El Domingo de Ramos resultó ser un día letárgico y sensual, y la novedad de despertar junto a Epiphany se complicó con la circunstancia de encontrarme en el suelo, anidado entre cojines del sofá y sábanas enroscadas. En el hogar sólo quedaba un rescoldo carbonizado. Puse una cafetera en el fuego y levanté los periódicos dominicales de la alfombra. Epiphany despertó antes de que yo terminara de leer las tiras cómicas.
—¿Has dormido bien? —susurró, acurrucándose sobre mis rodillas—. ¿No tuviste pesadillas?
—No soñé nada. —Deslicé la mano sobre su suave flanco.
—Así me gusta.
—¿Quizá se haya roto el ensalmo?
—Quizá. —Su aliento tibio me abanicó el cuello—. Fui yo quien soñó anoche con él.
—¿Con quién? ¿Con Cyphre?
—Con Cipher, con Çifr… como quieras llamarlo. Soñé que estaba en el circo y que él era el domador. Tú eras uno de los payasos.
—¿Qué sucedió?
—Casi nada. Fue un sueño agradable. —Se irguió—. Harry, ¿qué relación existe entre él y Johnny Favorite?
—No lo sé con certeza. Me parece que estoy mezclado en una especie de batalla entre dos magos.
—¿Çifr es el hombre que quiere que encuentres a mi padre?
—Sí.
—Ten cuidado, Harry. No confíes en él.
¿Acaso puedo confiar en ti?, pensé, abrazando sus hombros esbeltos.
—Todo saldrá bien.
—Te amo. No quiero que te suceda nada malo.
Sofoqué el ansia de repetir sus palabras, de decirle una y otra vez que la amaba.
—Es sólo una pasión juvenil —dije, con el corazón palpitante.
—No soy una chiquilla. —Me miró al fondo de los ojos—. Entregué la virginidad a los doce años, como ofrenda a Baka.
—¿Baka?
—Un loa maligno, muy peligroso y perverso.
—¿Tu madre lo permitió?
—Era un honor. El hungan más poderoso de Harlem ejecutó el rito. Era veinte años mayor que tú, de modo que no me digas que soy demasiado joven.
—Me gustan tus ojos cuando te enfureces —comenté—. Arden como brasas.
—¿Cómo podría enfurecerme con alguien tan dulce como tú?
Me besó. Le devolví el beso y nos hicimos el amor sobre el sillón demasiado mullido, rodeados por las tiras cómicas dominicales.
Más tarde, después del desayuno, transporté las pilas de libros al dormitorio y me tumbé con mi bibliografía. Epiphany se arrodilló a mi lado sobre la cama, con mi bata y sus gafas de lectura.
—No pierdas tiempo mirando las ilustraciones —dijo, y me quitó un libro de las manos y lo cerró—. Toma. —Me entregó otro, no mucho más pesado que un diccionario—. El capítulo que marqué se ocupa exclusivamente de la misa negra. Describe detalladamente la liturgia, desde la inversión del latín hasta la virgen desflorada sobre el altar.
—Se parece a lo que te sucedió a ti.
—Sí. Hay analogías. El sacrificio. El baile. Se despiertan pasiones violentas, como en el Obeah. Pero una cosa es apaciguar la fuerza del mal y otra muy distinta es estimularla.
—¿Crees realmente que existe esa fuerza del mal?
Epiphany sonrió.
—A veces pienso que el niño eres tú. ¿No la sientes por la noche, cuando Çifr ronda tus sueños?
—Prefiero sentirte a ti —contesté, enlazando su frágil cintura.
—Compórtate con seriedad, Harry. Ésta no es una simple pandilla de granujas. Son hombres excepcionales, con poderes demoníacos. Si no puedes defenderte, estás perdido.
—¿Insinúas que es hora de que aborde los libros?
—Te conviene saber con qué te enfrentas. —Epiphany golpeó con el índice la página abierta—. Lee este capítulo y el siguiente, sobre invocaciones. Después he marcado algunos pasajes interesantes en el libro de Crowley. Puedes saltar el de Reginald Scott. —Apiló los volúmenes por orden de importancia, según las jerarquías del infierno, y me dejó librado a mis estudios.
Leí hasta que oscureció, siguiendo un curso particular de ciencias satánicas. Epiphany encendió el fuego en el hogar y rechazó mi invitación a cenar en Cavanaugh’s. En cambio, resucitó por arte de magia una bullabesa que había preparado mientras yo estaba en el hospital. Cenamos a la luz de las llamas, en tanto las sombras fluctuaban como duendes sobre las paredes alrededor de nosotros. No hablamos mucho: sus ojos lo decían todo. Eran los ojos más bellos que había visto en mi vida.
Incluso los trances más maravillosos tienen fin. Aproximadamente a las siete y media empecé a prepararme para mi faena. Me vestí con vaqueros, un jersey azul de cuello alto, y un par de sólidos botines con cordones y suelas de goma. Cargué mi Leica de caja negra con película Tri-X y saqué el calibre 38 del bolsillo de la gabardina. Epiphany me miraba en silencio, con el cabello alborotado, envuelta en una manta frente al fuego.
Deposité todo sobre la mesa en que habíamos comido: la cámara, dos carretes adicionales de película, el revólver, las esposas que había extraído del maletín y mis indispensables llaves maestras. Agregué al llavero la herramienta de Howard Nussbaum. En el dormitorio encontré una caja de balas bajo las camisas y anudé cinco balas de repuesto en la punta de un pañuelo. Me colgué la Leica del cuello y me enfundé en una cazadora de piel, de aviador, que conservaba desde la guerra. Le había quitado todas las insignias. Nada brillante que pudiera reflejar la luz. Estaba forrada con lana de cordero y era la prenda ideal para montar guardia en una fría noche de invierno. Metí el Smith & Wesson en el bolsillo derecho, junto con las balas de repuesto. Las esposas, los carretes y las llaves fueron a parar al bolsillo izquierdo.
—Has olvidado tu invitación —dijo Epiphany mientras yo introducía las manos bajo la manta y la atraía hacia mí por última vez.
—No la necesito. Me colaré en la fiesta.
—¿Y la billetera? ¿Crees que te hará falta?
Tenía razón. La había dejado en la americana desde la noche anterior. Empezamos a reír y a besarnos al mismo tiempo, pero ella se apartó con un estremecimiento y se arrebujó en la manta.
—Vete —murmuró—. Cuanto antes te vayas, antes volverás.
—Trata de no preocuparte —respondí.
Sonrió para demostrarme que todo estaba en orden, pero tenía los ojos dilatados y húmedos.
—Cuídate.
—Ése es mi lema.
—Te estaré esperando.
—No quites la cadena de la puerta. —Cogí la billetera y una gorra de punto de vigía marinero—. Es hora de que me vaya.
Epiphany corrió por el pasillo, despojándose de la manta como una ninfa naciente. Me besó larga y profundamente junto a la puerta.
—Toma —dijo, mientras me apretaba contra la mano un objeto pequeño—. Consérvalo siempre contigo. —Era un disco de piel con un árbol toscamente dibujado y flanqueado por rayos zigzagueantes, delineados con tinta sobre la superficie de ante.
—¿Qué es esto?
—Una mano, un truco, un mojo. La gente lo llama de distintas maneras. Un amuleto. El talismán simboliza al Gran Bois, un loa muy poderoso. Triunfa sobre toda la mala suerte.
—Una vez dijiste que necesitaba toda la ayuda que pudiera obtener.
—Sigues necesitándola.
Guardé el amuleto en el bolsillo y nos besamos nuevamente. Fue un beso casi casto. No agregamos nada más. Cuando eché a andar hacia el ascensor oí que insertaba la cadena en su lugar. ¿Por qué no le había dicho que la amaba cuando aún me era posible?
Utilicé dos líneas de metro para llegar hasta Union Square, y bajé apresuradamente por la escalera de hierro hasta la plataforma de la tercera. Perdí por un pelo un tren local que se dirigía hacia la parte alta de la ciudad. Hasta que llegó el siguiente tuve tiempo de comer un centavo de cacahuetes. El vagón estaba casi vacío, pero no me senté. Me apoyé contra la doble puerta cerrada, mirando cómo desfilaban los azulejos blancos mugrientos cuando salíamos de la estación.
Las luces parpadearon cuando el tren tomó una curva después de entrar en el túnel. Las ruedas de metal chillaban contra los rieles como águilas heridas. Me aferré a una barra para conservar el equilibrio y escudriñé las tinieblas. El tren aumentó la velocidad y un momento después estuvimos allí.
Había que mirar con atención para verla. Sólo las luces de nuestro tren en marcha reflejadas sobre los azulejos cubiertos de hollín revelaron la presencia espectral de la estación abandonada de la calle 18. Era probable que la mayoría de los pasajeros, que repetían el mismo viaje dos veces en cada jornada de trabajo, no la hubiesen visto nunca. Según el mapa oficial de líneas de metro, no existía.
Discerní los números de mosaico que decoraban cada columna embaldosada, y una pila sombría de cubos de desperdicios recostados contra la pared. Después volvimos a entrar en el túnel y desapareció, como un sueño olvidado.
Me apeé en la parada siguiente, en la calle 23. Subí por la escalera, crucé la avenida, volví a bajar y pagué quince centavos por otro billete. En el andén había varias personas a la espera del tren que iba en dirección contraria, de modo que me quedé contemplando a la nueva Miss Rheingold que tenía un bigote trazado con bolígrafo y la leyenda defienda la salud mental escrita con lápiz sobre la frente.
Se detuvo un tren con el cartel «Brooklyn Bridge» y subieron todos menos yo y una anciana que se paseaba por el extremo del andén. Me encaminé hacia ella, mirando los anuncios, fingiendo interesarme en el hombre sonriente que había conseguido su empleo gracias al New York Times y el encantador chinito que masticaba una rebanada de pan de centeno.
La anciana no me prestó atención. Vestía un zarrapastroso abrigo negro al que faltaban varios botones y llevaba una bolsa de la compra colgada del brazo. Por el rabillo del ojo la vi subir sobre un banco de madera, estirar la mano para quitar el casco de tela metálica que protegía la bombilla y desatornillarla con un movimiento rápido.
Cuando llegué a su lado ya había bajado del banco y había guardado la bombilla en la bolsa de la compra.
—Ahórrese el trabajo —le advertí—. Esas bombillas no le servirán para nada. Todas tienen la rosca dirigida hacia la izquierda.
—No sé de qué me habla.
—El Departamento de Tráfico utiliza bombillas especiales con rosca hacia la izquierda. Para desalentar a los ladrones. No encajan en los portalámparas corrientes.
—No sé de qué me habla —repitió. Se alejó rápidamente de mí por el andén, sin mirar una sola vez hacia atrás. Esperé que desapareciera en el lavabo de damas, donde ya no entrañaba ningún peligro.
Un tren expreso que iba hacia la parte alta de la ciudad pasó rugiendo cuando empecé a bajar por la angosta escalerilla metálica del final del andén. Una pasarela que corría paralelamente a las vías se perdía en la oscuridad. Unas bombillas de escasa potencia, separadas por largos trechos, marcaban el camino por la penumbra desde la pared del túnel. Entre un tren y otro reinaba un gran silencio, y sorprendí a varias ratas que correteaban entre el balasto de los rieles, a mi lado.
El pasadizo subterráneo parecía una caverna sin fin. El agua goteaba del techo, y las paredes mugrientas estaban cubiertas por una viscosa capa de limo. Una vez un tren local que marchaba rumbo a la parte baja de la ciudad pasó velozmente junto a mí, me apreté contra la pared viscosa y miré hacia los vagones iluminados que refulgían a pocos centímetros de mi cara. Un crío arrodillado sobre un asiento me vio, y sus facciones apáticas se distendieron en una expresión de asombro. El vagón pasó de largo cuando apenas empezaba a señalarme.
Tenía la impresión de haber caminado más de seiscientos metros. De trecho en trecho había huecos con conductos y escaleras metálicas que conducían hacia arriba. Apreté el paso, con las manos en los bolsillos. Las cachas estriadas del revólver me parecieron ásperas pero reconfortantes.
No vi la estación abandonada hasta que estuve a tres metros de la escalerilla. Los azulejos cubiertos de hollín brillaban como los de un templo abandonado a la luz de la luna. Me quedé muy quieto y contuve la respiración, mientras mi corazón martilleaba contra la Leica colgada bajo la cazadora. A lo lejos oí el llanto de un bebé.