Llegué no menos de quince segundos antes que el ascensor y esperé en el hueco de la escalera, con la puerta de emergencia apenas entreabierta. Epiphany pasó delante de mí y salió a la calle. Yo la seguía de cerca cuando dio vuelta a la esquina y bajó al metro.
Tomó el tren local que llevaba a la parte alta de la ciudad. Yo monté en el vagón siguiente y, cuando se puso en movimiento, me coloqué en la zarandeada plataforma de metal situada encima del mecanismo de enganche, desde donde podía espiar a través del vidrio de la puerta. Ella estaba sentada con recato, con las rodillas muy juntas, y miraba los anuncios alineados sobre las ventanillas. Dos paradas más adelante, se apeó en Columbus Circle.
Se encaminó hacia el este por Central Park South y pasó frente al monumento al Maine, en cuya cúspide se levantaba el carro tirado por hipocampos, forjado con el hierro del cañón de aquel acorazado hundido durante la guerra con Cuba, en 1898. Había unos pocos peatones, y yo me mantenía lo bastante alejado como para no oír el repiqueteo de sus tacones sobre las piezas hexagonales de asfalto que bordeaban el parque.
Dobló calle abajo por la Séptima Avenida. La vi estudiar los números de los portales a medida que pasaba de prisa frente al Athletic Club y a los Apartamentos Alwyn Court con sus esculturas incrustadas. En la esquina de la calle 57 la detuvo una anciana que llevaba una pesada cesta de compras, y me aposté en la entrada de una lencería mientras ella daba explicaciones a su interlocutora, señalando hacia el parque, sin verme.
Estuve a punto de perderla cuando atravesó la calzada de dos carriles un momento antes de que cambiara la luz del semáforo. Quedé varado en el bordillo de la acera, pero ella acortó el paso para escudriñar los números de las tiendas situadas al lado del Carnegie Hall. Incluso antes de que la señal para peatones cambiara al verde, la vi detenerse en el extremo de la manzana y entrar en el edificio. Yo ya sabía adónde se dirigía: al número 881 de la Séptima. Allí vivía Margaret Krusemark.
En el vestíbulo observé cómo la flecha de bronce situada sobre el ascensor de la derecha se detenía en el «11», mientras su gemela de la izquierda bajaba. Cuando se abrió la puerta de la cabina salió un cuarteto de cuerdas completo, con sus instrumentos guardados en los correspondientes estuches. El único pasajero que subió conmigo fue un repartidor de Gristede’s con una caja de provisiones cargada sobre el hombro. El chico descendió en el quinto piso.
—Noveno, por favor —le dije al ascensorista.
Subí por la escalera de incendios hasta el piso en que vivía Margaret Krusemark, después de dejar atrás el ritmo frenético de una clase de claqué. Cuando recorrí el pasillo desierto en dirección a la puerta que lucía el signo de Escorpio, la soprano seguía haciendo gorgoritos a lo lejos.
Abrí mi maletín sobre la alfombra raída. En el compartimiento plegable de arriba llevaba una serie de falsos formularios y documentos que le daban un aspecto oficial, pero debajo del doble fondo guardaba las herramientas del oficio. Una capa de espuma de poliuretano lo mantenía todo en su sitio. Allí descansaban un juego de ganzúas, un micrófono de contacto con un magnetófono en miniatura, unos prismáticos Leitz de diez aumentos, una cámara Minox con un equipo para fotografiar documentos, una colección de llaves maestras que me había costado quinientos dólares, unas esposas niqueladas, y un Special Smith & Wesson Centennial calibre 38, cargado, cuyo armazón estaba fabricado con una aleación superliviana.
Saqué el micrófono de contacto y le conecté el audífono. Era un artefacto de primera. Cuando adosaba el micrófono a la superficie de una puerta, oía todo lo que se hablaba al otro lado de ella. Si se acercaba alguien, dejaba caer el dispositivo en el bolsillo de la camisa, y el audífono se confundía con un aparato para sordos.
Pero esta vez no se acercó nadie. Los trinos de la soprano se fusionaron con las lejanas lecciones de piano, en el pasillo desierto. Le oí decir a Margaret Krusemark, dentro del apartamento:
—No éramos grandes amigas, pero yo respetaba mucho a tu madre.
La respuesta murmurada por Epiphany fue inaudible.
—La veía a menudo, antes de que tú nacieras —continuó la astróloga—. Era una mujer poderosa.
—¿Cuánto tiempo duró tu compromiso con Johnny? —preguntó Epiphany.
—Dos años y medio. ¿Leche o limón, querida?
Obviamente, había llegado de nuevo la hora del té. Epiphany optó por el limón y afirmó:
—Durante todo ese tiempo mi madre fue amante de Johnny.
—¿Acaso crees que no lo sabía, criatura? Johnny y yo no teníamos secretos el uno para el otro.
—¿Ése fue el motivo de la ruptura?
—Nuestro distanciamiento no fue más que una estratagema para despistar a la prensa. Teníamos razones particulares para fingir una ruptura. En realidad, nunca estuvimos más unidos que durante esos últimos meses, hasta que lo llamaron a filas. Nuestra relación era muy peculiar, no lo niego. Espero que seas lo bastante liberal como para no dejarte arrastrar por las convenciones burguesas. Éstas nunca influyeron sobre tu madre.
—¿Qué podría ser más burgués que un ménage á trois?
—¡No era un ménage á trois! ¿Acaso piensas que estábamos enredados en un depravado club de orgías?
—No sé ni remotamente en qué estabais enredados. Mamá nunca me habló de ti.
—¿Por qué habría de hacerlo? Para ella, Jonathan estaba muerto y enterrado. Él era lo único que nos unía.
—Pero no está muerto.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé y eso basta.
—¿Alguien ha andado haciendo preguntas acerca de Jonathan? Contéstame, criatura. Es posible que la vida de todos nosotros dependa de ello.
—¿Por qué?
—No interesa por qué. Alguien ha estado sonsacando información acerca de él, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Cómo era?
—Sólo un hombre. Corriente.
—¿Más bien corpulento? ¿No precisamente gordo pero sí con un par de kilos de más? ¿Desaliñado? Lo que quiero decir es que viste mal, con un traje azul arrugado y zapatos que necesitan una limpieza. ¿Bigote negro tupido, pelo cortado a cepillo que empieza a tirar a gris?
—Ojos azules bondadosos —murmuró Epiphany—. Es lo primero que notas.
—¿Dijo que se llama Angel? —La voz de Margaret Krusemark delató una ansiedad estridente.
—Sí, Harry Angel.
—¿Qué deseaba?
—Busca a Johnny Favorite.
—¿Por qué?
—No me lo dijo. Es detective.
—¿Policía?
—No, detective privado. ¿Qué significa todo esto?
Se oyó un tenue tintineo de porcelana y luego Margaret Krusemark respondió:
—No lo sé con exactitud. Estuvo aquí. No dijo que era detective; se hizo pasar por un cliente. Sé que te pareceré grosera, pero ahora debo pedirte que te vayas. Yo también tengo que salir. Temo que se trate de algo urgente.
—¿Crees que corremos peligro? —La voz de Epiphany se quebró al pronunciar la última palabra.
—No sé qué pensar. Si Jonathan ha vuelto, puede suceder cualquier cosa.
—Anoche asesinaron a un hombre en Harlem —exclamó Epiphany—. Un amigo mío. Él también conocía a mamá y a Johnny. El señor Angel le había interrogado.
Una silla se deslizó sobre el piso de parquet.
—Ahora tengo que irme —insistió Margaret Krusemark—. Ven, te daré tu abrigo y bajaremos juntas.
Oí ruido de pisadas que se aproximaban. Separé el micrófono de la puerta, desprendí el audífono, y me guardé todos los artilugios en el bolsillo del abrigo. Con el maletín bajo el brazo, corrí por el largo pasillo. Me agarré a la baranda para conservar el equilibrio y bajé por la escalera de incendios saltando los escalones de cinco en cinco.
Era muy peligroso esperar el ascensor en el noveno piso, porque había demasiadas posibilidades de meterse en la misma cabina en que viajasen las damas, de modo que bajé corriendo por la escalera de incendios hasta el vestíbulo vacío. Resollando, me detuve el tiempo justo para controlar las agujas que giraban sobre los ascensores. La de la izquierda se deslizaba hacia arriba, y su gemela hacia abajo. De todos modos, aparecerían de un momento a otro.
Salí corriendo a la acera y crucé la Séptima Avenida trastabillando, sin hacer caso del tráfico. Cuando estuve al otro lado, me quedé merodeando cerca de la entrada de los Apartamentos Osborn. Jadeaba como un enfermo de enfisema. Una niñera que empujaba un cochecito de bebé cloqueó compasivamente al pasar frente a mí.