En la entrada, un joven rechoncho, vestido con una camisa rosada, pantalones caqui y mocasines blancos cubiertos de mugre, retiraba las fotos brillantes del tablero cubierto por una plancha de vidrio. Un nervioso adicto a las anfetaminas, equipado con una chaqueta militar de faena y zapatos de tenis, miraba como trabajaba.
—Magnífico espectáculo —le dije al gordito—. Este doctor Cipher es una maravilla.
—Muy raro —respondió.
—¿Ésta ha sido su última función?
—Supongo que sí.
—Me gustaría felicitarlo. ¿Cómo puedo llegar a su camerino?
—Acaba de irse. —Desprendió del tablero una foto de mi cliente y la metió en un sobre marrón—. No le gusta quedarse después de la función.
—¿Se ha ido? No es posible.
—Para el final del espectáculo utiliza un magnetófono. Así gana tiempo. Tampoco se quita el disfraz.
—¿Llevaba consigo una maleta de piel?
—Sí, y el gran estuche negro.
—¿Dónde vive?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —El gordito me miró parpadeando—. ¿Es polizonte o algo parecido?
—¿Yo? No, nada de eso. Sólo quería decirle que cuenta con un nuevo admirador.
—Dígaselo a su agente. —Me entregó una foto de veinte por veinticinco. La sonrisa perfecta de Louis Cyphre refulgía aún más sobre la superficie brillante. Di vuelta a la foto y leí las señas estampadas al dorso con un sello de goma:
WARREN WAGNER ASSOCIATES
WY. 9-3500
El espasmódico adicto a las anfetaminas dirigió su atención hacia un juego mecánico instalado al otro lado de la entrada. Le devolví la foto al gordito.
—Gracias —murmuré, y me incorporé a la multitud.
Tomé un taxi en dirección a la parte alta de la ciudad, y me apeé en Broadway, delante del Tivoli Theatre y en la acera de enfrente del Edificio Brill. El vagabundo del raído capote militar no estaba en su puesto. Subí hasta el octavo piso en el ascensor. Ese día la recepcionista de pelo teñido lucía uñas plateadas. No me recordaba.
Le tendí mi tarjeta.
—¿El señor Wagner se encuentra en su despacho?
—Ahora está ocupado.
—Gracias. —Di la vuelta a su escritorio y abrí bruscamente la puerta cuyo letrero decía privado.
—¡Eh! —Estaba justo detrás de mí, crispando las garras como una arpía—. No se puede entrar en…
Le cerré la puerta en las narices.
—… el tres por ciento del importe bruto es un insulto —trinaba un enano que vestía un jersey rojo de cuello alto. Estaba sentado en el sofá destartalado, con los piececitos estirados hacia adelante como si fuera una muñeca.
Warren Wagner júnior me fulminó con la mirada desde detrás de su escritorio acribillado a quemaduras de cigarrillos.
—¿Cómo se atreve a irrumpir así?
—Necesito que conteste dos preguntas —exclamé—, y no dispongo de tiempo para esperar.
—¿Conoce a este hombre? —preguntó el enano con su falsete alcohólico. Lo había visto en las matinés de los sábados, cuando yo era niño. Trabajaba en todas las comedias del «Hells Kitchen Kid». Sus facciones decrépitas, arrugadas, eran las mismas de su juventud, pero ahora su pelo negro y duro cortado a cepillo era blanco como un anuncio de detergente.
—Es la primera vez en mi vida que lo veo —rugió Warren júnior—. Lárguese, gusano, antes de que llame a la policía.
—Me vio el lunes pasado —dije, tratando de disimular mi tensión—. Estaba realizando un trabajo confidencial. —Saqué la billetera y le mostré la fotocopia.
—Así que es detective privado. Le felicito. Eso no le da derecho a interrumpir una entrevista privada.
—¿Por qué no se ahorra la adrenalina y me informa de lo que necesito saber? Se librará de mí en treinta segundos.
—Johnny Favorite significa menos que nada para mí —respondió—. En aquella época yo era sólo un crío.
—Olvídese de Johnny Favorite. Hábleme de un cliente suyo que se hace llamar doctor Cipher.
—¿Qué pasa con él? Lo contraté la semana pasada.
—¿Cuál es su verdadero nombre?
—Louis Seafur. Tendrá que pedirle a mi secretaria que se lo deletree.
—¿Dónde vive?
—Janice se lo dirá —replicó—. ¡Janice!
Uñas-de-plata abrió la puerta y se asomó tímidamente.
—¿Sí, señor Wagner? —preguntó con su voz chillona.
—Déle al señor Angel toda la información que necesita.
—Sí, señor.
—Muchas gracias.
—La próxima vez, llame antes de entrar.
Janice Uñas-de-plata no me tributó su sonrisa rumiante de masticadora de chicle, pero sí buscó la dirección de Louis Cyphre en el fichero. Incluso la anotó.
—Usted también debe de haberse escapado del zoológico —comentó, mientras me tendía el memorándum. Hacía una semana que se reservaba la frase.
El Hotel 1-2-3 estaba en la calle 46 entre Broadway y la Sexta Avenida, y el nombre y la dirección eran una misma cosa: 46 Oeste, 123. Primorosos tejados a dos aguas coronaban un edificio de ladrillo desprovisto de otras pretensiones. Entré y le entregué al conserje mi tarjeta profesional, envuelta en un billete de diez.
—Necesito el número de habitación de un hombre llamado Louis Cyphre —le dije, deletreándole el nombre—. Y no hace falta que se lo comunique al detective del hotel.
—Lo recuerdo. Barba blanca y cabello negro.
—Ese mismo.
—Se fue hace más de una semana.
—¿Dejó su nuevo domicilio?
—No.
—¿Qué me dice de su habitación? ¿Ya la han alquilado?
—No le serviría para nada. La limpiaron a fondo.
Salí de nuevo al sol y enderecé hacia Broadway. Era un día hermoso para caminar. Un trío del Ejército de Salvación, compuesto por tuba, acordeón y pandereta, daba una serenata a un vendedor de castañas al pie de la marquesina del Loew Stat, donde prometían nuevos asientos para la monumental reapertura del Domingo de Pascua. Saboreé los ruidos y aromas, tratando de evocar el mundo real de una semana atrás, cuando no existía la magia.
Utilicé una táctica distinta con el conserje del Astor.
—Discúlpeme, pero creo que tal vez pueda ayudarme. Hace veinte minutos que debería haberme encontrado con mi tío en la cafetería. Quiero telefonearle, pero no sé el número de su habitación.
—¿Cómo se llama su tío, señor?
—Cyphre. Louis Cyphre.
—Lo siento muchísimo. El señor Cyphre dejó el hotel esta mañana.
—¿Cómo? ¿Ha vuelto a Francia?
—No dejó su nueva dirección.
Debería haber mandado todo al demonio y haber invitado a Epiphany a un crucero de la Circle Line alrededor de la isla, en ese momento. En cambio telefoneé al despacho de Herman Winesap en Wall Street para preguntarle qué sucedía.
—¿Qué diablos hace Louis Cyphre en el Circo de Pulgas Hubert’s?
—¿A usted qué le importa? No lo han contratado para seguir al señor Cyphre. Le sugiero que se ciña al trabajo por el que le pagan.
—¿Sabía que se dedica a la magia?
—No.
—¿Este hecho no despierta su curiosidad, Winesap?
—Hace muchos años que conozco al señor Cyphre, y valoro cabalmente su refinamiento. Es un hombre con una vasta gama de intereses. No me sorprendería en absoluto que entre ellos se cuente la prestidigitación.
—¿En un circo de pulgas montado en una galería de diversiones?
—Quizás sea un hobby, un método de relajación.
—No me parece lógico.
—Señor Angel, por cincuenta dólares diarios mi cliente, que también es el suyo, me permito agregar, siempre puede encontrar a otra persona que se ocupe de sus asuntos.
Le contesté a Winesap que había entendido la indirecta y colgué.
Después de visitar el estanco en busca de más monedas, entablé otras tres conversaciones telefónicas. La primera, con mi servicio de atención de llamadas, me sirvió para tomar conocimiento del mensaje de una dama de Valley Stream que había perdido un collar de perlas auténticas.
A continuación, telefoneé a Krusemark Maritime Inc., y me informaron que el presidente de la empresa y de la junta estaba de luto y no atendía a nadie. Marqué su número particular y me atendió un criado que tomó mi nombre. No tuve que esperar mucho.
—¿Qué sabe de todo esto? —ladró el viejo pirata.
—Bastante. ¿Por qué no ganamos tiempo? Necesito hablar con usted. En el momento más adecuado, es decir, tan pronto como pueda llegar allí.
—Está bien. Telefonearé a la portería y diré que le dejen pasar.