Capítulo 30

Después de echar la llave al apartamento de Epiphany Proudfoot, caminé hasta la calle 125 y tomé un taxi frente al Palm Café. El viaje por la Autopista del Oeste me dio mucho tiempo para pensar. Miraba el Hudson, más oscuro que el cielo nocturno, y las chimeneas brillantemente iluminadas de los transatlánticos de lujo que parecían parques de atracciones flotantes entre los almacenes de los muelles.

Un parque de atracciones fúnebre. ¡Entre a ver la inmolación vudú! ¡Dese prisa, dese prisa, no se pierda el sacrificio azteca! ¡Algo nunca visto! El caso que estaba investigando era un espectáculo de feria. Brujas y adivinas; un cliente que se pintaba la cara con hollín para parecer un sheik árabe. Yo era el palurdo de ese circo macabro, deslumbrado por los focos y los trucos de prestidigitación. El teatro de sombras chinescas encubría manipulaciones que yo apenas podía entrever.

Necesitaba encontrar un bar cerca de mi casa. El Silver Rail de la calle 23 y la Séptima Avenida estaba a un paso. No recuerdo si a la hora del cierre salí de allí a cuatro patas. La forma en que encontré mi cama en el Chelsea sigue siendo un misterio. Sólo los sueños parecían de carne y hueso.

Soñé que el bullicio de la calle me despertaba de un sueño profundo. Me acercaba a la ventana y descorría la cortina. La multitud pululaba de una acera a la otra, vociferante e incoherente como una única bestia sinuosa. A través de esta turba avanzaba un carro de dos ruedas, tirado por un viejo jamelgo de espinazo combado. Trasportaba a un hombre y una mujer. Yo sacaba los prismáticos del maletín y los observaba con más atención. La mujer era Margaret Krusemark. El hombre era yo.

En un trance de magia onírica me encontraba súbitamente dentro del carro, aferrado a la áspera baranda de madera mientras la muchedumbre sin rostro se zarandeaba en torno como un mar embravecido. Margaret Krusemark sonreía seductoramente desde el otro extremo del carro bamboleante. Estábamos tan cerca el uno del otro que casi nos abrazábamos. ¿Era ella una bruja camino del holocausto? ¿Era yo el verdugo?

El carro seguía rodando. Por encima de las cabezas de la multitud veía la silueta inconfundible de la guillotina, levantada sobre la escalinata de la Asociación Cristiana de Jóvenes de Me Burney. El Reinado del Terror. ¡Injustamente condenados! El carro se detenía bruscamente al pie del patíbulo. Unas manos brutales se estiraban hacia arriba y arrancaban a Margaret Krusemark de su precario soporte. El bullicio se acallaba y le permitían subir la escalera por sus propios medios.

Un revolucionario atraía mi atención desde las primeras filas de espectadores. Vestía de negro y empuñaba una pica. Era Louis Cyphre. Su gorro frigio estaba garbosamente ladeado, coronado por una llamativa insignia tricolor. Al verme, blandía la pica y me dedicaba una reverencia como burlándose de mí.

Me hacía perder el espectáculo que se desarrollaba en el patíbulo. Había un redoble de tambores, caía la hoja, y cuando levantaba la vista el verdugo me daba la espalda, exhibiendo la cabeza de Margaret Krusemark a una turba entusiasta. Oía pronunciar mi nombre y bajaba del carro para dejarle espacio a un ataúd. Louis Cyphre sonreía. Lo estaba pasando muy bien.

La plataforma estaba manchada de sangre. Al volverme hacia la muchedumbre satisfecha, estaba a punto de resbalar. Un soldado me cogía por el brazo y me guiaba casi amablemente hacia la mesa.

—Debes postrarte, hijo mío —me decía el cura.

Me arrodillaba para murmurar la última plegaria. El verdugo estaba junto a mí. Una ráfaga de viento le alzaba la capucha negra. Reconocía el pelo untado de brillantina y la sonrisa zumbona. ¡El verdugo era Johnny Favorite!

Me desperté dando gritos más estridentes que el timbre del teléfono, que sonaba en ese momento. Me abalancé sobre el auricular como un náufrago sobre un salvavidas.

—¿Diga… diga?

—¿Hablo con Angel? ¿Con Harry Angel? —Era Herman Winesap, mi abogado predilecto.

—Habla Angel. —Sentía la lengua dilatada, daba la impresión de no caberme en la boca.

—Santo cielo, hombre. ¿Dónde ha estado? Hace horas que le llamo a su despacho.

—Dormía.

—¿Dormía? Son casi las once de la mañana.

—He trabajado hasta tarde —respondí—. El horario de los detectives no coincide con el de los abogados de Wall Street.

Si mi réplica le irritó, fue lo bastante hábil como para no demostrarlo.

—Tiene razón. Haga lo que le parezca correcto.

—¿Cuál es ese mensaje tan importante que no pudo dejar en mi servicio de atención de llamadas?

—Ayer dijo que quería entrevistarse con el señor Cyphre.

—Es cierto.

—Bueno, él propone almorzar con usted hoy.

—¿En el mismo lugar de la vez pasada?

—No. El señor Cyphre pensó que posiblemente le agradara Le Voisin. Está en el número 575 de Park.

—¿A qué hora?

—A la una. Aún está a tiempo, si no vuelve a dormirse.

—Iré.

Winesap colgó después de recitar su habitual despedida engolada. Arrastré mi cuerpo dolorido fuera de la cama y cojeé hasta la ducha. Veinte minutos de agua caliente y tres tazas de café negro me hicieron sentir casi como un ser humano.

Con un traje de lana marrón bien planchado, una camisa blanca almidonada y recientemente salida de la lavandería, y una corbata inmaculada, quedé en condiciones de acudir al restaurante francés más refinado de la ciudad. Conduje calle arriba por Park, atravesé el viejo túnel de ferrocarril que pasa bajo Murray Hill y seguí por el viaducto que abrazaba la Grand Central por ambos lados como una carretera bifurcada de montaña. Cuatro manzanas más adelante, la cúpula del Edificio New York Central se alzaba como un sobresaliente signo de admiración gótico. La rampa interior volcaba su tráfico por la parte superior de Park, una avenida que se metamorfoseaba de un cañón uniforme de ladrillo y argamasa en una cordillera aséptica de torres con paredes de cristal.

Encontré un sitio para aparcar cerca de la iglesia de Cristo Científico, en la esquina de la calle 63 y Park, y caminé hacia el este a través de la avenida. La marquesina de Le Voisin ostentaba una dirección de Park, pero se entraba por la calle 63. Entré y dejé el abrigo y el maletín en el guardarropa. Todo el entorno reflejaba la alta categoría de los comensales, protagonistas en los informes de la Bolsa.

El maître me recibió con circunspección diplomática. Mencioné el nombre de Louis Cyphre, y me condujo hacia una mesa de la planta superior, después de pasar frente a la bandeja de los postres. Cyphre se puso de pie cuando nos vio llegar. Vestía pantalones deportivos de franela gris, una americana azul de yachtman, y un pañuelo de seda rojo y verde en torno al cuello. El bolsillo de la pechera ostentaba la insignia del Racquet and Tennis Club. Una estrellita de oro adornaba su solapa. Estaba invertida.

—Me alegro de volver a verle, Angel —dijo, dándome un apretón de manos.

Nos sentamos y pedimos bebidas. Yo me conformé con una botella de cerveza importada, en homenaje a mi resaca. Cyphre pidió un Campari con soda. Mientras esperábamos, hablamos de trivialidades. Cyphre me anunció su plan de realizar un viaje al extranjero durante la Semana Santa: París, Roma, el Vaticano. Aclaró que la ceremonia del Domingo de Pascua en el Vaticano era realmente espléndida. En el programa figuraba una audiencia con el Papa. Lo miré inexpresivamente mientras imaginaba su rostro patricio tocado con un turbante. El Çifr, Amo y Señor de lo Desconocido, se entrevista con Su Santidad, el Sumo Pontífice.

Cuando nos trajeron las bebidas pedimos el almuerzo. Cyphre habló al camarero en francés, y no pude seguir la conversación. Mis conocimientos de ese idioma me bastaron para recorrer el menú por encima, y pedí tournedos Rossini y ensalada de escarola.

En cuanto nos quedamos solos, Cyphre dijo:

—Y ahora, señor Angel, por favor, deme un informe actualizado. —Sonrió y sorbió su brebaje de color rojo rubí.

—Es mucho lo que tengo que contar. Ésta ha sido una semana larga y aún no ha terminado. El doctor Fowler ha muerto. Oficialmente se trata de un suicidio, pero yo no aseguraría que lo es.

—¿Por qué no? El hombre había sido desenmascarado y su carrera corría peligro.

—Ha habido otras dos muertes, dos asesinatos, ambos relacionados con esta investigación.

—Supongo que no ha encontrado a Jonathan.

—Todavía no. He recogido mucha información sobre él, en todos los casos muy poco halagadora.

Cyphre revolvió con una varilla el contenido de su vaso.

—¿Cree que aún vive?

—Parece ser que sí. El lunes por la noche fui a Harlem para entrevistarme con un viejo pianista de jazz llamado Edison Sweet. Vi una foto en la que él aparecía junto a Favorite hace años, y eso despertó mi interés. Curioseé un poco y descubrí que Sweet era miembro de una secta vudú de Harlem. Funcionaba con todas las de la ley: tam-tams, inmolaciones, no le faltaba nada. En los años cuarenta, Johnny Favorite también se contaba entre los prosélitos. Era amante de una sacerdotisa del vudú llamada Evangeline Proudfoot, y tenía mucho que ver con la hechicería. Todo esto me lo contó Sweet. Al día siguiente mataron a Sweet. Teóricamente debía pasar por un asesinato vudú, pero el responsable no estaba familiarizado con los vévé.

—¿Los vévé? —Cyphre arqueó una ceja.

—Los símbolos místicos del vudú. Los habían pintarrajeado con sangre sobre las paredes. Un experto se percató de algunas incongruencias. Se trataba de una pista falsa.

—Usted ha mencionado un segundo asesinato.

—Ya llegaré a ese punto. Era mi otra baza. La prometida rica de Favorite despertó mi curiosidad y realicé algunas indagaciones por ese lado. Tardé bastante en identificarla, a pesar de haberla tenido ante las narices desde el primer momento. Era una astróloga llamada Margaret Krusemark.

Cyphre se inclinó hacia adelante como una ávida chismosa de barrio.

—¿La hija del armador?

—No hay otra.

—Cuénteme qué sucedió.

—Bueno, estoy casi seguro de que Margaret y su padre formaban la pareja que sacó a Favorite de la clínica de Poughkeepsie. Recurrí a ella simulando ser un cliente interesado en hacerse hacer el horóscopo, y consiguió despistarme durante un tiempo. Cuando finalmente me espabilé, volví a su apartamento para registrarlo y…

—¿Forzó la entrada?

—Utilicé una llave maestra.

—Entiendo —asintió Cyphre—. Continúe.

—Muy bien. Entré en el apartamento, con el propósito de explorarlo a fondo, pero las cosas no salieron como las había planeado. Margaret Krusemark estaba en la sala de estar, muerta como una res. Alguien le había extirpado el corazón. Eso también lo descubrí.

—Qué repugnante. —Cyphre se enjugó los labios con la servilleta—. Los periódicos de hoy no mencionaban el corazón.

—Los muchachos de la Brigada de Homicidios siempre omiten algunos detalles para poder comprobar la veracidad de las confesiones de chiflados que nunca faltan.

—¿Usted llamó a la policía? Los periódicos que leí tampoco mencionaban ese detalle.

—Nadie sabe que estuve allí. Me largué. No fue un modo de proceder muy inteligente, pero la policía ya me había asociado con el asesinato de Sweet, y no quería reforzar sus sospechas.

Cyphre frunció el ceño.

—¿Cuál es la naturaleza precisa de su vinculación con el asesinato de Sweet?

—Le había dado mi tarjeta profesional. Los polizontes la encontraron en su apartamento.

Cyphre no pareció sentirse muy dichoso.

—¿Y qué me dice de esa tal Krusemark? ¿A ella también le dio su tarjeta?

—No. Nada me relaciona con ella. Encontré mi nombre en su agenda de mesa y en un horóscopo que ella me había hecho, pero me llevé ambos testimonios conmigo.

—¿Dónde están ahora?

—En un lugar seguro. No se preocupe.

—¿Por qué no los destruye?

—Ése fue mi primer impulso. Pero es posible que el horóscopo suministre alguna pista. Cuando Margaret Krusemark me preguntó cuándo había nacido, le di la fecha de nacimiento de Favorite.

En ese momento el camarero llegó con nuestro pedido. Levantó las tapas de los platos con un floreo de prestidigitador, y se materializó un ayudante con una botella de Burdeos en las manos. Cyphre olfateó el corcho como lo estipulaba el ritual, y paladeó un sorbo de muestra antes de hacer un ademán de aprobación. Después de escanciar dos vasos, los camareros se retiraron sigilosamente, como dos carteristas en el acto de palpar a una multitud.

—Château Margaux del cuarenta y siete —sentenció Cyphre—. Una excelente cosecha para el Haut-Medoc. Me tomé la libertad de pedir algo que a mi juicio armonizará con nuestros respectivos platos.

—Gracias —murmuré—. No soy un gran catador de vinos.

—Éste le gustará. —Levantó el vaso—. Brindo por nuestro éxito perenne. Supongo que al ponerse la policía en contacto con usted, habrá sabido callar mi nombre.

—Cuando pretendieron intimidarme, les di el nombre de Winesap y dije que trabajaba para él. Así me ampara el derecho al secreto profesional, como si fuera un abogado.

—Fue una idea brillante, señor Angel. ¿Y se puede saber qué conclusiones ha sacado?

—¿Conclusiones? No he sacado ninguna conclusión.

—¿Cree que Jonathan ha matado a todas esas personas?

—No es posible.

—¿Por qué no? —Cyphre ensartó con el tenedor un trozo de pâté.

—Porque todo esto parece expresamente preparado. Creo que a Favorite lo han elegido como cabeza de turco.

—Qué hipótesis tan interesante.

Sorbí un poco de vino y me encontré con su mirada glacial.

—El problema consiste en que no sé el porqué. Las respuestas están sepultadas en el pasado.

—Exhúmelas, hombre.

—Mi tarea sería mucho más sencilla, señor Cyphre, si se sincerara conmigo.

—¿Qué dice?

—Usted no me ha prestado mucha ayuda. Todo lo que sé acerca de Johnny Favorite he tenido que averiguarlo por mi cuenta. Usted no me ha dado ninguna pista. Y sin embargo estuvo relacionado con él. Habían concertado un acuerdo. Usted y aquel pobre huérfano que despanzurraba palomas y cargaba con una calavera en la maleta. Hay muchas cosas sobre las que no suelta prenda.

Cyphre cruzó los cubiertos de plata sobre su plato.

—Cuando conocí a Jonathan, éste trabajaba como ayudante en un restaurante. Si llevaba calaveras en su maleta, nunca lo supe. Tendré mucho gusto en suministrarle toda la información que usted me pida.

—Muy bien. ¿Por qué usa una estrella invertida?

—¿Ésta? —Cyphre echó una mirada a su solapa—. Vaya, tiene razón, está torcida. —La hizo girar cuidadosamente en el ojal hasta enderezarla—. Es la insignia de los Hijos de la República. Una organización de patriotas fanáticos. Me nombraron socio honorario cuando les envié una donación durante una colecta. Nunca está de más aparentar patriotismo. —Cyphre se inclinó hacia adelante, con una sonrisa más blanca que la de un anuncio de pasta dentífrica—. En Francia siempre uso la tricolor.

Me quedé mirando su sonrisa resplandeciente, y me hizo un guiño. Un helado terror de pesadilla me corrió por todo el cuerpo como una descarga eléctrica. Estaba petrificado, sin poder moverme, hipnotizado por la inmaculada sonrisa de Cyphre. Era la sonrisa que había visto al pie del patíbulo.

—¿Se encuentra bien, señor Angel? Le noto un poco pálido.

Jugaba conmigo, sonriendo como el gato de Cheshire en el episodio de Alicia en el país de las maravillas. Entrelacé mis manos sobre los muslos para que no las viera temblar.

—Debe de haber sido algo que he tragado —murmuré—. Se me ha atascado en la garganta.

—Sea prudente. Podría morir asfixiado.

—Estoy bien. No se preocupe. Nada me impedirá llegar a la verdad.

Cyphre apartó el plato, dejando el refinado pâté a medio comer.

—La verdad, señor Angel, es una presa escurridiza.