La primera vez, sobre el sofá, nos convertimos en un frenético ovillo de ropas y extremidades. Tres semanas de celibato no habían contribuido a realzar mis artes amatorias. Me prometí portarme mejor si me concedían otra oportunidad.
—Esto no tiene nada que ver con la casualidad. —Epiphany se quitó de encima de los hombros la blusa desabrochada—. El sexo es la forma de comunicarnos con los dioses.
—¿Qué te parece si continuamos la conversación en el dormitorio? —Aparté con un puntapié mis pantalones y calzoncillos arrebujados.
—Hablo en serio. —Su voz se redujo a un susurro mientras me quitaba la corbata y desabrochaba lentamente mi camisa—. Hay una historia más antigua que la de Adán y Eva. Cuenta que el mundo empezó con la copulación de los dioses. Lo que hemos hecho juntos es un reflejo de la Creación.
—No te pongas demasiado solemne.
—No es algo solemne, sino jubiloso. —Dejó caer el sostén al suelo y bajó la cremallera de su falda arrugada—. La mujer es el arco iris, el hombre es el rayo y el trueno. Mira. Así.
Ataviada sólo con las medias y el liguero, Epiphany se arqueó en una diestra flexión de espalda con la elasticidad de una maestra de yoga. Su cuerpo era dúctil y fuerte. Los músculos delicados cimbraban debajo de su piel morena. Tenía la fluidez de una bandada de pájaros.
O de un arco iris, en verdad. Sus manos tocaban el suelo detrás de ella, con la espalda doblada en un arco impecable. Su movimiento lánguido, desenvuelto, era una vislumbre de la perfección, como todos los prodigios naturales. Se bajó hasta apoyarse solamente sobre los hombros, los codos y las plantas de los pies. Nunca había visto a una mujer en una posición tan carnal.
—Soy el arco iris —murmuró.
—El rayo cae dos veces. —Me arrodillé delante de ella, como un acólito ferviente, y agarré el altar de sus muslos separados, pero el trance se disipó cuando ella acortó la distancia y me engulló. El arco iris se trocó en una tigresa. Su pelvis tensa palpitaba contra mí.
—No te muevas —susurró, contrayendo sus músculos ocultos con una pulsación rítmica. Cuando eyaculé tuve que hacer un esfuerzo para no lanzar un alarido.
Epiphany se recostó contra mi pecho. Le rocé la frente húmeda con los labios.
—Sale mejor con tambores —comentó.
—¿Lo haces en público?
—Hay circunstancias en que los espíritus se apoderan de ti. Eres una banda o un bambouché. Circunstancias en que puedes bailar y beber toda la noche, sí, y fornicar hasta que amanece.
—¿Qué son la banda y el bambouché?
Epiphany sonrió y jugueteó con mis tetillas.
—La banda es una danza en honor de Guédé. Muy salvaje y frenética y sagrada, que siempre se interpreta en el hounfort de la société. Lo que tú llamarías el templo vudú.
—Toots dijo «humfo».
—Distintos dialectos y una misma palabra.
—¿Y el bambouché?
—El bambouché no es más que una fiesta. Un pequeño desahogo de los habitantes de la société.
—¿Algo así como una velada social de la iglesia?
—Sí, pero mucho más divertida.
Pasamos la tarde como chiquillos desnudos, riendo, duchándonos, saqueando la nevera, conversando con los dioses. Epiphany encontró una emisora puertorriqueña en la radio, y bailamos hasta que nuestros cuerpos se empaparon en sudor. Cuando sugerí que saliéramos a cenar, mi mambo soltó una risita y me condujo a la cocina y nos untamos los genitales con crema batida. Fue un banquete más dulce que ninguno de los que Cavanaugh’s pudo haberles servido a Jim y a su opulenta Lil.
Cuando oscureció, recogimos las ropas del suelo y nos fuimos al dormitorio, donde encendimos varias velas que encontramos en el cajón de las herramientas. Bajo la luz pálida, su cuerpo refulgía como la fruta madura en el árbol. Daban ganas de saborearla por todas partes.
Entre un paladeo y otro, conversábamos. Le pregunté a Epiphany dónde había nacido.
—En el Hospital de Mujeres de la calle 110. Pero hasta que cumplí seis años me crió mi abuela. En Bridgetown, en las Barbados. ¿Y tú?
—En un villorrio de Wisconsin que nunca has oído nombrar. Cerca de Madison. Probablemente ahora ya forma parte de la ciudad.
—No parece que lo visites con frecuencia.
—No he vuelto desde que me reclutó el ejército. Eso ocurrió una semana después de Pearl Harbor.
—¿Por qué no? No puede ser tan desagradable.
—Allí ya no hay nada que me interese. Mis padres murieron mientras yo estaba en el hospital militar. Podría haber vuelto a casa para el funeral, pero no estaba en condiciones de viajar. Cuando me dieron de baja, eso no era más que un montón de recuerdos desvaídos.
—¿Fuiste hijo único?
Hice un ademán afirmativo con la cabeza.
—Adoptado. Pero eso determinó que los amara aún más. —Lo dije como un boy scout en el acto de prestar el juramento de lealtad. Mi fe en su amor substituía al patriotismo. Sobrevivía a los años que habían desgastado incluso sus facciones. Por mucho que me esforzara, sólo recordaba instantáneas borrosas del pasado.
—Wisconsin —comentó Epiphany—. No me extraña que sepas tanto sobre las veladas sociales de la iglesia.
—También sobre contradanzas, coches deportivos, subastas de pasteles, clubes rurales y keggers.
—¿Keggers?
—Sí, una especie de bambouché de la escuela secundaria.
Se durmió en mis brazos y yo permanecí un largo rato despierto, contemplándola. Sus pechos como tazas subían y bajaban al suave compás de su respiración, y sus pezones parecían bombones de chocolate a la luz de las velas. Sus párpados aleteaban cuando las sombras de los sueños cruzaban por detrás de ellos. Parecía una chiquilla. Su expresión inocente no tenía ninguna semejanza con la mueca extática que había enmascarado sus rasgos al arquearse aullando debajo de mí como una tigresa.
Había cometido una locura al liarme con ella. Esos dedos finos sabían empuñar un cuchillo. Sacrificaba animales sin ningún escrúpulo. Si había asesinado a Toots y a Margaret Krusemark, yo estaba en un serio aprieto.
No recuerdo haberme dormido. Me aletargué mientras trataba de controlar mis sentimientos de ternura hacia esa chica a la cual consideraba, por muchos motivos, muy peligrosa. Como decían los carteles de busca y captura de la policía.
Mis sueños consistieron en una sucesión de pesadillas. Imágenes violentas, deformadas, se alternaban con escenas de inmensa desolación. Yo estaba extraviado en una ciudad cuyo nombre ignoraba. Las calles estaban desiertas, y cuando llegaba a una intersección, las placas indicadoras aparecían en blanco. No reconocía ninguno de los edificios. Éstos carecían de ventanas y eran muy altos.
Veía a lo lejos una figura que fijaba un cartelón a una pared desnuda. A medida que pegaba las tiras, empezaba a materializarse una imagen. Me acerqué. La cara de Louis Cyphre se burlaba de mí desde el cartelón, con una sonrisa burlona de tres metros de ancho, como la del jocundo Mister Tilyou del Steeplechase Park. Llamaba al hombre y éste se volvía, agarrando su cepillo de mango largo. Era Cyphre. Reía.
El cartelón se partía y se abría como el telón de un teatro, y dejaba al descubierto un inmenso territorio de onduladas colinas boscosas. Cyphre soltaba el cepillo y el cubo de cola y se internaba corriendo en el paisaje. Yo lo seguía de cerca, evitando la maleza como una pantera. Sin saber cómo, lo perdía de vista; entonces me daba cuenta de que yo también me había extraviado.
El sendero de animales por el que marchaba seguía un curso sinuoso entre parques y prados. Me detenía a beber de un arroyo y veía la huella de un talón en el musgo que tapizaba la orilla. Un momento después, un grito agudo taladraba el silencio.
Lo oía por segunda vez y corría en su dirección. Un tercer alarido me atraía hasta el borde de un pequeño calvero. Del otro lado un oso se ensañaba con una mujer. Corría hacia ellos. La fiera descomunal zarandeaba a su víctima inerte como si fuese una muñeca de trapo. Veía el rostro ensangrentado de la chica. Era Epiphany.
Me abalanzaba sobre el oso sin pensarlo dos veces. La bestia se alzaba sobre las patas traseras y me derribaba de un manotazo. Era imposible confundir esas facciones. A pesar de los colmillos y el hocico baboso, el oso era idéntico a Cyphre.
Cuando volvía a mirarlo, despatarrado a varios metros de él, veía efectivamente a Cyphre. Estaba desnudo en medio del matorral, y en lugar de maltratar a Epiphany le hacía el amor. Le atacaba y lo agarraba por el cuello, separándolo de la chica, que gemía. Nos revolcábamos junto a ella entre la hierba. Aunque él era más fuerte, lo tenía cogido por el cuello. Yo apretaba hasta ver que se le congestionaba el rostro. Epiphany chillaba detrás de mí. Sus alaridos me despertaron.
Estaba sentado en la cama, envuelto en las sábanas como en una mortaja. Cabalgaba a horcajadas sobre la cintura de Epiphany. Ésta tenía los ojos dilatados por el pánico y el dolor. Mis manos le estrujaban el cuello como un garrote mortal. Ya no gritaba.
—¡Dios mío! ¿Estás bien?
Epiphany inhaló espasmódicamente, y cuando la libré de mi peso se acurrucó en un rincón seguro de la cama.
—Debes de estar loco —resolló.
—A veces temo estarlo.
—¿Qué te ha pasado? —Epiphany se frotó el cuello, donde las huellas oscuras de mis dedos alteraban la uniformidad de su tez impecable.
—No lo sé. ¿Quieres un poco de agua?
—Sí, por favor.
Fui a la cocina y regresé con un vaso de agua helada.
—Gracias. —Sonrió cuando se lo alcancé—. ¿Tratas así a todas tus amigas?
—Por regla general, no. Estaba soñando.
—¿Qué clase de sueño era?
—Alguien te maltrataba.
—¿Alguien que conoces?
—Sí. Sueño con él todas las noches. Sueños demenciales, violentos. Pesadillas. Y el mismo hombre reaparece, se burla de mí. Me martiriza. Esta noche soñaba que se ensañaba contigo.
Epiphany dejó el vaso a un lado y me cogió la mano.
—Parece ser que un boko te echó una wanga poderosa.
—Habla claro, muñeca.
Epiphany rió.
—Tendré que educarte de prisa. Un boko es un hungan perverso. Que se dedica exclusivamente a la magia negra.
—¿Un hungan?
—Un sacerdote de Obeah. Es igual a una mambo, como yo, pero de sexo masculino. La wanga es lo que tú llamarías un maleficio o un ensalmo. Ya sabes, el mal de ojo, un conjuro. Lo que cuentas acerca de tus sueños me hace pensar que estás a merced de un hechicero.
Sentí que se aceleraban los latidos de mi corazón.
—¿Alguien me está embrujando?
—Eso es lo que parece.
—¿Podría ser el hombre que veo en mis sueños?
—Es probable que sí. ¿Le conoces?
—Más o menos. Digamos que me he vinculado recientemente a él.
—¿Es Johnny Favorite?
—No, pero no estás muy errada.
Epiphany me cogió del brazo.
—Ésas eran las abominaciones en las que estaba implicado mi padre. Adoraba al diablo.
—¿Tú no? —Le acaricié el cabello.
Epiphany se apartó de mí, ofendida.
—¿Es eso lo que piensas?
—Sé que eres una mambo del vudú.
—Soy una mambo de alta jerarquía. Trabajo para el bien, pero eso no significa que desconozca el mal. Cuando tienes un adversario poderoso, lo mejor es que estés alerta.
La rodeé con el brazo.
—¿Te consideras capaz de hacer un ensalmo para proteger mis sueños?
—Si fueras creyente, podría.
—Mi fe aumenta a medida que pasan los minutos. Lamento haberte hecho daño.
—No te preocupes. —Me besó la oreja—. Conozco un sistema para hacer desaparecer todo el dolor.
Y lo hizo desaparecer.