No tomamos el postre y optamos por el brandy y los cigarros. Los puros de Cyphre eran tan buenos como lo presagiaba su aroma. No volvimos a hablar del caso. Yo llevé la conversación lo mejor posible, ahora que la sensación de miedo se había solidificado en mis vísceras como un quiste. ¿Había imaginado ese guiño zumbón? La lectura del pensamiento es la superchería más vieja del mundo, pero saberlo no bastó para que mis dedos dejaran de temblar.
Salimos juntos del restaurante. Un Rolls gris metalizado esperaba junto al bordillo de la acera. El chófer uniformado abrió la portezuela trasera para que subiese Louis Cyphre.
—Nos mantendremos en contacto —dijo, y me dio la mano antes de entrar en el espacioso vehículo. En el interior se veía un fulgor de madera barnizada y piel, como en un club privado para hombres. Me quedé en la acera y lo vi girar majestuosamente en la esquina.
Cuando accioné el encendido y enfilé calle abajo, el Chevy me pareció ligeramente miserable. Olía como el interior de un cine porno, o sea, a tabaco rancio y remembranzas olvidadas. Bajé por la Quinta Avenida, siguiendo la franja verde que quedaba como resabio del desfile celebrado dos días atrás. En la calle 45 doblé hacia el oeste. En la mitad de la manzana, entre la Sexta y la Séptima, había un espacio para aparcar.
En la antesala de mi despacho, encontré a Epiphany Proudfoot dormida sobre el sofá «Naugahyde» marrón. Llevaba un traje sastre de lana color ciruela sobre una blusa de raso de cuello ancho. Había doblado el abrigo azul oscuro colocándolo debajo de la cabeza a modo de almohada. Sobre el suelo descansaba un caro bolso de piel. Su cuerpo estaba curvado para formar una agraciada Z, con las piernas recogidas debajo de ella y los brazos acunando el abrigo azul. Parecía tan bella como el mascarón de proa de un barco de navegación.
Le toqué delicadamente el hombro y pestañeó.
—¿Epiphany?
Abrió desmesuradamente los ojos, que brillaban como ámbar pulido. Levantó la cabeza.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Casi las tres.
—¿Tan tarde? Estaba muy cansada.
—¿Cuánto hace que espera aquí?
—Desde las diez. Usted no tiene un horario muy regular.
—Fui a entrevistarme con mi cliente. ¿Dónde estuvo ayer por la tarde? Fui a la tienda, pero no había nadie.
Se sentó y bajó los pies al suelo.
—Estuve con una amiga. Tenía miedo de quedarme en casa.
—¿Por qué?
Epiphany me miró como si fuera un chiquillo estúpido.
—¿Usted qué cree? —exclamó—. Primero mataron a Toots. Después oí la noticia de que habían asesinado a la ex prometida de Johnny Favorite. Tal vez yo sea la próxima.
—¿Por qué dice «la ex prometida de Johnny Favorite»? ¿No sabe cómo se llama?
—¿Por qué habría de saberlo?
—No se pase de lista conmigo, Epiphany. Ayer, cuando se fue de aquí, la seguí hasta el apartamento de Margaret Krusemark. Las oí hablar. Me está tomando el pelo.
Sus fosas nasales se dilataron y sus ojos reflejaron la luz y centellearon como gemas.
—¡Estoy tratando de salvar mi vida!
—El procedimiento más sensato no consiste en jugar con dos barajas. ¿Qué era, exactamente, lo que tramaba con Margaret Krusemark?
—Nada. Hasta ayer ni siquiera sabía quién era.
—Busque un pretexto más convincente.
—¿Cómo? ¿Inventándolo? —Epiphany rodeó la mesita baja—. Después de telefonearle a usted ayer, recibí una llamada de esa mujer, Margaret Krusemark. Me dijo que hacía mucho tiempo había sido amiga de mi madre. Quería venir a visitarme, pero le contesté que yo tenía que ir al centro, de modo que me invitó a pasar por su apartamento cuando tuviera tiempo. No mencionó el nombre de Johnny Favorite hasta que llegué allí, y ésta es la verdad.
—Está bien —asentí—. Le creeré. Nadie puede contradecirle. ¿Dónde ha pasado la noche?
—En el Plaza. Pensé que un hotel de lujo sería el último lugar donde a alguien se le ocurriría buscar a una chica negra de Harlem.
—¿Sigue alojándose allí?
Epiphany negó con la cabeza.
—No puedo permitirme ese lujo. Además, tampoco allí me sentí realmente segura. No conseguí dormir.
—Aquí sí debe de sentirse segura —comenté—. Cuando llegué, dormía como un lirón.
Epiphany estiró una mano delicada y alisó la solapa de mi abrigo.
—Ahora que ha venido usted me siento mucho más segura.
—¿Confiar en gran detective valiente?
—No se menosprecie. —Epiphany cogió las dos solapas y se acercó mucho más. Su cabello despedía un aroma limpio y fresco, como la ropa blanca secada al sol—. Debe ayudarme —añadió.
Le levanté el mentón hasta que nuestras miradas se encontraron, y deslicé los dedos sobre su mejilla.
—Puede instalarse en mi apartamento. Allí dormirá más cómodamente que en la oficina.
Me dio las gracias muy solemnemente, como si yo fuera un profesor de música que acababa de felicitarla por una buena interpretación.
—Ahora la llevaré allí —dije.