Capítulo 40

El mundo volvió a quedar enfocado en la sala de urgencias del Bellevue. Un joven y esforzado practicante limpió y cosió mi cuero cabelludo lacerado y prometió hacer todo lo que estuviera a su alcance con lo que quedaba de mi oreja. El Demerol pareció ponerlo todo en orden. Le sonreí a la enfermera con mis dientes rotos.

Precisamente cuando me llevaron a la sala de rayos X apareció un detective de la comisaría. Echó a andar al lado de la silla de ruedas y me preguntó si conocía a los hombres que habían intentado asaltarme. No hice nada por desalentar la hipótesis del asalto, y se fue una vez que le hube dado una descripción del entrenador y el chico.

Apenas terminaron de fotografiar el interior de mi cráneo, el médico dijo que a su juicio lo mejor sería que me tomara un descanso. Me mostré de acuerdo y me metieron en una cama en el pabellón de accidentados y me aplicaron otra inyección por debajo del camisón. Perdí la conciencia de todo hasta que la enfermera me despertó para cenar.

Cuando había consumido la mitad del puré de zanahorias, me enteré de que me tendrían en observación hasta el día siguiente. Las radiografías no mostraban ninguna fractura, pero no estaba descartada la posibilidad de contusión. No me sentía en condiciones de protestar, y cuando terminé mi alimentación de bebé la enfermera me acompañó hasta un teléfono público situado en el pasillo. Llamé a Epiphany para advertirle que no volvería a casa.

Al principio pareció preocupada pero bromeé con ella y le dije que una noche de descanso me dejaría como nuevo. Fingió creerme.

—¿Sabes qué hice con los veinte dólares que me diste? —preguntó.

—No.

—Compré leña.

Le conteste que tenía una buena provisión de cerillas. Rió y nos despedimos. Me estaba enamorando de ella. Peor para mí. La enfermera me llevó de nuevo a donde me esperaba la aguja de las inyecciones.

Esa noche casi no soñé, pero el espectro de Louis Cyphre descorrió la pesada cortina de soporíferos y se burló de mí. Casi todo el recuerdo de ese sueño se evaporó cuando desperté, pero perduró una imagen: un templo azteca, con los empinados escalones manchados de sangre, se alzaba sobre una plaza atestada de gente. Desde la cúspide, vestido con su levita del circo de pulgas, Cyphre miraba a los nobles emplumados que se agolpaban a sus pies, reía y arrojaba al aire el corazón chorreante de su víctima. La víctima era yo.

A la mañana siguiente estaba terminando mi crema de cereales, cuando el teniente Sterne apareció por sorpresa en la habitación. Llevaba el mismo traje marrón de pelo de cabra, pero la camisa de franela azul y la falta de corbata me revelaron que estaba fuera de servicio. Su cara seguía siendo la de un polizonte.

—Parece que alguien le dio una buena tunda —comentó.

Le mostré mi sonrisa.

—¿Lamenta no haber sido usted?

—Si hubiera sido yo no saldría de aquí hasta dentro de una semana.

—Ha olvidado las flores —respondí.

—Las reservo para su tumba, cabrón. —Sterne se sentó en la silla blanca contigua a la cama y me miró como un buitre miraría a una zarigüeya estampada contra la carretera—. Ayer por la noche telefoneé a su casa, y su servicio de atención de llamadas me informó que estaba en el hospital. Hasta ahora no me han autorizado a hablar con usted.

—¿Qué desea, teniente?

—Pensé que tal vez le interesaría saber lo que encontramos en el apartamento de la Krusemark, dado que usted nunca la conoció personalmente.

—Contendré la respiración hasta que me lo diga.

—Eso es lo que hacen en la cámara de gas —murmuró Sterne—. Contener la respiración. Pero no sirve para nada.

—¿Qué es lo que hacen en Sing Sing?

—Lo que hago yo es taparme la nariz. Porque apenas reciben la segunda descarga se cagan en los pantalones, y eso huele como un asado de salchichas de Viena en una letrina.

Con una nariz como la suya, pensé, necesitará ambas manos.

—Cuénteme qué encontraron en el apartamento de la Krusemark —dije.

—Se trata de lo que no encontramos. Lo que no encontramos fue la hoja que correspondía al 16 de marzo, en la agenda de la mesa. Era la única que faltaba. Uno se acostumbra a observar esos detalles. Envié la hoja siguiente al laboratorio, y allí buscaron las marcas impresas a través del papel. ¿Adivina qué hallaron?

Contesté que no tenía la más remota idea.

—La inicial H, seguida por las letras A-n-g.

—Forman la palabra hang. Colgar, en inglés.

—A usted le colgaremos de los cojones, Angel. Usted sabe muy bien qué palabra forman.

—La coincidencia es una cosa y la prueba es otra muy distinta, teniente.

—¿Dónde estaba el miércoles por la tarde, alrededor de las tres y media?

—En la Gran Central Terminal.

—¿Esperando un tren?

—Comiendo ostras.

Sterne meneó su cabezota.

—No me convence.

—El camarero me recordará. Pasé un largo rato allí. Y comí mucho. Bromeamos al respecto. Él dijo que las ostras parecían gargajos. Yo contesté que eran afrodisíacas. Podrá comprobarlo.

—Claro que lo comprobaré. —Sterne se puso en pie—. Lo comprobaré por los cuatro costados. ¿Y sabe una cosa? Cuando lo sujeten a la silla eléctrica yo estaré allí, apretándome la nariz.

Sterne estiró la mano. Levantó de mi bandeja un vaso de papel intacto, lleno de zumo de pomelo envasado, lo vació de un trago y salió por la puerta.

Era casi mediodía cuando terminaron los trámites burocráticos y pude imitarlo.