En el número dos de Sutton Palace vivía Marilyn Monroe. Un camino particular describía una curva desde la calle 57, y el taxi me dejó bajo una bóveda de piedra caliza roja. Enfrente se levantaba una hilera de casas de ladrillo, de cuatro pisos, cuyos inquilinos habían sido desahuciados. Todas sus ventanas ostentaban cruces de pintura blanca toscamente trazadas, semejantes a las que un niño podría haber estampado sobre una tumba.
Un portero con más entorchados que un almirante corrió a recibirme. Le di mi nombre y pregunté por la residencia de Krusemark.
—Sí, señor —dijo—. El ascensor de la izquierda.
Me apeé en el decimoquinto piso y me encontré en un recibidor espartano, con paneles de nogal. Los espejos con marco dorado que se levantaban a ambos lados, multiplicaban hasta lo inimaginable el número de recibidores. Sólo había una puerta más. Pulsé el timbre dos veces y esperé.
Un hombre de cabello oscuro, con un lunar en el labio superior, me abrió la puerta.
—Entre, por favor, señor Angel. El señor Krusemark le espera. —Vestía un traje gris con finas rayas marrones y parecía un cajero de banco más que un mayordomo—. Por aquí, por favor.
Me condujo por vastos salones lujosamente amueblados cuyas ventanas miraban hacia el East River y la Sunshine Biscuit Company en el Queens. Unas antigüedades distribuidas con mucha precisión recordaban las salas del Metropolitan Museum en que se reproducen ambientes de otra época. Allí se podían firmar tratados diplomáticos con plumas de ganso.
Llegamos a una puerta cerrada y mi guía trajeado de gris golpeó una vez y dijo:
—El señor Angel está aquí, señor.
—Tráigalo a donde pueda verlo. —Incluso a través del espesor de la puerta, el gruñido gutural de Krusemark irradiaba autoridad.
Me hicieron pasar a un pequeño gimnasio sin ventanas. Las paredes estaban cubiertas de espejos y los múltiples reflejos de los aparatos de gimnasia, de acero inoxidable, centelleaban hasta el infinito en todas las direcciones. Ethan Krusemark, vestido con pantalones cortos de boxeador y camiseta, estaba tumbado de espaldas sobre uno de esos artefactos, haciendo flexiones de piernas. Para tratarse de un hombre de su edad, tenía muchos bríos.
Al oír que se cerraba la puerta, se puso de pie y me recorrió con la mirada.
—La enterraremos mañana —dijo—. Páseme esa toalla.
Se la arrojé, y se secó el sudor de la cara y los hombros. Era de complexión robusta. Los músculos abultados se hinchaban bajo sus venas varicosas. Era un viejo con el que no convenía buscar camorra.
—¿Quién la mató? —gruñó—. ¿Johnny Favorite?
—Cuando lo encuentre se lo preguntaré.
—Maldito gigoló de orquesta. Debería haberlo mandado al hoyo cuando se me presentó la oportunidad. —Se alisó cuidadosamente el cabello gris para ponerlo en orden.
—¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo usted y su hija se lo llevaron de la clínica de Poughkeepsie?
Sus ojos se clavaron en los míos.
—Anda muy despistado, Angel.
—No lo creo. Hace quince años, usted le pagó veinticinco mil dólares al doctor Albert Fowler para que éste le entregara a uno de sus pacientes. Se presentó con el nombre de Edward Kelley. Fowler debía prolongar la ficción de que Favorite seguía viviendo como un vegetal en un pabellón olvidado. Hasta hace una semana cumplió muy bien la misión que usted le había encomendado.
—¿Quién lo ha contratado para meter las narices en esto?
Saqué un cigarrillo y lo hice rodar entre los dedos.
—Sabe que no se lo diré.
—Podría recompensarlo bien.
—Lo dudo, pero igualmente pierde su tiempo —respondí—. ¿Le molesta que fume?
—Adelante.
Encendí un cigarrillo, exhalé el humo y dije:
—Escuche. Usted quiere encontrar al hombre que mató a su hija. Yo quiero encontrar a Johnny Favorite. Quizás a los dos nos interese el mismo hombre. No lo sabremos si no lo hallamos.
Los gruesos dedos de Krusemark se crisparon en un puño. Era un puño descomunal. Golpeó con él la palma de la otra mano y en el gimnasio resplandeciente se oyó un ruido semejante al que produce una tabla al partirse.
—Está bien —asintió—. Yo me hice pasar por Edward Kelley. Fui yo quien le pagó veinticinco mil dólares a Fowler.
—¿Por qué eligió el nombre de Kelley?
—¿Cree que me era posible utilizar el mío? La idea de hacerme llamar Kelley se le ocurrió a Meg. No me pregunte por qué.
—¿Adónde llevaron a Favorite?
—A Times Square. Era la víspera del Año Nuevo de 1943. Lo abandonamos en medio de la multitud y desapareció de nuestras vidas. O eso fue lo que pensamos.
—Repasemos esta historia —exclamé—. ¿Pretende hacerme creer que después de pagar veinticinco mil dólares por Favorite lo perdió entre la muchedumbre?
—Así fue. Lo hice por mi hija. Siempre accedí a sus deseos.
—¿Y ella quería que Favorite desapareciese?
Krusemark se puso un albornoz.
—Creo que se trataba de algo que habían pensado hacer antes de que él se embarcara para el exterior. Una excentricidad con la que se entretenían en aquella época.
—¿Se refiere a la magia negra?
—Negra o blanca, ¿qué más da? Meg fue siempre una chicha rara. Jugaba con las cartas de tarot antes de aprender a leer.
—¿Qué fue lo que la indujo a empezar?
—Lo ignoro. Una institutriz supersticiosa, una de nuestras cocineras europeas. Cuando empleas a una persona nunca sabes qué es lo que tiene realmente dentro de la cabeza.
—¿Sabe que su hija trabajó hace mucho tiempo como adivina, en Coney Island?
—Sí. También le monté ese negocio. Era mi única hija y por eso la malcrié.
—En su apartamento encontré una mano momificada. ¿Sabe de qué se trata?
—La Mano de Gloria. Es un talismán que teóricamente abre cualquier cerradura. La mano derecha de un asesino convicto, amputada mientras su cuello todavía está en el lazo de la horca. La de Meg tiene su historia. Proviene de un salteador galés llamado capitán Silverheels, que fue sentenciado en 1786. La compró en una tienda de baratijas de París, hace varios años.
—Un recuerdo de la gira por Europa, como el cráneo que Favorite guardaba en su maleta. Aparentemente tenían gustos similares.
—Sí. Favorite le entregó la calavera a Meg la noche antes de embarcarse. Todos los demás les regalaban a sus novias el anillo de su curso o el jersey con la insignia de la universidad o algo parecido. Él optó por una calavera.
—Creía que entonces Favorite y su hija ya se habían distanciado.
—Oficialmente, sí. Debió de ser otra de sus patrañas.
—¿Por qué dice eso? —Dejé caer al suelo una ceniza de tres centímetros de largo.
—Porque no se había producido ningún cambio en sus relaciones. —Krusemark pulsó un botón contiguo a la puerta—. ¿Quiere un trago?
—Un poco de whisky no me vendría mal.
—¿Scotch?
—Bourbon, si tiene. Con hielo. ¿Su hija mencionó alguna vez a una mujer llamada Evangeline Proudfoot?
—¿Proudfoot? No la recuerdo. Pero es posible que sí.
—¿Y del vudú? ¿Le habló del vudú?
Se oyó un solo golpe y se abrió la puerta.
—¿Sí, señor? —preguntó el hombre vestido de gris.
—El señor Angel tomará un vaso de bourbon, sólo con hielo. Un poco de brandy para mí. Oh, Benson.
—¿Sí, señor?
—Tráigale un cenicero al señor Angel.
Benson hizo un ademán de asentimiento y cerró la puerta tras sí.
—¿Es el mayordomo? —pregunté.
—Benson es mi secretario privado. O sea, un mayordomo inteligente. —Krusemark montó sobre una bicicleta mecánica y empezó a pedalear metódicamente kilómetros imaginarios—. ¿Qué decía sobre el vudú?
—Johnny Favorite practicaba el vudú en Harlem en los años en que regalaba calaveras. Me gustaría saber si su hija lo comentó alguna vez.
—El vudú es algo de lo que Meg prescindió.
—El doctor Fowler me dijo que Favorite sufría de amnesia cuando usted lo sacó de la clínica. ¿Reconoció a su hija?
—No. Se comportaba como un sonámbulo. Casi no hablaba. Se limitaba a mirar por la ventanilla del coche.
—En otras palabras, ¿los trataba como si fueran desconocidos?
Krusemark pedaleaba frenéticamente.
—Meg quiso que fuera así. Insistió en que no lo llamáramos por su nombre y no habláramos de sus relaciones pasadas.
—¿Eso no le pareció extraño?
—Todo lo que hacía Meg era extraño.
Oí un ligero tintineo de cristal del otro lado de la puerta un momento antes de que Benson llamara. El mayordomo inteligente entró empujando un carrito de las bebidas. Me sirvió un trago y escanció una copa de brandy para su patrón, y nos preguntó si necesitábamos algo más.
—Con esto basta —respondió Krusemark, y sostuvo bajo su nariz la copa en forma de tulipán, como si fuera realmente una flor—. Gracias, Benson.
Benson hizo mutis por el foro. Vi un cenicero junto a la cubitera y aplasté mi cigarrillo.
—Una vez le oí proponer a su hija que me diera un narcótico. Y decir que había aprendido el arte de la persuasión en Oriente.
Krusemark me miró con una expresión rara.
—Es bourbon puro —dijo.
—Convénzame. —Le tendí mi vaso—. Bébalo.
Tomó varios sorbos y me devolvió el vaso.
—Ya es demasiado tarde para esos juegos. Necesito su ayuda, Angel.
—Entonces no me oculte la verdad. ¿Su hija volvió a ver a Favorite después de aquella víspera de Año Nuevo?
—Nunca.
—¿Está seguro?
—Claro que lo estoy. ¿Tiene algún motivo para dudarlo?
—Mi profesión me obliga a dudar de lo que dicen los demás ¿Cómo sabe que no volvió a verlo nunca?
—No teníamos secretos. No me lo habría ocultado.
—Me parece que no conoce a las mujeres tan bien como el negocio naviero —comenté.
—Conozco a mi propia hija. Si volvió a ver alguna vez a Favorite, fue el día en que él la asesinó.
Sorbí mi bebida.
—Muy bien pensado —asentí—. Un tipo que padece amnesia total, que ni siquiera sabe cómo se llama se pierde hace quince años entre una multitud, en Nueva York, desaparece sin dejar rastros, y después cae súbitamente del cielo y empieza a matar gente.
—¿A quién más mató? ¿A Fowler?
—Fowler se suicidó —contesté sonriendo.
—Un suicidio es muy fácil de simular —espetó.
—¿De veras? ¿Cómo lo simularía usted, señor?
Krusemark me clavó sus acerados ojos de bucanero.
—No me haga decir lo que no he dicho, Angel. Si hubiera querido librarme de Fowler, habría ordenado que lo mataran hace muchos años.
—Lo dudo. Mientras le ayudara a encubrir el caso Favorite, le resultaría más útil vivo.
—Es a Favorite a quien debería haber hecho desaparecer, no a Fowler —farfulló—. ¿Qué asesinato investiga usted, al fin y al cabo?
—No investigo ningún asesinato —respondí—. Busco a un amnésico.
—Ojalá lo encuentre.
—¿Le habló a la policía de Johnny Favorite?
Krusemark se frotó el mentón romo.
—Eso fue un golpe bajo. Traté de encauzarlos por el buen camino sin incriminarme a mí mismo.
—Estoy seguro de que se le ocurrió una buena historia.
—La mejor. Me preguntaron si sabía con quiénes tenía amo: res Meg. Les di los nombres de un par de tipos que le había oído mencionar, pero agregué que el único gran amor de su vida había sido Johnny Favorite. Naturalmente, me pidieron más información sobre éste.
—Naturalmente —asentí.
—Entonces les hablé de su compromiso y de lo extravagante que era y de esas cosas. Cosas que nunca se publicaron en los periódicos cuando él era famoso.
—Supongo que recargó bien las tintas.
—Estaban hambrientos, así que fue fácil hacérselo tragar.
—¿Dónde les dijo que podían encontrar a Favorite?
—No lo dije. Les expliqué que no lo había vuelto a ver desde la guerra. Que según mis últimas informaciones lo habían herido. Si no pueden rastrearlo con esos datos, será mejor que cambien de profesión.
—Lo rastrearán hasta Fowler —repliqué—. Ahí empezarán sus problemas.
—Olvide los problemas de la policía. ¿Qué me dice de los suyos propios? ¿Qué sabe acerca de lo que pasó después del episodio de 1943 en Nueva York?
—Nada. —Terminé mi bourbon y deposité el vaso sobre el carrito de las bebidas—. No he podido encontrarlo en el pasado. Si está en la ciudad, no tardará en reaparecer. La próxima vez estaré alerta.
—¿Cree que soy su presa? —Krusemark desmontó de la bicicleta mecánica.
—¿Qué opina usted?
—No perderé el sueño por eso.
—Quizá sea buena idea que nos mantengamos en contacto —dije—. Mi número figura en la guía, si me necesita. —No quería entregarle mi tarjeta profesional a otro cadáver en potencia.
Krusemark me palmeó el hombro y exhibió su sonrisa de medio millón de dólares.
—Usted es más listo que la policía de Nueva York, Angel. —Me acompañó hasta la puerta principal, destilando simpatía como un cerdo destila sangre—. Tendrá noticias mías. Cuente con ello.