Capítulo 26

Epiphany y la Krusemark salieron juntas del edificio y caminaron cincuenta metros hacia arriba hasta la calle 57. Yo marchaba por la acera de enfrente, un poco más adelantado. A llegar a la esquina, Margaret Krusemark besó cariñosamente a Epiphany en la mejilla, como una tía solterona a la hora de despedirse de su sobrina favorita.

Cuando cambió la luz del semáforo, Epiphany empezó a cruzar la avenida en dirección a mí. Margaret Krusemark hacía señas frenéticas a los taxis que pasaban. Divisé un Checker nuevo que se acercaba con la luz del techo encendida. Lo detuve y monté en él antes de que me viera Epiphany.

—¿Adónde, señor? —preguntó el conductor carirredondo mientras bajaba la bandera.

—¿Le importaría duplicar el importe que marque el taxímetro?

—¿Qué debo hacer?

—Una persecución. Deténgase un minuto frente a la sala de té rusa. —Hizo lo que le pedía y se volvió en el asiento para examinarme. Le mostré fugazmente la insignia de policía honorario prendida a mi billetera y dije—: ¿Ve a esa señora del abrigo de tweed que sube a un taxi frente al Carnegie Hall? Que no se le escape.

—Es un bombón.

El otro taxi viró abruptamente por la calle 57, dando una curva cerrada. Ejecutamos la misma maniobra sin llamar demasiado la atención y los seguíamos a cincuenta metros de distancia cuando enfilaron por la Séptima hacia el sur. El carirredondo buscó mi mirada en el espejo retrovisor y sonrió.

—Me prometió una bonificación, ¿no es cierto, amigo?

—Así es, si no deja que lo descubran.

—Llevo demasiado tiempo en el oficio para cometer esos errores, amigo.

Seguimos por la Séptima Avenida hasta Times Square, y pasamos frente a mi oficina antes de que el otro coche doblara a la izquierda y enderezara hacia el este por la calle 42. Zigzagueando diestramente entre el tráfico, nos mantuvimos a una distancia razonable sin dejarnos ver, y el conductor aceleró un poco para adelantarse a un cambio de luz en la Quinta Avenida cuando le pareció que podríamos quedarnos atrás.

En las dos manzanas que separaban la Quinta de Grand Central había un gran atasco y el tráfico se quedó casi parado.

—Debería haberlo visto ayer —comentó el carirredondo a modo de explicación—. El desfile del día de San Patricio. El caos duró toda la tarde.

En la esquina de la Avenida Lexington el taxi de Margaret Krusemark volvió a virar calle arriba y lo vi detenerse frente al Edificio Chrysler. Se encendió la luz del techo. La pasajera se apeaba.

—Aquí está bien —dije, y el carirredondo se detuvo frente al Edificio Chanin. El taxímetro marcaba un dólar y medio. Le di siete billetes y le dije que se guardara el cambio. Se lo había ganado, aunque fuera un abusón.

Empecé a cruzar la Avenida Lexington. El otro taxi se había ido y Margaret Krusemark también. No importaba. Sabía adónde se encaminaba. Cuando pasé por la puerta giratoria miré el tablero instalado en el vestíbulo anguloso de mármol y cromo. Krusemark Maritime, Inc. estaba en el cuadragésimo quinto piso.

Sólo cuando salí del ascensor deseché mi idea originaria de enfrentarme a los Krusemark. Era demasiado pronto para mostrar mi juego, aunque tampoco tuviese una baza mejor. La hija había descubierto que yo estaba buscando a Johnny Favorite y había recurrido inmediatamente a papá. Lo que quería decirle era tan delicado que no podía arriesgarse a hacerlo pasar por la centralita de la oficina, pues de lo contrario se habría limitado a telefonearle. Estaba pensando en la fortuna que habría pagado por poder escuchar la conversación que se desarrollaba alrededor de la mesa de conferencias de la familia, cuando vi a un limpiador de cristales que marchaba a realizar su trabajo.

Era un hombre calvo, de edad intermedia, con la nariz recompuesta típica de los boxeadores retirados. Avanzaba por el pasillo resplandeciente, silbando el éxito del verano anterior, «Volare». Llevaba un mono verde mugriento, y el correaje de seguridad le colgaba como un par de tirantes desabrochados.

—Escúcheme un minuto, amigo —exclamé, y el hombre se interrumpió en la mitad del silbido y me miró con los labios todavía fruncidos, como si esperara un beso—. Apuesto a que no sabe decirme quién está retratado en los billetes de cincuenta dólares.

—¿Qué es esto? ¿Una toma para el programa del objetivo indiscreto?

—De ninguna manera. Sólo le apuesto a que no sabe quién está retratado en los billetes de cincuenta dólares.

—Muy bien, sabihondo. Thomas Jefferson.

—Se equivoca.

—¿Y qué? A nadie le importa. ¿Qué significa todo esto?

Saqué la cartera y extraje el billete doblado de cincuenta que llevo para los casos de emergencia y los sobornos esporádicos. Lo levanté para que viera la cifra.

—Se me ocurrió que tal vez quisiera saber quién fue el afortunado presidente.

El limpiador de cristales carraspeó y pestañeó.

—¿Está chiflado o qué?

—¿Cuánto le pagan por su trabajo? —le pregunté—. Vamos, puede decírmelo. No es un secreto de Estado, ¿verdad?

—Cuatro y medio la hora, gracias al sindicato.

—¿Le gustaría ganar diez veces más? Gracias a mí.

—¿De veras? ¿Y qué debo hacer a cambio de esa fortuna?

—Alquilarme su equipo durante una hora y largarse de aquí. Vaya abajo y cómprese una cerveza.

Se frotó la calva, aunque ésta no necesitara más lustre.

—Está chalado, ¿no es cierto? —Su tono dejaba traslucir una pizca de sincera admiración.

—¿Qué más da? Lo único que quiero es alquilarle el equipo, sin más preguntas. Usted se ganará cincuenta dólares por calentar la silla durante una hora ¿Se le ocurre algo mejor?

—Está bien. Trato hecho, amigo. Si es tan generoso, no le diré que no.

—Le felicito.

El tipo me hizo una seña con la cabeza para que le siguiera y me condujo otra vez por el pasillo hasta una puerta angosta contigua a la salida de incendios. Era un armario para guardar enseres.

—Deje todo mi equipo aquí cuando haya terminado —dijo, mientras se desabrochaba el arnés de seguridad y se quitaba el mono mugriento.

Colgué mi abrigo y mi americana del mango de un cepillo, y me puse el mono. Estaba rígido y olía ligeramente a amoníaco, como un pijama después de una orgía.

—Será mejor que se quite la corbata —me advirtió el limpiador—. A menos que quiera parecer un candidato a la directiva del sindicato local.

Metí la corbata en el bolsillo de la americana y le pedí al tipo que me enseñara cómo se usaba el correaje. La técnica parecía muy sencilla.

—No pensará colgarse fuera, ¿verdad? —inquirió.

—¿Cómo se le ocurre? Sólo quiero hacerle una broma a una amiga. Trabaja como recepcionista en este piso.

—No tengo nada que objetar —respondió el tipo—. No se olvide de dejar el equipo en el armario.

Le metí el billete doblado en el bolsillo de la camisa.

—Usted y Ulysses Simpson Grant pueden irse de juerga.

Me miró con talante tan inexpresivo como el de una res a la que acaban de pegarle un mazazo. Le dije que observara el retrato del billete. Se alejó silbando.

Antes de meter el maletín debajo del fregadero de hormigón, saqué el 38 de dentro. El Smith & Wesson Centennial es un revólver muy manejable. Su cañón de cinco centímetros cabe cómodamente en el bolsillo y, como el disparador no tiene gatillo, no hay nada que pueda engancharse en la tela cuando te la estás jugando. Una vez había tenido que disparar sin sacar el arma de la americana. Malo para mi guardarropa, pero mucho mejor que dejarme tomar las medidas para uno de esos trajes sin espaldas con los que te visten los de las funerarias.

Deslicé el pequeño revólver de cinco tiros dentro del mono y pasé el micrófono de contacto al otro bolsillo. Con un cubo y un cepillo en la mano, me encaminé hacia la impresionante entrada de bronce y cristal de Krusemark Maritime, Inc.