El sonido resonó en la oscuridad. Escuché un largo rato antes de llegar a la conclusión de que procedía del andén de enfrente. Cruzar cuatro pares de vías no me pareció precisamente divertido, y analicé los riesgos que comportaba utilizar mi lápiz-linterna antes de recordar que lo había olvidado en casa.
Las luces lejanas del túnel se reflejaban sobre franjas de rieles. Aunque estaba oscuro, distinguía las hileras de columnas de hierro como árboles sombríos en un bosque de medianoche. Lo que no veía era mis propios pies, y sentía la amenaza acechante del tercer riel, electrificado, tan letal como una víbora de cascabel oculta en las tinieblas.
Oí el ruido de un tren que se acercaba y miré hacia atrás. No había nada a la vista, en mi lado. Era un tren local que se dirigía hacia la parte alta de la ciudad, y cuando pasó por la estación abandonada aproveché para deslizarme entre las columnas por encima de dos terceros rieles. Seguí la vía del expreso que iba a la parte baja de la ciudad, acomodando mis pasos a la separación de las traviesas.
El estrépito de otro tren me alertó. Miré a mi retaguardia y sentí los efectos de una descarga de adrenalina. El tren arremetía túnel abajo. Me metí entre las columnas que separaban los rieles de los expresos y me pregunté si el conductor me habría visto. El tren pasó rugiendo como un dragón enfurecido, escupiendo chispas de las ruedas que rechinaban.
Crucé un último tercer riel, y el ruido ensordecedor cubrió cualesquiera otros que yo pudiera haber producido al subir a la plataforma de enfrente. Cuando las cuatro luces rojas del último vagón se perdieron de vista, parpadeando, yo estaba apretado contra los azulejos fríos de la pared de la estación.
El bebé había cesado de llorar. O por lo menos su llanto no era tan sonoro como para hacerse oír por encima de la letanía. Ésta sonaba a jerigonza, pero mis estudios de esa tarde me habían enseñado que era un cántico en latín invertido. Llegaba tarde a la misa.
Saqué el 38 de mi bolsillo y me deslicé a lo largo de la pared. Delante, una tenue y efímera cortina de luz flotaba en el aire. Pronto pude distinguir unas siluetas grotescas que se mecían en lo que antaño había sido el hueco de entrada de la estación. Hacía mucho tiempo que habían quitado los torniquetes y las puertas. Desde el recodo vi las velas: gruesos cirios negros alineados contra la pared interior. Si se ceñían a las reglas, habían sido elaboradas con grasa humana, como los que había visto en el baño de Maggie Krusemark.
Los feligreses lucían túnicas y máscaras animales. Machos cabríos, tigres, lobos y bestias cornudas de todo tipo, entonaban la letanía de atrás hacia adelante. Guardé el revólver en mi bolsillo y extraje la Leica. Las velas rodeaban un altar bajo cubierto por un paño negro. Encima de éste, una cruz colgaba cabeza abajo de la pared de azulejos.
El sacerdote que presidía la ceremonia era rollizo y rosado. Llevaba una casulla negra salpicada de símbolos cabalísticos caóticamente bordados con hilos de oro. Estaba abierta por delante. Debajo de ella se hallaba desnudo, y su pene erecto temblaba a la luz de las velas. Dos jóvenes acólitos, igualmente desnudos bajo sus finas sobrepellices de algodón, balanceaban sendos incensarios a ambos lados del altar. El humo tenía la acre dulzura del opio quemado.
Tomé un par de fotos del sacerdote y de sus bellos secuaces. No había suficiente luz para hacer mucho más. El sacerdote recitaba las plegarias invertidas y la congregación contestaba con aullidos y gruñidos. Un expreso pasó estrepitosamente hacia la parte alta de la ciudad y aproveché su luz para contar a los asistentes. Eran diecisiete, incluidos el sacerdote y los monaguillos.
Aparentemente, todos los feligreses estaban desnudos bajo sus capas ondulantes. Me pareció distinguir el cuerpo sólido y maduro de Krusemark. Llevaba una máscara de león. Mientras se mecía y aullaba vi el reflejo de su cabello gris. Saqué otras cuatro fotos antes de que desapareciera el tren.
El sacerdote hizo un ademán, y una bella adolescente salió de entre las sombras. Su cabellera rubia le caía hasta la cintura por encima de la capa enlutada como si fuera la luz del sol en el instante de disipar la noche. Permaneció totalmente inmóvil mientras el sacerdote desabrochaba la capa. Ésta cayó silenciosamente al suelo y dejó al descubierto los hombros delgados, los pechos incipientes y una mata de vello pubiano que, a la luz de las velas, semejaba oro hilado.
Saqué más fotos mientras el sacerdote la conducía hasta el altar. Sus movimientos pesados y lánguidos hacían pensar que le habían suministrado un fuerte sedante. La pusieron sobre el paño negro y se acostó boca arriba, con las piernas colgando y los brazos en cruz. El sacerdote colocó sendas velas gruesas y negras sobre las palmas de sus manos.
—Acepta la pureza inmaculada de esta virgen —canturreó el sacerdote—. Oh, Lucifer, te lo imploramos. —Se arrodilló y besó a la chica entre las piernas, donde quedaron brillando apretadas gotas de saliva—. Que su carne casta honre tu divino nombre.
Se levantó y uno de los monaguillos le entregó un estuche de plata abierto. Extrajo una hostia sacramental y después dio vuelta al estuche, diseminando los discos traslúcidos a los pies de la congregación. Hubo nuevas salmodias en latín invertido cuando los feligreses pisotearon las hostias. Varios de ellos orinaron ruidosamente sobre el pavimento.
Un acólito le pasó al sacerdote un alto cáliz de plata. El otro se agachó y recogió del suelo fragmentos de hostias rotas, que metió dentro de la copa. La congregación resolló y gruñó como una piara en celo mientras el sacerdote balanceaba el cáliz sobre el vientre perfecto de la adolescente.
—Oh Astarot, Asmodeo, príncipes de la amistad y el amor, os suplico que aceptéis esta sangre que derramamos en vuestro honor.
Los potentes gritos de un bebé se impusieron de pronto a los ruidos bestiales. Uno de los monaguillos salió de las sombras transportando un crío que se retorcía en sus manos pataleando y chillando, el sacerdote lo asió por una pierna y lo alzó en el aire.
—Oh Baalberit, oh Belcebú —exclamó—, ofrendamos esta criatura en vuestro nombre.
Sucedió muy rápidamente. El sacerdote le entregó el bebé a un acólito y recibió un puñal a cambio. La hoja refulgente reflejó la luz de los cirios al cercenar el cuello de la criatura. El pequeño se convulsionó, ávido de vida, y sus alaridos se redujeron a un gorgoteo ahogado.
—Te sacrifico al Divino Lucifer. Que la paz de Satán sea siempre contigo. —El sacerdote sostuvo el cáliz bajo la sangre que brotaba a chorros. Terminé el carrete mientras el bebé moría.
Los gemidos guturales de la congregación se elevaron por encima del murmullo acelerado de un tren que se aproximaba. Me dejé caer pesadamente contra la pared y volví a cargar la cámara. Nadie me prestaba atención. El acólito sacudió al crío inerte para aprovechar las últimas gotas del precioso líquido. Unas salpicaduras vividas brillaban sobre las paredes cochambrosas y sobre la piel pálida de la chica tumbada encima del altar. Lamenté que cada una de las fotos que había tirado no hubiera sido una bala y que no fuese otra sangre la que oscurecía los azulejos olvidados.
Un tren pasó estrepitosamente, proyectando su luz intensa sobre la ceremonia. El sacerdote bebió del cáliz y arrojó las sobras en dirección a la concurrencia. Las máscaras ulularon de placer. El bebé muerto fue desechado. Los acólitos se masturbaban recíprocamente, con las cabezas volcadas hacia atrás y riendo.
El sacerdote rollizo y sonrosado se quitó la casulla, se arrodilló sobre la virgen salpicada de sangre, y la penetró con arremetidas breves, caninas. La chica no reaccionó. Las velas seguían tiesas sobre sus manos estiradas. Sus ojos desorbitados miraban ciegamente hacia la oscuridad.
Los feligreses enloquecieron. Se despojaron de sus capas y sus máscaras y se acoplaron frenéticamente sobre el pavimento. Hombres y mujeres en todas las combinaciones posibles, incluyendo un cuarteto. La fuerte luz del tren en marcha proyectaba sus sombras paroxísticas contra la pared de la estación subterránea. Los alaridos y los gemidos se elevaron por encima del violento traqueteo de las ruedas.
Vi cómo Ethan Krusemark sodomizaba a un hombrecillo hirsuto y panzón. Estaban frente a la entrada del baño de hombres y sus imágenes parecían las de una película pornográfica muda bajo la luz titilante. Tiré un carrete íntegro del magnate naviero en acción.
La fiesta duró casi media hora. Aún no había empezado la temporada propicia para las orgías en el metro, y finalmente el aire frío, pegajoso, desanimó incluso a los más fervientes devotos del diablo. Todos se apresuraron a ir en busca de sus ropas perdidas, rezongando cuando tenían problemas para encontrar los zapatos en la oscuridad. Yo no perdía de vista a Krusemark.
Metió su disfraz en una maleta y ayudó a algunos de los otros en la faena de limpieza. Guardaron el mantel negro del altar y la cruz invertida, y restregaron la sangre con trapos hasta hacerla desaparecer. Finalmente apagaron las velas, y la gente empezó a dispersarse, en grupos de dos o aisladamente. Algunos se encaminaron hacia la parte alta de la ciudad, otros hacia la parte baja. Varios cruzaron las vías, armados con linternas. Uno transportaba un saco pesado que rezumaba.
Krusemark fue uno de los últimos en retirarse. Permaneció varios minutos cuchicheando con el sacerdote. La chica rubia se tenía en pie como un zombie detrás de ellos. Al fin se despidieron e intercambiaron un apretón de manos como los presbiterianos al concluir el servicio religioso. Krusemark pasó a un brazo de distancia de mí cuando se encaminó hacia la parte alta de la ciudad por la plataforma desierta.