La tensión dinámica del apretón de manos de Krusemark me acompañó hasta la calle.
—¿Taxi, señor? —preguntó el portero, tocándose la recargada gorra.
—No, gracias. Caminaré un poco.
Necesitaba reflexionar, y no discutir sobre filosofía, el alcalde o el béisbol con algún taxista.
Cuando salí del edificio dos hombres montaban guardia en la esquina. El bajo y robusto, que llevaba una cazadora azul de rayón y mocasines negros, parecía un entrenador de fútbol de la escuela secundaria. Su compañero era un chico que frisaba la veintena, con un curioso corte de pelo y los ojos húmedos e implorantes de un Jesús de tarjeta postal. Su traje verde de dos botones llevaba solapas puntiagudas y hombreras, y le iba demasiado holgado.
—Eh, amigo, ¿dispone de un minuto? —preguntó el entrenador, acercándose a mí con las manos metidas en los bolsillos de la cazadora—. Tengo que enseñarle algo.
—En otro momento —respondí.
—Ahora mismo. —El cañón de una automática me apuntó desde la abertura en V de la cazadora del entrenador, que tenía la cremallera medio bajada. Sólo se veía la mira delantera. Era del calibre 22, lo cual significaba que el tipo tenía buena puntería, o creía tenerla.
—Se equivoca —dije.
—No, no me equivoco. Usted es Harry Angel, ¿verdad? —La automática volvió a desaparecer una vez más dentro de la cazadora.
—¿Por qué lo pregunta si ya lo sabe?
—Al otro lado de la calle hay un parque. Usted y yo iremos hasta allí para poder conversar en privado.
—¿Y él? —Señalé con un movimiento de cabeza al chico del traje verde, que nos miraba nerviosamente con sus ojos apagados.
—También vendrá.
El chico nos siguió, y cruzamos Sutton Place y subimos la escalinata de un parque angosto que bordeaba el East River.
—Fue una buena idea la de cortar los bolsillos de la cazadora —comenté—. Da excelentes resultados, ¿verdad?
Una explanada corría a la par del río, y el agua estaba a tres metros por debajo de la baranda de hierro. En el otro extremo del pequeño parque un hombre de pelo blanco, vestido con un chaleco de punto, paseaba a un terrier de Yorkshire sujeto con una trailla. Se acercaba a nosotros pero acomodaba el paso a la marcha saltarina del perro.
—Espere a que se largue el viejo —ordenó el entrenador—. Disfrute del paisaje.
El chico con los ojos de santo apoyó los codos sobre el parapeto y contempló una barcaza que navegaba contra la corriente por el canal de salida de Welfare Island. El entrenador estaba detrás de mí, balanceándose sobre los talones como un campeón de boxeo. Más adelante, el terrier de Yorkshire alzó la pata junto a un cubo de basura. Seguimos esperando.
Miré el enrejado ornamental del puente de Queensborough y el límpido cielo azul atrapado en los vericuetos de sus travesaños. Disfruta del paisaje. Un día hermoso. No podrías elegir otro mejor para morir, de modo que disfruta del paisaje y no armes jaleo. Limítate a mirar el cielo en silencio hasta que desaparezca el único testigo, y trata de no pensar en las ondulaciones iridiscentes del río que corre a tus pies hasta que te arrojen por encima de la baranda con una bala en el ojo.
Apreté con fuerza el maletín. Tanto habría dado que mi Smith & Wesson de cañón corto estuviera en un cajón de mi casa. El hombre del perro se hallaba a menos de siete metros. Cambié de posición y miré al entrenador, esperando que se descuidara. La rápida fluctuación de sus ojos para comprobar dónde estaban el hombre y su perro fue todo lo que necesité.
Estrellé el maletín con todas mis fuerzas contra su entrepierna. Lanzó un alarido que le salió del alma y se dobló en dos. Una bala perdida le perforó la cazadora y rebotó contra el pavimento, sin producir más ruido que un estornudo.
El terrier de Yorkshire tiró de la correa, ladrando estridentemente. Sujeté el maletín con ambas manos y lo descargué sobre la cabeza del entrenador. Éste soltó un gruñido y se desplomó. Le pegué un puntapié en el codo y una Colt Woodsman con cachas de nácar voló dando tumbos por el pavimento.
—¡Llame a la policía! —le grité al caballero boquiabierto del chaleco de punto, mientras el chico con ojos de Cristo me acometía blandiendo con su mano huesuda una porra corta y forrada de piel—. ¡Estos tipos quieren matarme!
Utilicé el maletín a manera de escudo y paré con su cara superficie de becerro su primer golpe. Lo pateó, y se alejó de mí saltando sobre un pie. La automática Colt descansaba provocativamente cerca. No podía arriesgarme a recogerla. Él también la vio y trató de adelantárseme, pero no fue lo bastante veloz. Con un puntapié eché el arma al río por debajo de la baranda.
Esa maniobra me dejó totalmente desguarnecido. El muchacho me alcanzó en un lado del cuello con su porra cargada de municiones. Esta vez me tocó a mí el turno de gritar. El dolor me hizo lagrimear mientras inhalaba espasmódicamente. Protegí mi cabeza lo mejor que pude, pero el chico llevaba la batuta. Me golpeó de refilón en el hombro y luego sentí estallar mi oreja izquierda. Mientras caía, vi que el viejo del chaleco de punto alzaba en brazos el terrier, que ladraba como un condenado, y bajaba la escalinata del parque gritando a voz en cuello.
Presencié su partida a cuatro patas y sumergido en una rosada bruma de dolor. Mi cabeza rugía como un tren expreso incendiado. El chico me aporreó de nuevo y el tren se metió en un túnel.
Unos puntos de luz refulgían en la oscuridad. Bajo mi mejilla, el hormigón áspero estaba resbaladizo y pegajoso. Tal vez hubiese dormido veinte años como Rip van Winkle, pero cuando abrí el ojo que aún funcionaba vi que el chico estaba inclinado sobre el entrenador caído y lo ayudaba a ponerse en pie.
Había sido un mal día para el entrenador. Se sujetó el bajo vientre con ambas manos. Su compañero le tiró de la manga, azuzándolo, pero se tomó el tiempo necesario para cojear hasta mí y pegarme un puntapié en plena cara.
—Esto es para ti, cabrón —le oí decir antes de que me pateara por segunda vez. Después no seguí escuchándolo.
Estaba bajo el agua. Ahogándome. Pero no era agua sino sangre. Me ahogaba con ella, sin poder respirar. Boqueé y tragué dulces chorros de sangre.
La cruenta marea me depositó en la playa lejana. Oí el rugido de las olas y me arrastré para evitar que éstas volvieran a cubrirme. Mis manos tocaron algo frío y metálico. Era la tapa curva de un banco de la plaza.
Unas voces se aproximaron en medio de la niebla.
—Ahí está, agente. Ése es el hombre. ¡Dios mío! ¡Mire lo que le han hecho!
—Cálmese, señor —contestó otra voz—. Ya está todo solucionado. —Unos brazos poderosos me levantaron del charco sanguinolento—. Échese hacia atrás, señor. Esto se arreglará. ¿Oye lo que le digo?
Cuando traté de contestar emití un ruido semejante a una gárgara. Me aferré al banco, una balsa salvavidas en medio de un mar borrascoso. Se abrió la arremolinada bruma roja y vi un rostro serio, cuadrado, circundado de azul. Dos hileras de botones dorados brillaban como soles nacientes. Enfoqué los ojos sobre la placa hasta casi distinguir los números. Cuando traté de dar las gracias volví a emitir el gorgoteo.
—Relájese, señor —dijo el policía de cara cuadrada—. En seguida vendrán a socorrerlo.
Cerré los ojos y oí que la otra voz comentaba:
—Ha sido espantoso. Querían matarlo a tiros.
—Quédese con él —respondió el agente—. Voy a buscar un teléfono para pedir una ambulancia.
El sol me entibiaba la cara maltratada. Cada una de las lesiones latía y palpitaba como si dentro de ella funcionara un corazón minúsculo. Levanté la mano y palpé mis facciones. No encontré nada conocido. Era la cara de otra persona.
El ruido de voces me reveló que había vuelto a perder el conocimiento. El agente le dio las gracias al hombre del perro, llamándolo señor Groton. Le dijo que acudiera a la comisaría cuando le resultase cómodo para prestar declaración. El señor Groton contestó que iría esa tarde. Gorgoteé mi agradecimiento y el agente me pidió que me tranquilizara.
—Ya vienen a socorrerlo, señor.
El personal de la ambulancia pareció llegar en ese mismo momento, pero yo sabía que había transcurrido otro lapso de tiempo.
—Despacio —dijo uno de los camilleros—. Cógelo por las piernas, Eddie.
Murmuré que podía caminar, pero cuando traté de levantarme se me doblaron las rodillas. Me depositaron sobre una camilla, me alzaron y me transportaron. Parecía inútil prestar atención a lo que ocurría. El interior de la ambulancia olía a vómito. Por encima del ulular creciente de la sirena oí reír al conductor y a su acompañante.