis pies entre sus piernas, y los dos perdimos el equilibrio. Caímos juntos contra el costado del tren en marcha y el impacto nos separó, haciéndonos girar como muñecos de trapo. A mí me despidió contra la pared del túnel.

Krusemark logró mantenerse en pie. Yo no tuve tanta suerte. Despatarrado como un borracho sobre la pasarela polvorienta, vi desfilar las ruedas de hierro a escasos centímetros de mi cara. El tren se alejó velozmente. Krusemark me lanzó un puntapié a la cabeza. Yo lo agarré por el pie y lo derribé. Por esa semana ya me habían pateado bastante.

No tuve tiempo para sacar el revólver. Krusemark estaba sentado de cara a mí sobre la pasarela y me abalancé sobre él, propinándole un puñetazo en el costado del cuello. Emitió un ruido como el que podría producir un sapo si se lo pisara. Volví a pegarle, con fuerza, y sentí que su nariz se aplastaba como una fruta podrida. Me agarró por el cabello, doblándome la cabeza sobre el pecho, y nos revolcamos sobre la angosta pasarela, arañándonos y pateando.

No era una pelea limpia. El marqués de Queensberry no la habría aprobado. Krusemark me tumbó y me ciñó el cuello con sus manos poderosas. Cuando no pude zafarme de esa presa de levantador de pesas, le apoyé la palma de la mano bajo el mentón y le empujé la cabeza hacia atrás. No conseguí nada, de modo que le hundí el pulgar en el ojo.

Le había encontrado el punto flaco. Lo oí aullar mientras un tren local se acercaba rugiendo por el túnel. Aflojó la presión y yo me desprendí, inhalando profundamente. Rechacé sus manos y forcejeamos, rodando juntos sobre las vías. Yo terminé arriba y oí como la cabeza de Krusemark golpeaba con un ruido sordo contra una traviesa de madera. Para mayor seguridad, le pegué un rodillazo en la entrepierna. No creía que al viejo le quedaran muchos bríos.

Me puse en pie y me palpé el bolsillo en busca del Smith & Wesson. El arma había desaparecido, perdida durante la refriega. Un crujido de balasto me alertó en el momento en que la silueta sombría de Krusemark se alzaba con paso inseguro. Trastabilló y lanzó un derechazo al azar. Me colé entre sus defensas y le pegué dos veces en el abdomen. Era duro y sólido, pero me di cuenta de que lo había dejado maltrecho.

Recibí una izquierda en el hombro, que no me afectó, y mi derecha se estrelló contra su cara, a la altura del arco superciliar. Fue como aporrear un muro de piedra. El dolor me entumeció la mano.

Ese puñetazo no frenó a Krusemark. Siguió embistiendo, con una sucesión de ganchos feroces, diestros. No podía bloquearlos todos, y me castigó un par de veces mientras buscaba las esposas en el bolsillo de la cazadora. Las hice girar en el aire, azotándole la cara con las manillas. El chasquido del acero contra el hueso fue una música para mis oídos. Volví a golpearlo, encima de la oreja, y se desplomó con un gruñido.

El alarido súbito de Krusemark resonó y se extinguió en el húmedo túnel como si procediera de alguien que caía desde una gran altura. Un zumbido de electricidad, metálico, chirriante, crepitó en la oscuridad. El tercer riel.

No quería tocar el cuerpo. Estaba demasiado oscuro para verlo nítidamente y volví a la seguridad de la pasarela. A la luz de una bombilla lejana distinguí su bulto oscuro, despatarrado sobre las vías.

Me metí nuevamente en el hueco de la pared y hurgué dentro de la maleta de piel caída al pie de la escalera. La máscara de león, de cartón piedra, me mostró sus fauces. Debajo de la enroscada capa negra encontré una pequeña linterna de plástico. Esto era todo. Volví al túnel y la encendí. Krusemark yacía arrugado como un montón de ropa vieja, con el rostro congelado en una mueca de agonía final. Sus ojos ciegos miraban a lo largo de los rieles desde encima de la boca abierta, inmovilizada en un grito mudo. De su carne chamuscada se desprendía una voluta de humo acre.

Limpié mis huellas digitales del asa y arrojé su maleta junto a él. La máscara de león cayó sobre el balasto. Paseé el rayo por la pasarela y vi mi calibre 38 muy cerca, contra la pared. Lo recogí y me lo guardé en el bolsillo. Los nudillos de mi mano derecha palpitaban, doloridos. Los dedos se movían, de modo que no estaban fracturados. No podía decir lo mismo de la Leica. Había una telaraña de finas grietas en lo profundo de la lente.

Registré mis bolsillos. Conservaba todo menos el amuleto de piel que me había dado Epiphany. Lo había perdido durante la refriega. Eché una rápida mirada en torno pero no lo vi. Tenía que ocuparme de otras cosas más importantes. Me guardé la linterna de Krusemark y me alejé a toda prisa por la pasarela, dejando el armador millonario sobre los rieles, donde lo despanzurraría el siguiente tren. Esa noche las ratas se darían un festín.

Salí del metro por la estación de la calle 23, y en la intersección de Park Avenue South cogí un taxi que iba calle arriba. Le di al chófer la dirección de Margaret Krusemark, y diez minutos más tarde me dejó frente al Carnegie Hall. Un anciano pobremente vestido, cerca de la esquina, destrozaba a Bach en un violín recompuesto con cinta aislante.

Subí en el ascensor hasta el undécimo piso, sin preocuparme de que el viejo ascensorista me recordara o no. Ya era demasiado tarde para semejantes refinamientos. La policía había clausurado la puerta del apartamento de Margaret Krusemark. Una tira de papel engomado cubría la cerradura. La arranqué, encontré la llave maestra apropiada y entré, limpiando el pomo con la manga.

Encendí la linterna de papaíto y apunté el rayo hacia la habitación. Se habían llevado la mesita sobre la que había estado despatarrado el cadáver. También habían sacado el sofá y la alfombra de Turquestán. En su lugar quedaban pulcros perfiles trazados con esparadrapo. Los brazos y las piernas de Margaret Krusemark, que sobresalían por ambos extremos de la silueta rectangular de la mesa, parecían la caricatura de un hombre vestido con un tonel.

En la habitación no había nada que me interesara, y seguí por el pasillo hasta la alcoba de la bruja. Los cajones de su escritorio y de sus ficheros ostentaban, en su totalidad, una tira de papel con el sello de la Jefatura de Policía. Paseé el rayo de la linterna sobre el escritorio. El calendario y los papeles dispersos habían desaparecido, pero la hilera de libros de estudio permanecía intacta. En un extremo, el cofrecillo canope de alabastro refulgía como el hueso pulido.

Cuando lo levanté me temblaban las manos. Forcejeé durante varios minutos, pero la tapa con la serpiente de tres cabezas permaneció herméticamente cerrada. Desesperado, arrojé el cofrecillo contra el suelo. Se hizo trizas como un cristal.

Entre las astillas vi un brillo metálico y levanté la linterna del escritorio. Un juego de placas de identificación militares refulgían entre las sinuosidades de un collar de cuentas. Levanté este último, y sostuve la pequeña placa oblonga bajo la luz. Un escalofrío involuntario me corrió por el cuerpo. Deslicé los dedos helados sobre las letras en relieve. Junto al número de serie y al grupo sanguíneo aparecía un nombre estampado a máquina: ANGEL, HAROLD R.