Dejé todo tal como lo había hallado y guardé mi cámara. Antes de irme lavé la copa en el tocador para ejecutivos y la coloqué cuidadosamente alineada en la repisa de vidrio, sobre el bar. Tenía pensado dejarla sobre el escritorio de Krusemark para darle algo en qué preocuparse cuando llegara el lunes por la mañana, pero había dejado de parecerme una buena idea.
Cuando llegué a la calle llovía. La temperatura había bajado quince grados. Me levanté el cuello de la americana y atravesé corriendo la Avenida Lexington hasta Grand Central. Telefoneé a Epiphany desde la primera cabina que encontré vacía. Le pregunté cuánto tardaría en prepararse. Me contestó que estaba preparada desde hacía horas.
—Eso suena tentador, cariño —dije—, pero me refiero a una cuestión de trabajo. Toma un taxi. Reúnete conmigo en mi despacho dentro de media hora. Cenaremos y después iremos a la parte alta de la ciudad para escuchar una disertación.
—¿Una disertación?
—Tal vez sea un sermón.
—¿Un sermón?
—Tráeme mi gabardina, que está en el armario de la entrada, y no tardes.
Antes de bajar al metro, encontré un quiosco de periódicos con un taller de cerrajería incorporado e hice confeccionar una copia de la llave maestra auxiliar de Howard Nussbaum. Metí la llave original en el sobre donde ya estaba escrita la dirección, lo cerré, y lo eché en un buzón contiguo a la consigna automática.
Cogí el metro en dirección a Times Square. Cuando volví a salir a la calle seguía lloviendo, y los reflejos de los letreros de neón y de los semáforos se retorcían sobre el pavimento húmedo como serpientes de fuego. Yo corría de un portal a otro para no mojarme. Los delincuentes y los traficantes de droga y las prostitutas adolescentes se apiñaban en los bares y barracas de atracciones, abatidos como gatos empapados por la lluvia. Compré un puñado de cigarros en el estanco de la esquina y escudriñé entre la llovizna los titulares que se desplazaban por la fachada del Times… tibetanos combaten a los chinos en lhasa…
Cuando llegué a mi despacho, a las seis y diez, Epiphany me esperaba en el sillón «Naugahyde». Se había puesto su traje sastre de color ciruela y era un regalo para la vista. Y aún más para el tacto y el gusto.
—Te he echado de menos —susurró. Sus dedos se deslizaron suavemente sobre el vendaje que me cubría la oreja izquierda y se detuvieron sobre el punto en que me habían afeitado el cráneo—. Oh, Harry, ¿te encuentras bien?
—Muy bien. Pero quizá ya no tan atractivo.
—Con esas puntadas en la cabeza te pareces a Frankenstein.
—Evito los espejos.
—Y tu pobre, pobre boca.
—¿Cómo está la nariz?
—Aproximadamente igual, sólo que un poco más.
Cenamos en Lindy’s. Le dije a Epiphany que si alguien nos miraba, los otros comensales pensarían que éramos celebridades. Nadie nos miró.
—¿Fue a verte el teniente? —Remojó un langostino en un bol de salsa rodeado de hielo molido.
—Me alegró la hora del desayuno. Fue una buena idea decir que eras del servicio de atención de llamadas.
—Soy una chica despierta.
—Y una excelente actriz —añadí—. Engañaste dos veces a Sterne en un mismo día.
—No soy una mujer sino muchas. Así como tú eres más de un hombre.
—¿Eso lo dice el vudú?
—No, lo dice el sentido común.
A las ocho de la noche atravesamos el parque en dirección a la parte alta de la ciudad, en mi Chevy. Cuando pasamos frente al Meer, le pregunté a Epiphany por qué aquella noche ella y su grupo habían practicado el sacrificio a la luz de las estrellas y no en casa, en el humfo. Contestó algo acerca del loa del árbol.
—¿Loa?
—Espíritus. Manifestaciones de dios. Muchos, muchos loa. Rada loa, petro loa: el bien y el mal. Damballa es un loa. Badé es el loa del viento; Sogbo, el loa del rayo; Barón Samedi, el guardián del cementerio, señor del sexo y la pasión; Papá Legba vigila los hogares y los lugares de reunión, los portales y las vallas. Maître Carrefour es el guardián de todas las encrucijadas.
—Él debe de ser mi loa patrón —comenté—. Crossroads, el nombre de mi agencia, significa encrucijada.
—Es el protector de los hechiceros.
El Nuevo Templo de la Esperanza de la calle 144 había sido en otro tiempo una sala cinematográfica. El viejo rótulo se proyectaba sobre la acera, con el nombre el çifr escrito por los tres costados en letras de treinta centímetros de altura. Aparqué más adelante y Epiphany me cogió el brazo cuando retrocedimos, en busca del luminoso rótulo.
—¿Por qué te interesa Çifr? —preguntó.
—Es el mago de mis sueños.
—¿Çifr?
—El buen doctor Cipher en persona.
—¿A qué te refieres?
—El papel de gurú es uno de los muchos que le he visto representar. Parece un camaleón.
La mano de Epiphany me apretó el brazo con más fuerza.
—Ten cuidado, Harry, por favor.
—Procuro tenerlo.
—No bromees. Si este hombre es lo que tú dices, debe de tener mucho poder. No se puede jugar con él.
—Entremos.
Junto a la taquilla vacía se levantaba un retrato recortado sobre cartón que mostraba a Louis Cyphre en tamaño natural, vestido de sheik y saludando a los fieles con el brazo estirado. El vestíbulo parecía una pagoda de yeso dorado, la cúpula de placeres de un palacio del cine. En lugar de palomitas de maíz y caramelos, el mostrador de golosinas exhibía una serie completa de publicaciones religiosas.
Nos sentamos junto al pasillo lateral. Un órgano murmuraba detrás de las cortinas corridas, de color rojo y dorado. La platea y la galería estaban atestadas de público. Nadie pareció notar que yo era el único blanco presente.
—¿Qué congregación es ésta? —susurré.
—La baptista, con aderezos. —Epiphany cruzó las manos enguantadas sobre el regazo—. Ésta es la iglesia del reverendo Amor. No me digas que nunca has oído hablar de ella.
Le confesé mi ignorancia.
—Bueno, su automóvil es cinco veces más grande que tu despacho —afirmó.
Las luces de la sala se amortiguaron, los acordes del órgano aumentaron de volumen, y las cortinas se descorrieron para mostrar un coro de cien voces agrupado en forma de cruz. La concurrencia se puso en pie y entonó «Jesús fue un pescador». Me sumé a los palmoteos y le sonreí a Epiphany, que contemplaba la ceremonia con el severo despego de una auténtica creyente en medio de los bárbaros.
Cuando la música llegó a su apogeo, un hombrecillo de tez oscura, vestido de raso blanco, salió al escenario. Los diamantes refulgían sobre sus dos manos. Mientras el hombrecillo esperaba inmóvil, el coro rompió filas marchando con disciplina militar y volvió a congregarse a su alrededor formando hileras de túnicas blancas, imitando los rayos de luz que se reflejaban de la luna incipiente.
Mis ojos se encontraron con los de Epiphany y articulé silenciosamente:
—¿El reverendo Amor?
Ella hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Por favor, sentaos, hermanos y hermanas.
El reverendo Amor hablaba desde el centro del escenario. Su voz era ridículamente atiplada y estridente.
—Hermanos y hermanas, os doy una cálida bienvenida al Nuevo Templo de la Esperanza. Me regocija oír vuestras voces dichosas. Esta noche, como sabéis, no celebramos una de nuestras reuniones habituales. Nos honra tener entre nosotros a un verdadero santo, el ilustre El Çifr. Aunque no pertenece a nuestra confesión, es un hombre que respeto, un hombre inmensamente sabio que tiene mucho que enseñarnos. Todos nosotros sacaremos provecho si escuchamos atentamente las palabras de nuestro estimado visitante, El Çifr.
El reverendo Amor se volvió y tendió los brazos abiertos hacia los bastidores. El coro entonó «Nace un nuevo día». La congregación batió palmas cuando Louis Cyphre entró en el escenario con ímpetus de sultán.
Hurgué dentro de mi maletín buscando los prismáticos de diez aumentos. Envuelto en sus túnicas bordadas y coronado con un turbante, El Çifr muy bien podría haber sido otro hombre, pero cuando enfoqué sus facciones vi nítidamente a mi cliente con los rasgos teñidos de negro.
—Es el Moro, reconozco su trompeta —le susurré a Epiphany.
—¿Cómo?
—Shakespeare.
—¿…?
El Çifr saludó al auditorio con un salaam caprichoso.
—Hago votos para que la prosperidad os sonría a todos —dijo, e hizo una profunda reverencia—. ¿Acaso no está escrito que las puertas del Paraíso se abren para todos aquéllos que se atreven a entrar?
Un murmullo de aprobación circuló entre la concurrencia. Amén, amén.
—El mundo es de los fuertes, no de los mansos. ¿Acaso no es así? El león devora el rebaño; el halcón se ceba con la sangre del gorrión. Quien niegue esto negará el orden del universo.
—Es cierto, es cierto —clamó una voz ferviente desde la galería.
—Parece la otra cara del Sermón de la Montaña —comentó Epiphany por la comisura de los labios.
El Çifr se paseaba por el escenario. Mantenía las palmas juntas en ademán de súplica, pero sus ojos despedían llamaradas de furia.
—La mano que hace marchar el carro es la que empuña el látigo. La carne del jinete no siente el aguijonazo de las espuelas. Para ser fuertes en la vida debemos hacer un despliegue de voluntad. Optemos por ser lobos, no gacelas.
La congregación respondía a todas las sugerencias, palmoteando y lanzando gritos de asentimiento. Coreaban sus palabras como si fueran texto de las Escrituras.
—Seamos lobos… seamos lobos… —vociferaban.
—Mirad lo que sucede en torno de vosotros, en estas calles atestadas. ¿No son los fuertes quienes mandan?
—Sí. Sí.
—¡Y los mansos sufren en silencio!
—Amén. Claro que sufren.
—Allí fuera está la selva y los únicos que sobrevivirán serán los fuertes.
—Sólo los fuertes…
—Sed como el león y el lobo, no como el cordero. Dejad que sean otros los degollados. No os dejéis arrastrar por el instinto cobarde del rebaño. Que la osadía estimule vuestros corazones. ¡Si sólo puede haber un triunfador, procura serlo tú!
—Un triunfador… osadía… como el león…
Los tenía a su merced. Giraba sobre el escenario como un derviche, con un revuelo de túnicas, mientras su voz melódica exhortaba a los fieles:
—Sed fuertes. Sed audaces. Aprehended el anhelo vehemente de atacar, así como la prudencia de replegaros. Cuando se presente la oportunidad, atrapadla, como el león atrapa al cervatillo. Arrebatadle el triunfo a la derrota, arrancadlo, devoradlo. Sois las fieras más peligrosas del planeta. ¿Qué podría asustaros?
Danzaba y cantaba, arrastrado por un delirio de autoridad y fuerza. La congregación aullaba una letanía frenética. Incluso los miembros del coro gritaban respuestas coléricas y blandían los puños.
Yo fantaseaba, sin prestar atención a la retórica, cuando de pronto mi cliente dijo algo imprevisto que me sobresaltó.
—Si tu ojo te escandaliza, sácalo y échalo de ti —exclamó El Çifr, mirándome directamente. Al menos, así me lo pareció—. He aquí una hermosa cita, pero yo también os digo, si el ojo de vuestro prójimo os ofende, extirpádselo. ¡Arrancádselo con las uñas! ¡Destrozádselo de un tiro! ¡Ojo por ojo!
Sus palabras me atravesaron como un espasmo de dolor. Me adelanté en mi asiento, lo más alerta posible.
—¿Por qué poner la otra mejilla? —continuó—. ¿Por qué recibir aunque sólo sea un golpe? Si los corazones se alzan contra vosotros, arrancadlos. No seáis las víctimas. Tomad la iniciativa contra vuestros enemigos. Si sus ojos os ofenden, reventádselos. Si sus corazones os ofenden, extirpádselos. Si cualesquiera de sus miembros os ofende, amputádselo y hacédselo tragar.
El Çifr aullaba por encima de los alaridos del público. Me sentí aturdido, hipnotizado. ¿Era obra de mi imaginación, o Louis Cyphre acababa de describir tres asesinatos?
Por fin, El Çifr levantó ambas manos por encima de la cabeza en un saludo victorioso.
—¡Prometedme que seréis fuertes!
El auditorio estaba frenético.
El Çifr desapareció entre bastidores al tiempo que el coro se reagrupaba en el escenario y prorrumpía en un vigoroso arreglo de «El fuerte brazo del Señor».
Cogí la mano de Epiphany y me lancé hacia el pasillo. Los demás se nos habían adelantado y yo la arrastré detrás de mí, abriéndome paso a codazos con un «permiso, por favor» apenas murmurado. Atravesamos rápidamente el vestíbulo y salimos a la calle.
El Rolls de color gris metalizado esperaba junto al bordillo de la acera. Reconocí al chófer uniformado que aguardaba apoyado contra el guardabarros delantero. Se cuadró al ver que se abría la puerta con el letrero salida de emergencia y que una alfombra rectangular de luz se desplegaba sobre el pavimento. Dos negros vestidos con trajes de tres botones y provistos de gafas de sol salieron por esa puerta e inspeccionaron el terreno. Parecían tan sólidos como la Gran Muralla China.
El Çifr se reunió con ellos en la acera, y se encaminaron hacia el coche, flanqueados por otros dos gorilas.
—Un momento —exclamé, y me adelanté.
El guardaespaldas que marchaba a la vanguardia me interceptó inmediatamente.
—No haga nada de lo que pueda arrepentirse —espetó, bloqueándome el paso.
No discutí. En mi agenda no figuraba un regreso al hospital. Cuando el chófer abrió la portezuela trasera, mis ojos se encontraron con los del hombre del turbante. Louis Cyphre me miró inexpresivamente. Levantó los bajos de sus túnicas y montó en el Rolls. El chófer cerró la portezuela.
Los vi partir, desde detrás de la mole del guardaespaldas. Éste se quedó donde estaba, impasible como una estatua de la isla de Pascua, esperando que yo me desmandara.
Epiphany se acercó y enlazó su brazo con el mío.
—Vamos a casa, a encender el fuego —dijo.