El Gough’s Chop House estaba al otro lado de la calle 43, frente al Edificio Times. El local estaba abarrotado cuando llegué, pero conseguí infiltrarme en un rincón de la barra. No disponía de mucho tiempo, de modo que pedí un bistec con pan de centeno y una botella de cerveza. El servicio era rápido a pesar de la numerosa concurrencia, y estaba echándome un trago de cerveza cuando Walt Rigler me vio en su trayecto hacia la puerta y se acercó a conversar.
—¿Qué te trae a esta guarida de escribas, Harry? —gritó por encima de la algarabía de los periodistas que hablaban de sus temas específicos—. Pensé que comías en Downey’s.
—Procuro no ser un animal rutinario —respondí.
—Sana filosofía. ¿Qué novedades tienes?
—Muy pocas. Te agradezco que me facilitaras esa incursión en el archivo. Estoy en deuda contigo.
—Olvídalo. ¿Cómo marcha tu pequeño misterio? ¿Has desenterrado trapos sucios?
—Más de los que puedo abarcar. Ayer creí tener una buena pista. Fui a visitar a la hija adivina de Krusemark, pero me equivoqué de persona.
—¿Cómo es eso?
—Hay una bruja negra y una bruja blanca. La que yo busco vive en París.
—No entiendo de qué me hablas, Harry.
—Son gemelas. Maggie y Millie, las sobrenaturales chicas Krusemark.
Walt se frotó la nuca y frunció el ceño.
—Alguien te está tomando el pelo, hermano. Margaret Krusemark es hija única.
Me atraganté con la cerveza.
—¿Estás seguro?
—Claro que lo estoy. Lo comprobé ayer, cuando me lo pediste. Tuve la historia de la familia sobre mi escritorio durante toda la tarde. La esposa de Krusemark le dio una hija. Una sola, Harry. El departamento de estadísticas vitales del Times no se equivoca.
—¡Qué idiota he sido!
—Eso no lo discuto.
—Debería haberme dado cuenta de que me estaba embaucando. Todo era demasiado perfecto.
—Más despacio, hermano, porque no te entiendo.
—Lo siento, Walt. Es que pensaba en voz alta. Mi reloj marca la una y cinco ¿es ésa la hora?
—Aproximadamente.
Me puse en pie y dejé el cambio sobre la barra.
—Debo darme prisa.
—No seré yo quien te detenga. —Walt Rigler exhibió su sonrisa torcida.
Cuando llegué, pocos minutos más tarde, Epiphany Proudfoot me esperaba en la antesala de mi despacho. Llevaba una falda escocesa plisada y un jersey de cachemira azul y parecía una estudiante universitaria.
—Disculpe mi tardanza —dije.
—No se preocupe. Fui yo quien llegué temprano. —Dejó a un lado un ejemplar viejo y manoseado del Sports Illustrated y descruzó las piernas. Aun una silla Naugahyde de segunda mano lucía bien cuando quien la ocupaba era ella.
Abrí la puerta instalada en el tabique de vidrio esmerilado y me hice a un lado para que ella entrara.
—¿Para qué necesitaba verme?
—Esta oficina no es una cosa del otro mundo. —Levantó el bolso y el abrigo doblado de la mesa ocupada por mi colección de revistas anacrónicas—. No debe de ser un detective excepcional.
—Cuido el presupuesto —respondí, mientras le hacía pasar—. Los clientes pueden pagar un buen trabajo o pueden pagar la decoración interior. —Cerré la puerta y colgué mi abrigo en el perchero.
Ella se detuvo junto a la ventana donde estaban estampadas las letras doradas de veinte centímetros, y miró hacia la calle.
—¿Quién le paga para que busque a Johnny Favorite? —le preguntó a su imagen reflejada en el vidrio.
—No se lo puedo decir. Una de las cualidades que ofrece mi agencia es la discreción. ¿Quiere sentarse?
Tomé su abrigo y lo colgué junto al mío, mientras Epiphany se instalaba garbosamente en la silla de piel acolchada situada frente a mi escritorio. Era el único mueble cómodo que había allí.
—Aún no ha contestado mi pregunta —insistí, repantigándome en mi silla giratoria—. ¿Qué hace aquí?
—Han asesinado a Edison Sweet.
—Ajá. Lo he leído en los periódicos. Pero esto no debería sorprenderla: usted montó la trampa.
Epiphany estrujó el bolso que descansaba sobre su regazo.
—Debe de estar loco.
—Probablemente. Pero no soy tonto. Usted era la única que sabía que yo estaba sonsacando a Toots. Tuvo que haber sido usted quien alertó a los fulanos que le enviaron la pata de pollo decorada con un lazo.
—Se equivoca de medio a medio.
—¿De veras?
—No intervino nadie más. Cuando usted salió de la tienda, telefoneé a mi sobrino. Éste vive detrás de Red Rooster. Le pedí que escondiera la pata en el piano. Toots era un bocazas. Necesitaba que le recordaran que debía cerrar el pico.
—Lo hizo muy bien. Ahora lo tiene definitivamente cerrado.
—¿Cree que si hubiera estado implicada en eso habría venido aquí?
—Diría que es usted una chica con muchas dotes, Epiphany. Su actuación en el parque fue muy convincente.
Epiphany se mordió un nudillo y frunció el ceño, removiéndose en la silla. Cualquiera habría dicho que era una chiquilla a la que la directora de la escuela había sorprendido mientras hacía novillos. Si fingía, lo hacía muy bien.
—No tiene derecho a espiarme —exclamó Epiphany, sin sostenerme la mirada.
—El Departamento de Parques y la Sociedad Protectora de Animales no opinarían lo mismo. Vaya religión macabra.
Esta vez Epiphany me miró fijamente a los ojos, con una expresión furibunda.
—Obeah no necesitaba colgar a un hombre de la cruz. ¡Nunca hubo una Guerra Santa de Obeah, ni una inquisición de Obeah!
—Sí, tiene razón. No se puede preparar la sopa si no se mata antes un pollo, ¿no es cierto? —Encendí un cigarrillo y exhalé una voluta de humo en dirección al techo—. Pero los que me preocupan no son los pollos muertos, sino los pianistas muertos.
—¿Y cree que yo no estoy preocupada?
Epiphany se inclinó hacia adelante en la silla, y las puntas de sus pechos juveniles tensaron el fino tejido del jersey azul. Era un tentador vaso de agua, como dicen los cínicos, y me resultaba fácil imaginarme a mí mismo saciando la sed sobre su carne bronceada.
—No sé qué creer —respondí—. Me llamó para decirme que tenía que hablar conmigo inmediatamente. Ahora que está aquí, se comporta como si me estuviera haciendo un favor.
—Quizá se lo esté haciendo. —Volvió a echarse contra el respaldo y cruzó sus largas piernas, que tampoco habrían ofendido a nadie—. Usted vino en busca de Johnny Favorite y al día siguiente mataron a un hombre. Esto no es una simple coincidencia.
—¿Qué es, entonces?
—Escuche, los periódicos están armando una gran alharaca con el vudú tal y el vudú cual, pero puedo asegurarle categóricamente que la muerte de Toots Sweet no tuvo nada que ver con Obeah. Absolutamente nada.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Ha visto las fotos de los periódicos?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Entonces debe de saber que definen esos garabatos ensangrentados de la pared como «símbolos del vudú».
Otro ademán silencioso de asentimiento.
—¡Bueno, los polis entienden tanto de vudú como de cocina china! Teóricamente esos dibujos debían pasar por vévé, pero no lo eran.
—¿Qué significa vévé?
—Son los signos mágicos. No puedo explicarle su sentido a alguien que no ha sido iniciado, pero entre esa basura sanguinaria y el vudú auténtico hay tan poco en común como entre Papá Noel y Jesús. Yo he sido mambo, sacerdotisa, durante años. Sé lo que digo.
Aplasté mi colilla en un cenicero del Stork Club, recuerdo de un romance que había concluido hacía mucho tiempo.
—No dudo que lo sabe, Epiphany. ¿Sostiene entonces que esos signos son falsos?
—No tanto falsos como… bueno… incorrectos. Es difícil de explicar. Es como si alguien describiera un partido de fútbol y confundiese constantemente el penalty con el saque de esquina. ¿Entiende lo que quiero decir?
Doblé el ejemplar del News en la página tres. Sosteniéndolo de manera que Epiphany lo viese, señalé los zigzags con aspecto de serpientes, las espirales y las cruces quebradas de la foto.
—¿Usted afirma que estas figuras se parecen a las del vudú, el vévé o lo que sea, pero que han sido empleadas incorrectamente?
—Eso mismo. ¿Ve aquel círculo, el de la serpiente que se devora la cola? Ése es Damballah, un vévé indiscutible, símbolo de la perfección geométrica del universo. Pero ningún iniciado lo dibujaría al lado de Babako, como se le ve allí.
—De modo que quien trazó estas figuras tenía suficientes conocimientos de vudú para saber cómo eran Damballah o Babako.
—Eso es lo que he estado tratando de hacerle entender desde el principio —exclamó Epiphany—. ¿Sabe que en otro tiempo Johnny Favorite estuvo vinculado con el culto de Obeah?
—Sé que fue hunsi-bosal.
—Toots era realmente un bocazas. ¿Qué más sabe?
—Sólo que en esa época Johnny Favorite era el amante de Evangeline Proudfoot. Su madre, Epiphany.
Epiphany hizo una mueca como si hubiera probado algo ácido.
—Es cierto. —Movió la cabeza como si quisiera negarlo—. Johnny Favorite era mi padre.
Me quedé quieto, apretando los brazos en la silla mientras su revelación me envolvía como una ola gigantesca.
—¿Quién más lo sabe?
—Nadie, excepto usted y yo y mamá. Y ella ha muerto.
—¿Y Johnny Favorite?
—Mamá nunca se lo dijo —respondió Epiphany—. Lo llamaron a filas mucho antes de que yo cumpliera un año. Le dije la verdad al afirmar que no lo vi nunca.
—¿Y por qué ahora se sincera conmigo?
—Tengo miedo. En la muerte de Toots hay algo que se relaciona conmigo. No sé cómo ni por qué, pero lo siento hasta la médula de los huesos.
—¿Y cree que Johnny Favorite está mezclado de alguna manera en esto?
—No sé qué pensar. Se supone que el detective es usted. Me pareció que debía contárselo. Tal vez le sirva.
—Tal vez. Si me oculta algo, éste es el momento de desembucharlo.
Epiphany miró sus manos cruzadas.
—No tengo nada que agregar. —Entonces se puso en pie, muy rápida y eficiente—. Debo irme. Seguramente usted tiene que trabajar.
—Eso es lo que estoy haciendo ahora mismo —respondí, mientras me levantaba.
Epiphany recogió su abrigo del perchero.
—Espero que haya hablado en serio cuando dijo aquello… ya sabe… sobre la discreción.
—Todo lo que me ha contado es estrictamente confidencial.
—Ojalá. —Entonces sonrió. Fue una sonrisa auténtica, que no buscaba resultados prácticos—. Por alguna razón, y contrariando mi sentido común, confío en usted.
—Gracias. —Iba a salir de detrás del escritorio cuando ella abrió la puerta.
—No se moleste usted —dijo—. Yo sola encontraré la salida.
—¿Conserva mi número?
Hizo un gesto de asentimiento.
—Le telefonearé si me entero de algo.
—Telefonéeme aunque no se entere de nada.
Repitió el gesto de asentimiento y salió. Me quedé junto a la esquina del escritorio, inmóvil, hasta que oí que la puerta de la antesala se cerraba detrás de ella. En tres zancadas cogí mi maletín, arranqué el abrigo del perchero y le eché la llave al despacho.
Esperé con la oreja pegada a la puerta exterior, y dejé que el ascensor automático se abriera y se cerrara, antes de salir. El pasillo estaba desierto. Los únicos ruidos eran los que producía Ira Kipnis al sumar una declaración de renta atrasada y el zumbido del dispositivo eléctrico con que Madame Olga extirpaba los pelos indeseados. Corrí hacia la escalera de incendios y bajé saltando los escalones de tres en tres.