Krusemark entró en el túnel, recorriendo a toda prisa la angosta pasarela. No era la primera vez que paseaba por el metro. Dejé que se adelantara hasta la primera bombilla desnuda antes de seguirlo. Me acomodé al ritmo de su marcha, paso a paso, silencioso como una sombra gracias a mis botines con suela de goma. Si por casualidad miraba hacia atrás, el juego habría terminado. Seguir a un hombre por un túnel era como reunir pruebas para un divorcio metiéndose debajo de la cama del hotel.
La proximidad de un tren me dio la oportunidad que necesitaba. Cuando el murmullo atronador del expreso se remontó a un crescendo de hierro, yo eché a correr tan rápidamente como lo permitían mis piernas. El rugido del tren eclipsó el golpeteo de las pisadas. Yo empuñaba el revólver. Krusemark no oía nada.
Cuando hubo pasado el último vagón, Krusemark desapareció. Estaba a menos de diez metros y de pronto se desvaneció. ¿Cómo era posible que se hubiese escabullido en un túnel? Al cabo de otras cinco zancadas vi la puerta abierta. Se trataba de una salida de servicio de naturaleza desconocida, y Krusemark había empezado a subir por una escalera de hierro adosada a la pared del fondo.
—¡No se mueva! —Sostuve el Smith & Wesson a un brazo de distancia, agarrándolo con las dos manos.
Krusemark se volvió, parpadeando en la media luz.
—¿Angel?
—Póngase de cara a la escalera. Coloque ambas manos sobre el peldaño de encima de su cabeza.
—Sea razonable, Angel. Podemos discutirlo.
—¡Rápido! —Bajé el arma—. La primera bala le atravesará la rótula. Usará un bastón durante el resto de su vida.
Krusemark obedeció, y dejó caer al suelo el maletín de piel. Me coloqué detrás de él y lo palpé. No estaba armado. Saqué las esposas del bolsillo de la cazadora y cerré una manilla sobre su muñeca y la otra en torno al peldaño al que se había aferrado. Me miró y le apliqué un violento revés de izquierda sobre la boca.
—¡Escoria inmunda! —Le hinqué el cañón del revólver debajo del mentón, empujándole la cabeza hacia atrás. Tenía los ojos desencajados como un semental atrapado—. Le pulverizaré los sesos contra la pared, hijo de puta.
—¿S-se ha v-vuelto loco? —balbuceó.
—¿Loco? Sí, loco furioso. Desde que me echó encima a sus pistoleros a sueldo.
—Se equivoca.
—¡Mierda! Sólo dice mentiras. Quizá reformándole algunos dientes le ayude a recordar. —Le sonreí, mostrándole el arreglo temporal de mi dentadura—. Esto fue lo que me hicieron sus secuaces.
—No sé de qué me habla.
—Claro que lo sabe. Me tendió una trampa y ahora quiere salvar el pellejo. Miente desde que lo conocí. Edward Kelley es el nombre de un mago de la época isabelina. Por eso lo usó como apodo, y no porque a su hija le pareciera bonito.
—Parece saberlo todo.
—He estudiado mis lecciones en casa. Actualicé mis conocimientos de magia negra. De modo que ahórrese el camelo sobre la institutriz que le enseñó a usar el tarot a su hija cuando era pequeña. El responsable fue siempre usted. Usted es el que venera al diablo.
—Sería un tonto si no lo hiciese. El Príncipe de las Tinieblas protege a los poderosos. Usted también debería rezarle, Angel. Le sorprendería lo prodigioso de los resultados.
—¿Cuales, por ejemplo? ¿El degollar a un bebé? ¿Dónde robaron al crío, Krusemark?
Me miró con una mueca socarrona.
—No robamos nada. Pagamos por el pequeño bastardo con dinero contante y sonante. Una boca que los contribuyentes evitarán alimentar mediante el presupuesto de seguridad social. Usted es contribuyente, ¿verdad, Angel?
Le escupí en la cara. Nunca había hecho algo semejante.
—Una cucaracha es la elegida de Dios comparada con usted. No siento nada cuando piso una cucaracha, de modo que pisarlo a usted será un placer. Empecemos por el principio. Quiero que me cuente la historia completa de Johnny Favorite. Sin omitir nada. Todo lo que haya visto u oído en su vida.
—¿Por qué habría de hacerlo? No me matará. Es demasiado débil. —Se limpió la saliva de la mejilla.
—No necesito matarlo. Puedo irme y dejarlo aquí colgado. ¿Cuánto tiempo cree que pasará hasta que lo encuentren? ¿Dos días? ¿Una semana? ¿Dos semanas? Podrá distraerse contando los trenes que pasan.
El color de Krusemark era un poco ceniciento, pero siguió fanfarroneando.
—¿Y qué provecho sacará de eso? —El resto de la frase se perdió, ahogada por el rugido de un tren.
—Tal vez me haga reír un poco —comenté, después de que el tren hubo pasado—. Y cuando revele estas fotos tendré un recuerdo suyo en mi álbum. —Levanté el carrete amarillo para que lo viera bien—. Mi predilecta es aquélla en que aparece jodiendo con el hombrecillo gordo. Quizás hasta la haga ampliar.
—Me está tomando el pelo.
—¿De veras? —Le mostré la Leica—. Saqué dos carretes de treinta y seis. Está todo registrado en blanco y negro, como dicen.
—Aquí abajo no hay suficiente luz para sacar fotos.
—La hay para la Tri-X. No debe de ser aficionado a la fotografía. Colgaré las ampliaciones más jugosas en el tablón de anuncios de su empresa. Es probable que también hagan las delicias de los periódicos. Para no hablar de la policía. —Me volví para irme—. Ya nos veremos ¿Por qué no hace la prueba de rezarle al diablo? Quizá venga y lo ponga en libertad.
La mueca desdeñosa de Krusemark se transformó en otra de gran preocupación.
—Espere, Angel. Vamos a discutirlo.
—Eso es precisamente lo que estaba en mi mente. Usted hablará y yo escucharé.
Krusemark estiró su mano libre.
—Déme la película. Le contaré todo lo que sé.
Me hizo reír.
—Ni lo sueñe. Antes usted soltará la lengua. Si me gusta su historia, le daré la película.
Krusemark se frotó la nariz y miró el suelo mugriento.
—Está bien. —Sus ojos subían y bajaban como un yo-yo, siguiendo la trayectoria del carrete que volaba por el aire para volver a mis manos—. Conocí a Johnny en el invierno de 1939. Era la víspera del día de la Candelaria. Se celebraba una fiesta en casa de… bueno… su nombre no importa. Hace ya diez años que ha muerto. Era una mujer que tenía una mansión en la Quinta Avenida, cerca de donde están construyendo ese horrible museo de Frank Lloyd Wright. En los viejos tiempos la casa había sido famosa por sus bailes de sociedad. La señora Astor, los Cuatrocientos Grandes, este tipo de gente. Pero cuando conocí el gran salón, sólo se usaba para las ceremonias de la Antigua Fe y los Aquelarres.
—¿Misas Negras?
—A veces. No asistí a ninguna que se celebrara allí, pero tenía amigos que sí lo hacían. Como quiera que fuese, aquella noche conocí a Johnny. Me impresionó desde el principio. No podía tener más de diecinueve o veinte años, pero era un ser especial. Se notaba que irradiaba poder, como una corriente eléctrica. Sus ojos tenían más vitalidad que cualesquiera otros que hubiera visto antes, y he visto muchos.
»Le presenté a mi hija y se entendieron en seguida. Ella ya estaba más versada que yo en las artes satánicas, y reconoció ese elemento peculiar de Johnny. Su carrera acababa de empezar y ambicionaba la fama y la riqueza. Ya tenía fuerza de sobras. Lo vi invocar en mi propia sala al Lucífugo Rofocal. Esto requiere un procedimiento muy complicado.
—¿Pretende que me lo trague? —pregunté.
Krusemark se recostó contra la escalera, apoyando un pie sobre el peldaño inferior.
—Trágueselo o escúpalo. A mí me da lo mismo. Es la verdad. Johnny estaba muy comprometido, hasta un extremo al que yo no me habría atrevido a llegar. Las cosas que él hacía habrían enloquecido a un hombre corriente. Siempre ambicionaba más. Lo ambicionaba todo. Por eso concertó el pacto con Satán.
—¿Qué clase de pacto?
—El habitual. Vendió su alma a cambio del éxito.
—¡Qué absurdo!
—Es la verdad.
—Es un disparate y usted lo sabe. ¿Qué hizo? ¿Firmó un contrato con sangre?
—No conozco los detalles. —La mirada altiva de Krusemark reflejaba impaciencia y desprecio—. Johnny acudió solo al cementerio de Trinity, a medianoche, para la invocación. No debería tomarlo tan a la ligera, Angel, sobre todo cuando juega con fuerzas que escapan a su control.
—Muy bien, digamos que acepto su versión. Johnny Favorite concertó un pacto con el diablo.
—Satanás, Nuestro Señor, se levantó en persona de los abismos del infierno. Debió de ser portentoso.
—Vender el alma me parece un negocio muy arriesgado. La eternidad dura mucho tiempo.
Krusemark sonrió. En él, la sonrisa se parecía más a un rictus.
—La vanidad —dijo—. El pecado de Johnny era la vanidad. Creyó posible superar en astucia al mismo Príncipe de las Tinieblas.
—¿De qué manera?
—Entienda que no soy un erudito, sino sólo un creyente. Asistí al ritual de transmutación como testigo, pero no puedo revelarle nada acerca de la naturaleza mágica de las invocaciones ni acerca de lo que sucedió durante la semana de preparativos que las precedieron.
—Vaya al grano.
Iba a empezar a hablar, pero se lo impidió el ruido de un expreso que se dirigía hacia la parte baja de la ciudad. Observé sus ojos y él sostuvo mi mirada. No le traicionó ni un parpadeo mientras repasaba una y otra vez su historia hasta que se hubo alejado rugiendo el último vagón.
—Con la ayuda de Satán, Johnny triunfó en un santiamén. Y el suyo fue un triunfo espectacular. De la noche a la mañana escaló a los titulares, y al cabo de un par de años tenía más dinero que Fort Knox. Supongo que eso se le subió a la cabeza. Empezó a pensar que la fuente del poder estaba en él y no en el Príncipe de las Tinieblas. No tardó en jactarse de haber encontrado un medio para eludir su parte de la transacción.
—¿La eludió realmente?
—Lo intentó. Tenía una biblioteca muy completa, y en el manuscrito de un alquimista del Renacimiento encontró un oscuro rito. Concernía a la transmigración de las almas. Johnny se consideró capaz de permutar su identidad espiritual con otra persona. Y convertirse concretamente en otro individuo.
—Continúe.
—Bueno, necesitaba una víctima. Alguien de su misma edad, nacido bajo su signo. Johnny encontró a un joven soldado que acababa de volver de África del Norte. Una de nuestras primeras bajas. Los médicos acababan de darle de alta y estaba celebrando la víspera del Año Nuevo. Johnny lo atrapó en medio de la multitud en Times Square. Lo narcotizó en un bar y lo llevó a su apartamento. Allí fue donde se realizó la ceremonia.
—¿Qué clase de ceremonia?
—El rito de transmigración. Meg le ayudó. Yo asistí como testigo. Johnny ocupaba un apartamento en el Waldorf, donde siempre tenía una habitación disponible para las ceremonias. Las criadas creían que empleaba el lugar para practicar canto.
»Las ventanas estaban cubiertas por cortinas de terciopelo negro. El soldado se hallaba atado boca arriba sobre una alfombra de goma, desnudo. Johnny le estampó sobre el pecho una estrella de cinco puntas, con un hierro incandescente. En cada rincón ardía un brasero con incienso, pero el olor a carne quemada era mucho más fuerte.
»Meg desenfundó una daga virgen, que jamás había sido usada. Johnny la bendijo en hebreo y griego. Las oraciones eran nuevas para mí, y no entendí una palabra. Cuando terminó, calentó la hoja en la llama del altar e hizo profundos cortes en el torso del muchacho sobre cada tetilla. Bañó la daga en la sangre del chico y trazó con ella un círculo sobre el suelo, alrededor del cuerpo.
»Entonces entonó más cánticos y ensalmos. Yo no entendía nada. Sólo recuerdo los olores y las sombras fluctuantes. Meg espolvoreó el fuego con substancias químicas y las llamas cambiaron de color: verdes y azules, violetas y rosadas. El efecto era hipnótico.
—Parece ser el espectáculo del Copa. ¿Qué le sucedió al soldado?
—Johnny le comió el corazón. Lo extirpó tan rápidamente que aún latía cuando lo devoró. Ahí concluyó la ceremonia. Tal vez se hubiese apoderado del alma del tipo, pero a mis ojos seguía siendo Johnny.
—¿Qué beneficio obtuvo del asesinato del soldado?
—Su plan consistía en perderse de vista en cuanto se le presentara la oportunidad para después reaparecer con la identidad del soldado. Hacía tiempo que acumulaba dinero en escondrijos secretos. Esperaba que Nuestro Señor Satán nunca llegara a notar la diferencia. El problema consistió en que no tuvo tiempo para adoptar todas las precauciones indispensables. Antes de poder completar la transmigración lo enviaron al exterior, y lo que volvió no recordaba su propio nombre, y mucho menos los ensalmos en hebreo.
—Y fue entonces cuando su hija entró en escena.
—Correcto. Había transcurrido un año. Meg se obstinó en que debíamos ayudarle. Yo aporté el dinero para sobornar al médico, y dejamos a Johnny en Times Square la víspera de Año Nuevo. Meg cuidó de que fuera así. Ése era el punto de partida, el último lugar en que el soldado podía recordar haber estado antes de que Johnny lo narcotizara.
—¿Qué hicieron con el cadáver?
—Lo descuartizaron y arrojaron los trozos a mis mastines, en la perrera de la finca que tengo en el norte del estado.
—¿Qué más recuerda?
—Sinceramente, nada más. Quizá la risa que lanzó Johnny cuando terminó la ceremonia. Bromeaba acerca de la víctima. Decía que el pobre bastardo no había tenido suerte. Lo habían enviado al exterior para participar en la invasión de Orán, ¿y quién lo había herido finalmente? ¡Los jodidos franceses! Eso le hacía mucha gracia a Johnny.
—¡Yo estuve en Orán! —Cogí a Krusemark y lo machaqué contra la escalera—. ¿Cómo se llamaba el soldado?
—No lo sé.
—Usted estaba en la habitación.
—No supe nada acerca de lo que se preparaba hasta un momento antes de que ocurriera. Fui sólo un testigo.
—Su hija debió de contárselo.
—No, no me lo contó. Ella tampoco lo sabía. Eso formaba parte del hechizo. Sólo Johnny podía conocer el verdadero nombre de su víctima. Alguien en quien confiase debía guardarle el secreto. Encerró herméticamente las medallas de identificación del soldado en un antiguo cofrecillo canope egipcio que entregó a Meg.
—¿Cómo era el cofrecillo? —Estaba a punto de estrangularlo—. ¿Usted lo vio?
—Muchas veces. Meg lo guardaba sobré su escritorio. Era de alabastro, de alabastro blanco, y tenía una serpiente de tres cabezas talladas sobre la tapa.