La secretaria rubia apenas me echó una mirada fugaz cuando cerré ruidosamente la puerta de caoba barnizada. Quizás estuviese acostumbrada a que los limpiadores de cristales controlaran el despacho de su jefe. Tropecé con Ethan Krusemark en persona que volvía a grandes zancadas por el largo pasillo, con el pecho hinchado como si llevara una hilera de medallas invisibles prendidas a su traje de franela gris. Gruñó al pasar. Supongo que esperaba que le hiciera una reverencia. En cambio murmuré «¡Mierda!», pero la palabra le resbaló como un escupitajo.
Al salir, le lancé un beso sonoro a la recepcionista. Hizo una mueca como si tuviera la boca llena de tripas de gusanos, pero a dos vendedores que descansaban sus posaderas en sendas sillas gemelas les gustó la idea.
Me cambié en el armario de los enseres de limpieza con una rapidez que habría despertado la envidia de Superman. No tuve tiempo de volver a acomodar el maletín, de modo que metí el Smith & Wesson y el micrófono de contacto en los bolsillos del abrigo y dejé el mono y el correaje de seguridad apelotonados dentro del cubo abollado. En el ascensor me acordé de la corbata, y me la anudé torpemente y a ciegas alrededor del cuello de la camisa.
En la calle no vi señales de Margaret Krusemark. Había dicho que iría a Saks, e imaginé que había tomado un taxi. Resolví darle tiempo por si cambiaba de idea; crucé Lexington hasta la Grand Central y entré por la puerta lateral.
Bajé por la rampa hasta el Oyster Bar y pedí una docena de ostras de Blue Point en su concha. Las hice desaparecer rápidamente. Bebí el jugo de las valvas vacías y pedí otra media docena, que paladeé con más lentitud. Veinte minutos más tarde aparté el plato y me encaminé hacia una cabina telefónica. Marqué el número de Margaret Krusemark y dejé que llamara diez veces antes de cortar. Estaba seguramente en Saks. Quizá pasara por otras tiendas antes de volver a casa.
El metro trasportó mi cuerpo repleto de moluscos hacia Times Square, donde conecté con otra línea hasta la calle 57. Telefoneé a casa de Margaret Krusemark desde la cabina de la esquina, y tampoco esta vez obtuve respuesta. Al pasar frente a la entrada del número 881 de la Séptima, vi que tres personas esperaban el ascensor, de modo que seguí caminando hasta la calle 56. Encendí un cigarrillo y volví andando calle arriba. Esta vez el vestíbulo se hallaba vacío. Me encaminé directamente hacia la escalera de incendios. No quería que me reconocieran los ascensoristas.
Subir once pisos a pie no está mal cuando te entrenas para la maratón, pero carece absolutamente de gracia con dieciocho ostras revolcándose en tu estómago. No me di prisa, y hasta hice altos cada dos pisos, rodeado por la confluencia cacofónica de una docena de lecciones dispares de música.
Cuando llegué a la puerta de Margaret Krusemark respiraba como un fuelle y mi corazón palpitaba como un metrónomo graduado en presto. El pasillo estaba desierto. Abrí el maletín y saqué los guantes de goma, de cirujano. La cerradura era de un modelo corriente. Pulsé varias veces el timbre antes de seleccionar entre mis preciadas llaves maestras las más apropiadas.
La tercera llave que probé giró sin encontrar resistencia. Cogí el maletín, entré y cerré la puerta detrás de mí. El olor a éter era asfixiante. Impregnaba el aire, volátil y aromático, resucitando recuerdos del hospital. Saqué el 38 del bolsillo del abrigo y me deslicé a lo largo de la pared del vestíbulo oscuro. No se necesitaba ser Sherlock Holmes para intuir que allí había sucedido algo muy feo.
Evidentemente, Margaret Krusemark no había ido de compras. Yacía boca arriba en la habitación soleada, despatarrada sobre la mesa baja al pie de las palmeras plantadas en tiestos. El sofá en que habíamos tomado el té había sido empujado contra la pared para que ella quedara aislada en el centro de la alfombra, como una ofrenda sobre un altar.
Le habían desgarrado la blusa campesina, y sus pechos menudos estaban pálidos y ofrecían un espectáculo nada desagradable si se exceptuaba la incisión mellada que le partía el torso desde un punto situado debajo del diafragma hasta la mitad del esternón. De la herida manaba sangre y unos hilillos rojos le corrían por las costillas y se desparramaban sobre la mesa. Por lo menos tenía los ojos cerrados: eso era una ventaja.
Guardé el revólver y le apoyé las yemas de los dedos sobre el cuello. A través de la goma delgada sentí que aún estaba tibia. Tenía las facciones compuestas, casi como si sólo durmiera, y algo muy parecido a una sonrisa aleteaba en sus labios. En el otro extremo de la habitación, un reloj de repisa desgranó sus campanadas. Eran las cinco de la tarde.
Encontré el arma del crimen debajo de la mesa. Una daga azteca para inmolaciones procedente de la colección de la misma Margaret Krusemark, con la refulgente hoja de obsidiana empañada por la sangre que ya empezaba a secarse. No la toqué. No se veían señales de lucha. El sofá había sido empujado cuidadosamente. Era fácil reconstruir el asesinato.
Margaret Krusemark había cambiado de idea respecto a las compras. Había optado por volver directamente a casa, y el asesino, o la asesina, la esperaba dentro del apartamento. La había sorprendido desde atrás y le había cubierto la nariz y la boca con un algodón impregnado en éter. Se había desvanecido antes de acertar a resistirse.
Una estera de oraciones arrugada, próxima a la puerta, indicaba por dónde la había arrastrado hacia el interior de la habitación. El asesino la había alzado y la había depositado cuidadosa, casi cariñosamente, sobre la mesa, y había apartado los muebles para disponer de más espacio.
Miré largamente en torno. Aparentemente, no faltaba nada. La colección de fetiches ocultistas parecía intacta. Sólo faltaba la daga de obsidiana, y yo sabía dónde hallarla. No habían abierto cajones ni registrado armarios. Nadie había tratado de simular un robo.
Junto al ventanal, entre dos plantas tropicales, hice un pequeño descubrimiento. Un músculo brillante y empapado en sangre, más o menos del tamaño de una pelota de tenis deforme, descansaba dentro de una palangana instalada sobre un alto trípode helénico de bronce. Parecía algo traído por el perro, y tuve que mirarlo largamente antes de darme cuenta de lo que era. El día de San Valentín ya nunca volvería a ser el mismo. Era el corazón de Margaret Krusemark.
Qué sencillo es el corazón humano. Bombea día tras día, año tras año, hasta que viene alguien y lo arranca, y al final parece un trozo de alimento para perros. Di la espalda al músculo cardíaco de la Bruja de Wellesley, mientras sentía que las dieciocho ostras se atropellaban para salir al aire libre.
Después de husmear un poco, encontré en una cesta de mimbre un trapo impregnado en éter. Lo dejé allí para que se entretuvieran los chicos de la Brigada de Homicidios. Ellos lo llevarían a Jefatura junto con la carne muerta y lo analizarían en el laboratorio. Elaborarían informes para archivar por triplicado. Ésa era su función, no la mía.
En la cocina no encontré nada interesante. Era una cocina como todas las demás: libros de recetas, ollas y sartenes, un estante con especias, una nevera llena de sobras. La basura estaba acumulada en una bolsa de Bloomingdale’s, pero era precisamente esto, basura y nada más: sedimentos de café y huesos de pollo.
El dormitorio parecía más prometedor. La cama estaba deshecha, con manchas de jugos sexuales en las sábanas arrugadas. A la bruja no le faltaban hechiceros. En un pequeño cuarto contiguo encontré el estuche de plástico de un diafragma. Estaba vacío. Si había fornicado esa mañana, era probable que aún lo llevase puesto. Los chicos de la Jefatura también comprobarían ese detalle.
El botiquín de Margaret Krusemark tenía un espejo flanqueado por altos estantes, sobre el lavabo. Las aspirinas, los polvos dentales, la leche de magnesia y los frasquitos de medicamentos corrientes, se disputaban el espacio con potes llenos de polvos fétidos identificados mediante indescifrables signos de alquimia. Había diversas hierbas aromáticas guardadas en botes de metal uniformes, herméticamente cerrados. La menta fue la única que reconocí por su olor.
Una calavera amarilla me sonreía desde encima de una caja de Kleenex. En la repisa había un mortero y un almirez junto a los Tampax. Sobre la tapa del depósito del inodoro se amontonaban una daga de doble filo, un ejemplar de Vogue, un cepillo para el pelo y cuatro gruesas velas negras.
Detrás de un pote de crema facial encontré una mano humana amputada. Oscura y arrugada, descansaba allí como un guante olvidado. Cuando la levanté, pesaba tan poco que estuve a punto de dejarla caer. No encontré un ojo de tritón, pero no por falta de empeño.
El dormitorio comunicaba con un pequeño despacho en que realizaba sus trabajos. Un fichero repleto de horóscopos de clientes no me reveló nada. Busqué infructuosamente en la «F» de Favorite y la «L» de Liebling. Había una pequeña hilera de libros de consulta y un globo terráqueo. Los libros estaban apoyados contra un cofrecillo cerrado de alabastro, que tenía más o menos las dimensiones de una caja de cigarros. Sobre la tapa había tallada una serpiente de tres cabezas.
Hojeé los libros con la esperanza de hallar un recorte oculto, pero no había nada. Cuando registré los papeles desordenados sobre el escritorio, me llamó la atención una tarjeta impresa con ribete negro. Arriba tenía estampada una estrella invertida de cinco puntas, encerrada en un círculo. La estrella tenía superpuesta la cabeza de un macho cabrío. Debajo del emblema se leía, en mayúsculas ornamentales, missa niger. El texto también estaba en latín. Al pie figuraban los números XXII.III.MCMLIX. Era una fecha. El Domingo de Ramos, para el que faltaban sólo cuatro días. Había un sobre que hacía juego, dirigido a Margaret Krusemark. Deslicé en él la tarjeta y lo metí en el maletín.
La mayoría de los papeles diseminados sobre el escritorio correspondía a cálculos astrales y horóscopos en preparación. Les eché una mirada indiferente y encontré uno encabezado con mi nombre. ¡Vaya si le hubiese gustado al teniente Sterne ponerle las manos encima! Debería haberlo quemado, o arrojado al water, pero en cambio, como un lelo, lo guardé en mi maletín.
El hallazgo del horóscopo me indujo a revisar la agenda de mesa de Margaret Krusemark. Ahí estaba yo, el lunes 16: «H. Angel, 13:30 horas». Arranqué la hoja y la sumé al contenido del maletín. En la página que correspondía al día de la fecha figuraba una cita para las diecisiete treinta. Mi reloj adelantaba unos minutos, pero faltaba poco para las cinco y veinte.
Al salir, dejé la puerta entornada. Algún otro encontraría el cadáver y llamaría a la policía. Yo no quería meterme en ese lío. ¡Pobre de mí! Estaba hundido en él hasta el cuello.