Capítulo 36

Dejé el Chevy en el garaje y volví a Broadway caminando por la acera soleada de la calle 44. Marchaba sin prisa, disfrutando del buen tiempo, cuando vi salir a Louis Cyphre por la puerta principal del Astor. Llevaba una boina marrón, un abrigo de tweed de Norfolk, pantalones de montar de sarga, y botas lustrosas, de caña alta. En la mano enguantada llevaba una desgastada maleta de piel.

Desechó con un ademán el taxi que le ofrecía el portero. Echó a andar calle abajo, con paso rápido, y dejó atrás el Edificio Paramount. Estudié la posibilidad de alcanzarlo pero supuse que se encaminaba hacia el despacho de Crossroads y resolví ahorrarme el esfuerzo. Tampoco pensé que lo que estaba haciendo era seguirlo, pues me hallaba demasiado cerca de él. Pero cuando llegamos a la entrada de mi edificio y Cyphre pasó de largo, me retrasé instintivamente y me detuve un momento junto a un escaparate, devorado por la curiosidad. Cruzó la calle 42 y dobló hacia el oeste. Lo espié desde la esquina y después me acomodé a la cadencia de su marcha, siguiéndolo por la acera de enfrente.

Cyphre se destacaba en medio de la multitud. No es difícil sobresalir entre los rufianes, las prostitutas, los drogadictos y los fugitivos que pululan por la calle 42 cuando vas vestido como si fueras a la Exhibición Ecuestre del Garden. Supuse que su meta final era la Autoridad Portuaria. Me cogió por sorpresa cuando en la mitad de la manzana se introdujo en el Museo y Circo de Pulgas Hubert’s.

Atravesé cuatro carriles de tráfico como un delantero centro esquivando la defensa del equipo contrario, pero el cartel de la entrada me frenó en seco. Unas letras con ribete dorado proclamaban: El prodigioso Dr. Cipher. Unas fotos brillantes de veinte por veinticinco mostraban a mi cliente vestido con sombrero de copa y levita como Mandrake el Mago, últimas funciones, decía la leyenda.

El primer piso del Hubert’s estaba ocupado por una galería de diversiones; el escenario estaba en la planta baja. Entré, compré un billete y encontré un asiento en la oscuridad junto a la valla de madera atravesada que desalentaba la participación del público. En el escenario pequeño, brillantemente iluminado, una bailarina pechugona interpretaba la danza del vientre al son de una trémula y quejumbrosa melodía árabe. Conté otras cinco personas envueltas en sombras.

¿Qué diablos hacía el elegante Louis Cyphre en una barraca como ésa? Los trucos de prestidigitación ejecutados en un circo de pulgas no bastan para pagarse limusinas y abogados con bufete en Wall Street. Quizá le divirtiera actuar en público. De lo contrario, se trataba de una trampa. Una función a la que había querido atraerme.

Cuando el disco rayado llegó a su fin, alguien levantó el pick-up entre bastidores y la música volvió a empezar desde el principio. La bailarina parecía aburrida. Miraba el techo. Pensaba en otras cosas. Al octavo compás de la tercera repetición desconectaron el artefacto, y la mujer salió disparada del escenario. Nadie aplaudió.

Los seis espectadores nos quedamos mirando el escenario vacío, sin protestar, hasta que apareció un viejo mamarracho vestido con un chaleco rojo y con las mangas recogidas mediante elásticos.

—Damas y caballeros —resolló—, les presento con admiración y respeto al prodigioso, enigmático e inolvidable doctor Cipher. Tributémosle una fervorosa acogida.

El viejo era el único que aplaudía cuando se alejó arrastrando los pies.

Las luces se amortiguaron hasta dejarnos a oscuras. Hubo un ruido ahogado y un susurro entre bastidores como en los teatros de aficionados. Las luces volvieron a encenderse inmediatamente, pero mis ojos tardaron un momento en reacomodarse. Una imagen residual difusa y azul verdosa flotó sobre la figura que había aparecido en el escenario, velando sus facciones.

—¿Quién de nosotros sabe cómo terminarán nuestros días? ¿Quién puede decir si habrá un mañana? —Louis Cyphre se erguía solo en el centro del escenario, rodeado por sutiles volutas de humo y por el olor de magnesio quemado. Lucía una levita eduardiana negra con largos faldones, y un chaleco de dos botones. Sobre una mesa, a un lado, descansaba una caja negra con bisagras, del tamaño de una panera—. El futuro es un libro en blanco, y quien se atreve a inspeccionar sus páginas lo hace arriesgándose a sí mismo.

Se quitó los guantes blancos, y los hizo desaparecer con un chasquido de los dedos en mitad del aire, como un ilusionista. Levantó de la mesa una vara de ébano tallado y apuntó hacia los bastidores. La bailarina entró tímidamente, con el cuerpo opulento envuelto en una capa de terciopelo que llegaba al suelo.

—El tiempo pinta un cuadro del que nadie puede desentenderse. —Cyphre describió un pequeño círculo con la mano sobre la cabeza de la bailarina. Obedeciendo su orden, la mujer empezó a girar—. ¿Quién de nosotros se aventuraría a espiar la obra completa? Es distinto observar el espejo día a día: allí pasan inadvertidos los matices del cambio.

La bailarina volvió la espalda hacia los espectadores. El lustre de su cabellera negra suelta refulgió bajo la luz del foco. Cyphre esgrimió la vara de ébano en dirección a los seis integrantes de su auditorio, como si fuera un sable.

—¡Aquellos de vosotros que oséis escrutar el futuro, miradme aterrados!

La bailarina terminó de dar la vuelta: una bruja desdentada y flaca. Lacios mechones de cabello ceniciento enmarcaban sus facciones estragadas. Un ojo ciego reflejaba la luz como la cerámica vidriada. No la había visto calarse la máscara, y el efecto de la transformación era demoledor. El borracho sentado junto a mí recuperó la sobriedad en la penumbra con una exclamación sofocada.

—La carne es mortal, amigos míos —recitó el doctor Cipher—. Y la concupiscencia chisporrotea y se extingue como una vela en medio del viento invernal. Caballeros, os ofrezco los placeres que vuestra sangre ardiente imaginó hace tan poco tiempo.

Hizo un ademán con la vara y la bailarina abrió la pesada capa. Aún lucía su indumentaria de flecos, pero sus pechos arrugados colgaban fláccidamente, desinflados detrás de los ornamentos de lentejuelas. El vientre antes suntuoso se bamboleaba entre las caderas angulosas y esqueléticas. Era otra mujer, totalmente distinta. Habría sido imposible fingir esas rodillas hinchadas por la artritis y esos muslos escuálidos.

—¿En qué terminaremos? —El doctor Cipher sonrió como un médico clínico al cabo de una visita a domicilio—. Gracias, querida. Ha sido muy ilustrativo.

Despidió a la anciana con un golpecito de su vara, y aquélla salió cojeando del escenario. Se oyeron unos aplausos dispersos.

El doctor Cipher alzó la mano.

—Gracias, amigos. —Hizo una gallarda reverencia—. La tumba aguarda al final de todos los caminos. Sólo el alma es inmortal. Proteged celosamente ese tesoro. Vuestro pellejo efímero no es más que una nave transitoria para una travesía infinita.

»Permitid que os cuente una historia. Cuando era joven e iniciaba mis viajes, entablé conversación con un marino retirado en un bar portuario de Tánger. Mi interlocutor era alemán, nacido en Silesia, pero pasaba sus últimos días bajo el sol marroquí, invernando en Marruecos y consumiendo los veranos en cualquier puerto que se le antojara.

»Le comenté que había encontrado un refugio confortable.

»—Hace ya cuarenta y cinco años que navego plácidamente —contestó.

»—Es un hombre afortunado, puesto que no ha tenido que capear ninguna de las tempestades de la vida —dije.

»—¿Afortunado? —rió el viejo lobo de mar—. ¿Me llama afortunado? El afortunado es usted, entonces. Este año debo pasársela a otro.

»Le pedí una explicación. Él me contó la historia más o menos como yo os la cuento a vosotros. Al salir a navegar por primera vez, en la juventud, había conocido a un viejo fisgón de playas, en Samoa, que le había dado una botella. Ésta contenía el alma de un contramaestre español de la Armada del rey Felipe. Todas las enfermedades o desgracias que podrían haberle aquejado habían recaído en cambio sobre el martirizado prisionero. No sabía cómo había terminado dentro de la botella el alma del español, pero a los setenta años debía entregársela al primer joven que la aceptara, pues de lo contrario pagaría las consecuencias sustituyendo en ella al infortunado conquistador.

»Al decir esto el viejo alemán me miró tristemente. Sólo le faltaba un mes para cumplir setenta y un años. «El tiempo suficiente —añadió— para descubrir el sentido de la vida».

»Me entregó la botella. Una botella de ron torneada a mano, de color ambarino, que tenía seguramente cientos de años de antigüedad. Estaba cerrada con un tapón de oro.

El doctor Cipher metió la mano detrás del estuche negro que descansaba sobre la mesa y levantó la botella.

—Hela aquí. —La depositó sobre el estuche. Su descripción había sido correcta, y sólo había omitido mencionar la sombra que se revolvía frenéticamente en el interior—. He vivido una existencia larga y feliz. Pero escuchad… —Los seis espectadores nos inclinamos hacia adelante—. Escuchad… —La voz de Cyphre se redujo a un susurro.

Del silencio consiguiente brotó un débil lamento tintineante, como si alguien arrastrase una cadena de clips metálicos sobre una copa de cristal. Me esforcé por identificar el frágil sonido. Parecía provenir del interior de la botella ambarina.

A-yuuu-dad-meeea-yuuu-dad-meee… —Una y otra vez, la misma frase atormentada, cadenciosa.

Traté de distinguir el movimiento de los labios de Louis Cyphre. Su sonrisa traspuso las candilejas. Disfrutaba enormemente sin tratar de disimularlo.

—Misterioso destino —continuó—. ¿Por qué debo vivir una vida libre de padecimientos mientras otra alma humana está condenada a la angustia eterna dentro de una botella de ron?

Extrajo del bolsillo un saco de terciopelo negro y metió la botella en su interior. Tiró de los cordones para cerrarlo y lo depositó sobre el estuche. Su sonrisa reflejaba el fulgor de las candilejas. Sin decir una palabra, giró garbosamente y le dio un mandoble al saco con la vara de ébano. No se oyó el ruido de vidrios rotos. Arrojó al aire el saco vacío y lo atrapó diestramente en el aire. Louis Cyphre lo estrujó y se lo guardó en el bolsillo, mientras agradecía los aplausos con una breve reverencia.

—Deseo mostraros algo más —proclamó—. Pero antes, debo subrayar que no soy domador de animales, sino únicamente coleccionista de curiosidades exóticas.

Golpeó el estuche negro con la vara.

—El contenido de esta caja se lo compré a un mercader egipcio que conocí hace años en Alejandría. Me aseguró que las que veréis son almas encantadas en la corte del papa León X. Un pasatiempo para su imaginación de Médicis. Parece increíble, ¿verdad?

El doctor Cipher desabrochó los cierres metálicos del estuche y lo abrió para formar un tríptico. Se desplegó un teatro en miniatura, con decorados y telones de fondo pintados con la minuciosa perspectiva del Renacimiento italiano. El escenario estaba poblado de ratas blancas, todas ellas vestidas con diminutas sedas y brocados que las disfrazaban de personajes de la commedia dell’arte. Había un Polichinela y una Colombina, un Scaramuccio y un Arlequín. Todas marchaban sobre las patas traseras, ejecutando una complicada pantomima. El tintineo argentino de una cajita de música acompañaba las difíciles acrobacias.

—El egipcio me aseguró que eran inmortales —dijo Cyphre—. Lo cual quizá sea una baladronada petulante. Lo único que puedo confirmar es que en seis años no se me ha muerto ninguna.

Los diminutos intérpretes caminaban por la cuerda floja y sobre bolas de colores llamativos, blandían sables y sombrillas confeccionados con cerillas, y daban volteretas y tumbos con una precisión cronométrica.

—Es de presumir que los seres encantados no necesiten sustento. —El doctor Cipher se inclinó sobre el estuche y observó con deleite la función—. Yo les suministro alimentos y agua todos los días. Y me permito agregar que tienen un apetito voraz.

—Juguetes —masculló el hombre que estaba sentado junto a mí—. Tienen que ser juguetes.

Como obedeciendo a una señal. Cyphre bajó la mano y Arlequín trepó por la manga de su levita y se encaramó sobre su hombro, olfateando el aire. Se rompió el hechizo: era sólo un roedor vestido con un minúsculo disfraz de rombos. Cyphre agarró la cola rosada y volvió a depositar al despatarrado Arlequín sobre el escenario, por donde se paseó apoyándose en las patas delanteras con un porte muy poco ratonil.

—Como veréis, no necesito televisor. —El doctor Cipher plegó las alas laterales del escenario en miniatura y aseguró los cierres. Arriba tenía un asa, y lo levantó como si fuera una maleta—. Cuando se abre el estuche, reanudan la función. Incluso el mundo del espectáculo tiene su Purgatorio.

Cyphre se metió la vara bajo el brazo y dejó caer algo sobre la mesa. Hubo un fogonazo de luz blanca y su resplandor momentáneo me cegó. Parpadeé y me froté los ojos. El escenario estaba vacío. Una vulgar mesa de madera se alzaba solitaria y desnuda bajo los focos.

La voz amplificada e incorpórea de Cyphre brotó de un altavoz invisible: «El Cero, el punto intermedio entre lo positivo y lo negativo, es un portal que todo ser humano debe atravesar tarde o temprano».

El viejo animador de las mangas sostenidas mediante elásticos salió arrastrando los pies y ocultó la mesa detrás de los bastidores, mientras una grabación gastada de «Night Train» chirriaba desde el altavoz oculto. La bailarina cuya especialidad era la danza del vientre reapareció, rolliza y sonrosada, e inició un bamboleo tan mecánico como la música de organillo. Subí a tientas por la desvencijada escalera. Volvía a experimentar el temor cosquilleante que me había acometido en el restaurante francés. Mi cliente jugaba conmigo, hacia malabarismos con mi mente como un fullero puesto a desplumar a los incautos.