Capítulo 27

La recepcionista me miró como si yo no existiera cuando crucé el vestíbulo alfombrado entre los modelos de buques cisterna protegidos por un cristal y los grabados de clípers que colgaban de las paredes. Le guiñé un ojo y ella me volvió la espalda con un rápido impulso de su silla giratoria. Las puertas de vidrio esmerilado que conducían al santuario interior ostentaban anclas de bronce antiguo a modo de manijas, y las empujé tarareando por lo bajo una canción marinera.

Me encontré en un largo pasillo flanqueado por puertas. Eché a andar por él, meciendo el cubo y leyendo los nombres adosados a las puertas. Ninguno era el que me interesaba. Al final del pasillo había una sala de grandes dimensiones donde dos teletipos tecleaban como secretarias robot. El timón de madera de un barco descansaba contra una pared, y de las restantes colgaban más grabados de clípers. Había varias sillas cómodas, una mesa con un cristal sobre la que estaban diseminadas varias revistas y una rubia deslumbrante que abría sobres con un cortaplumas detrás de un escritorio en forma de L. A un lado se alzaba una puerta de caoba. Al nivel de los ojos, unas letras de bronce en relieve proclamaban: ETHAN KRUSEMARK.

La rubia levantó la vista y sonrió, mientras ensartaba una carta como un D’Artagnan femenino. La pila de correspondencia que se levantaba junto a ella tenía treinta centímetros de altura.

Mis esperanzas de quedarme a solas con el micrófono de contacto salieron volando por la ventana, metáfora ésta que no tardaría en lamentar.

La rubia no me prestó atención, concentrada en su sencilla tarea. Me abroché el cubo al cinturón, abrí la ventana y cerré los ojos. Me castañeteaban los dientes, pero no por efectos de la corriente de aire frío.

—Por favor, dése prisa —exclamó la rubia—. Mis papeles vuelan por todas partes.

Agarrándome con fuerza, me deslicé por debajo de la baranda inferior y me senté de espaldas, con las piernas aún acogidas a la protección de la oficina. Estiré la mano hacia arriba y enganché una correa del arnés de seguridad al marco exterior. Lo único que me separaba de la rubia de dentro era el espesor del cristal, pero tanto habría dado que estuviera a un millón de kilómetros. Cambié de mano y enganché la otra correa.

Necesité recurrir a toda mi fuerza de voluntad para ponerme de pie. Traté de recordar a los compañeros de guerra del cuerpo de paracaidistas que habían salido indemnes de cientos de saltos, pero fue inútil. El pensar en los paracaídas sólo sirvió para empeorar las cosas.

Apenas tenía espacio para las puntas de los pies en la angosta cornisa. Bajé la ventana, y el viento huracanado se llevó el tableteo reconfortante de los teletipos que habían quedado dentro. Me dije que no debía mirar hacia abajo. Eso fue lo primero que hice.

El cañón sombrío de la calle 42 bostezaba a mis pies, y los peatones y el tráfico se me aparecieron como hormiguitas y escarabajos metálicos reptantes. Miré hacia el este, en dirección al río, más allá de las rayas verticales marrones y blancas del Edificio del Daily News y de la refulgente losa verde del secretariado de las Naciones Unidas. Un remolcador de juguete pasó escupiendo humo y arrastrando una ristra de barcazas sobre su estela plateada.

El fuerte viento helado me aguijoneaba la cara y las manos y tiraba de mis ropas, haciendo flamear como estandartes de guerra las anchas perneras del mono. Quería arrancarme de la fachada del edificio y arrastrarme por encima de los tejados, de las palomas que volaban y de las chimeneas humeantes. El frío y el miedo me hacían temblar las piernas. Si no se me llevaba el viento, las vibraciones no tardarían en zafarme del lugar al que me aferraba con tal crispación que me ponía blancos los nudillos.

Dentro, la rubia abría la correspondencia sin que nada le preocupara. Para ella, yo ya había desaparecido.

De pronto, pareció muy gracioso: Harry Angel, la Mosca Humana. Recordé el estribillo estentóreo de un animador de circo: «… donde los ángeles temen pisar», y lancé una carcajada. Me recosté contra las correas y descubrí, complacido, que me sostenían. No era tan difícil. Los limpiadores de cristales lo hacían durante toda la jornada.

Me sentí como un montañero al escalar por primera vez un farallón increíble. Varios pisos más arriba, las gárgolas con reminiscencias de tapas de radiador asomaban de las esquinas del rascacielos, y a continuación la aguja de acero inoxidable se ahusaba bajo el sol, refulgiendo como la cima helada de un pico virgen.

Era hora de ponerme en movimiento. Desabroché la correa derecha del arnés, la pasé al otro lado y la sujeté a la misma abrazadera que aguantaba la otra. Después me deslicé por la cornisa, desabroché la correa interior, y me estiré sobre el vacío hasta el marco de la ventana siguiente. Tanteé los ladrillos a ciegas hasta encontrar lo que buscaba y enganché la correa.

Asegurado a ambas ventanas, pasé al otro lado con el pie izquierdo. Desenganchar, enganchar, pasar con el pie derecho: listo. La travesía no duró más que unos segundos, pero parecieron años.

Cuando sujeté la correa izquierda a la jamba opuesta de la ventana, vi el interior del despacho de Ethan Krusemark. Ocupaba una vasta habitación de la esquina, con otras dos ventanas en esa pared y tres más del lado de Avenida Lexington. Su escritorio consistía en una enorme losa ovalada de mármol del Pentélico, totalmente desnuda si se exceptuaba un teléfono de ejecutivo con seis teclas y una estatuilla de bronce bruñido que representaba a Neptuno blandiendo el tridente sobre las olas. Un bar empotrado cerca de la puerta despedía destellos de cristal. De las paredes colgaban cuadros impresionistas franceses. Nada de clípers para el patrón.

Krusemark y su hija estaban sentados en un largo sofá beige adosado a la pared de enfrente. Un par de copas de coñac brillaban frente a ellos sobre una mesita baja de mármol. Krusemark guardaba una gran semejanza con su retrato: un pirata rubicundo, envejecido, coronado por una abundante y bien peinada cabellera de plata. A mi juicio, se parecía más a un villano de comic infantil que a Clark Gable.

Margaret Krusemark había trocado su solemne uniforme negro por una blusa campesina y un delantal tirolés bordado. Pero seguía luciendo la estrella de cinco puntas invertida, de oro. De vez en cuando, uno de ellos miraba en línea recta a través de la habitación, en dirección a mí. Yo frotaba el vidrio con agua jabonosa delante de mi cara.

Saqué del mono el micrófono de contacto y conecté el audífono. Después de envolver el dispositivo en una bayeta, lo adosé al vidrio y simulé fregar. Sus voces me llegaban tan claras y nítidas como si hubiese estado sentado junto a ellos en el sofá.

El que hablaba era Krusemark.

—… ¿y sabía la fecha de nacimiento de Jonathan?

Margaret jugó nerviosamente con la estrella de oro.

—Con la mayor precisión —asintió ella.

—No le habría resultado difícil averiguarla ¿Estás segura de que es un detective?

—Me lo dijo la hija de Evangeline Proudfoot. Sabe tanto acerca de Jonathan que le despertó la curiosidad a ella.

—¿Y el médico de Poughkeepsie?

—Ha muerto. Se suicidó. Telefoneé a la clínica. Sucedió a comienzos de esta semana.

—Entonces nunca podremos saber si el detective habló con él o no.

—Esto no me gusta nada, papá. No después de tantos años. Angel ya sabe demasiado.

—¿Angel?

—El detective. Por favor, presta atención a lo que te digo.

—Lo estoy haciendo, Meg. Dame tiempo, eso es lo único que te pido. —Krusemark sorbió su coñac.

—¿Por qué no nos libramos de Angel?

—¿Qué beneficio sacaríamos de ello? Esta ciudad está infestada de investigadores privados de pacotilla. No es Angel quien debe preocuparnos, sino el hombre que lo contrató.

Margaret Krusemark cogió la mano de su padre entre las suyas.

—Angel volverá. En busca del horóscopo.

—Házselo.

—Ya lo he hecho. Se parece tanto al de Jonathan: sólo difiere el lugar del nacimiento. Podría haberlo elaborado de memoria.

—Estupendo. —Krusemark vació su coñac—. Si conoce su oficio, cuando vaya a buscarlo ya sabrá que no tienes una hermana. Síguele la corriente. Eres una chica lista. Si no consigues sonsacarle ninguna información, échale alguna poción en el té. Hay muchos sistemas para hacer hablar a un hombre. Necesitamos conocer el nombre de su cliente. No podemos dejar morir a Angel sin haber averiguado antes para quién trabaja. —Krusemark se puso en pie—. Esta tarde tengo varias entrevistas importantes, Meg, de modo que si no hay algo más…

—No, no hay nada más. —Margaret Krusemark se puso en pie y se alisó la falda.

—Excelente. —Le echó un brazo sobre el hombro—. Telefonéame apenas tengas noticias del detective. Yo aprendí el arte de la persuasión en Oriente. Veremos si he perdido la mano.

—Gracias, papá.

—Te acompañaré hasta afuera. ¿Qué planes tienes para el resto del día?

—No lo sé. Tal vez vaya a hacer algunas compras en Saks. Después… —El resto de la frase se perdió cuando cerraron la pesada puerta de caoba a sus espaldas.

Metí dentro del mono el micrófono de contacto envuelto en la bayeta y tanteé la ventana. No tenía echado el pestillo y la abrí sin gran esfuerzo. Zafé una correa del arnés de seguridad y metí dentro de la habitación mis piernas temblorosas. Un momento después había soltado la otra correa y me hallaba relativamente seguro en el despacho del magnate. El riesgo corrido había dado frutos: hacerme pasar por limpiador de cristales había sido un juego de niños en contraste con lo que debía ser probar personalmente la artesanía oriental de Krusemark.

Cerré la ventana y miré alrededor. Aunque estaba ansioso por curiosear un poco, sabía que no disponía de tiempo. La copa de coñac de Margaret Krusemark estaba casi intacta sobre la mesita de mármol. No le habían echado ninguna poción. Aspiré su aroma y bebí un sorbo. El coñac me corrió por la lengua como un fuego aterciopelado. Lo vacié en tres rápidos tragos. Era añejo y caro y merecía un trato mucho mejor, pero yo tenía prisa.