Toots Sweet se había hecho acreedor a la página tres del Daily News. El artículo titulado feroz asesinato vudú no mencionaba nada del crimen. Había una foto de los dibujos trazados con sangre sobre la pared, encima de la cama, y otra que mostraba a Toots tocando el piano. El guitarrista del trío, que había pasado por el apartamento de su patrón para recogerlo antes de ir a trabajar, había descubierto el cadáver. Después de interrogarlo, lo dejaron en libertad. No había sospechosos, aunque en Harlem todos sabían que Toots era miembro veterano de una secta vudú secreta.
Leí el periódico en el metro que me llevaba a la parte alta de la ciudad, porque había dejado el Chevy en un aparcamiento, a la vuelta del Chelsea. La primera parada la hice en la Biblioteca Pública, donde, después de varias confusiones, formulé la pregunta correcta y obtuve un ejemplar de la última edición de la guía telefónica de París. Alguien llamado M. Krusemark figuraba con domicilio en la Rué Nôtre Dame des Champs. Apunté el número en mi libreta.
En el trayecto hacia la oficina, me senté en un banco del Bryant Park durante el tiempo necesario para fumar tres cigarrillos seguidos y recapitular los acontecimientos recientes. Me sentía como si estuviera persiguiendo una sombra. Johnny Favorite había convivido con un extravagante submundo de vudú y magia negra. Fuera del escenario, había tenido una existencia secreta, en la que no faltaban la calavera en la maleta ni las novias adivinas. Era un iniciado, un hunsi-bosal. A Toots Sweet lo habían matado por ser demasiado locuaz. De alguna manera, el doctor Fowler también formaba parte del rompecabezas. Johnny Favorite proyectaba una sombra larga, muy larga.
Cuando abrí la puerta interior de mi despacho era casi mediodía. Seleccioné la correspondencia, y encontré un cheque de quinientos dólares extendido por la firma McIntosh, Winesap y Spy. Todo lo demás era basura que archivé en la papelera antes de telefonear a mi servicio de atención de llamadas. No había ningún mensaje para mí, aunque esa mañana me había telefoneado tres veces una mujer que se había negado a dejar su nombre o su número.
A continuación traté de hablar con Margaret Krusemark, en París, pero la telefonista no obtuvo respuesta a pesar de haber insistido durante veinte minutos. Marqué el número de Herman Winesap, en Wall Street, y le agradecí el cheque. Me preguntó cómo marchaba la investigación. Contesté que bien, y añadí que quería ponerme en contacto con el señor Cyphre. Winesap me dijo que esa tarde se entrevistarían por una cuestión de negocios y que entonces le transmitiría mi mensaje. Me di por satisfecho, y ambos entonamos nuestros adioses y colgamos.
Me estaba enfundando nuevamente en el abrigo cuando sonó el teléfono. Lo levanté al tercer timbrazo. Era Epiphany Proudfoot. Parecía sofocada.
—Tengo que verle inmediatamente —dijo.
—¿Para qué?
—No quiero hablar por teléfono.
—¿Dónde está ahora?
—En la tienda.
—No se apresure —le advertí—. Iré a comer algo y nos encontraremos en mi oficina a la una y cuarto. ¿Sabe cómo llegar?
—Tengo su tarjeta.
—Estupendo. La veré dentro de una hora.
Colgó sin despedirse.
Antes de salir, guardé el cheque de Winesap en la caja de caudales del despacho. Estaba arrodillado frente a ésta cuando oí el silbido neumático del tope de la puerta, en la antesala. Los clientes siempre son bienvenidos, y por eso está pintada la palabra adelante en la puerta de entrada, debajo del nombre de la firma. Pero generalmente los clientes golpean en la puerta interior. Cuando alguien irrumpe sin pronunciar una palabra, es un polizonte o un incordio. A veces es lo uno y lo otro, confluyendo en una misma persona.
Esta vez resultó ser un polizonte de paisano, vestido con una arrugada gabardina gris desabrochada sobre un traje marrón barato de pelo de cabra, cuyos bajos estaban lo bastante alejados de sus zapatones perforados como para dejar entrever tímidamente unos calcetines blancos de deporté.
—¿Usted es Angel? —ladró.
—Efectivamente.
—Soy el teniente detective Sterne. Éste es mi compañero, el sargento Deimos.
Señaló con la cabeza la puerta intermedia abierta, desde la cual miraba con talante huraño un hombre de torso descomunal, vestido como un estibador. Deimos llevaba un gorro de lana tejida y una cazadora a cuadros negros y blancos. Iba bien afeitado, pero su barba era tan oscura que se traslucía como una quemadura de pólvora a través de la piel.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —inquirí.
—Puede contestar un par de preguntas. —Sterne era alto, tenía la mandíbula cuadrada, y su nariz parecía la proa de un rompehielos. Su cara se proyectaba agresivamente desde encima de sus hombros encorvados. Cuando hablaba apenas movía los labios.
—Con mucho gusto. Me disponía a ir a comer un bocado. ¿Quieren acompañarme?
—Aquí hablaremos mejor —respondió Sterne. Su compañero cerró la puerta.
—De acuerdo. —Fui a sentarme detrás de mi escritorio y saqué una botella de whisky canadiense y mis cigarros Christmas—. Ésta es la única hospitalidad que puedo ofrecerles. Los vasos de papel están junto al refrigerador de agua.
—Nunca bebemos en horas de trabajo —sentenció Sterne, mientras cogía un puñado de cigarros.
—Bueno, no se preocupen por mí. Es la hora de mi almuerzo. —Llevé la botella hasta el refrigerador, llené un vaso hasta la mitad y le agregué un dedo de agua—. Salud.
Sterne se guardó los cigarros en el bolsillo delantero.
—¿Dónde estaba ayer por la mañana alrededor de las once?
—En casa. Durmiendo.
—Realmente es estupendo no tener patrón —comentó Sterne sarcásticamente a Deimos, por la comisura de la boca. El sargento se limitó a gruñir—. ¿Por qué dormía cuando el resto del mundo trabaja, Angel?
—La noche anterior había trajinado hasta tarde.
—¿Se puede saber dónde?
—En Harlem. ¿Qué significa todo esto, teniente?
Sterne extrajo algo del bolsillo de su gabardina y me lo tendió para que lo viera.
—¿La reconoce?
Hice un ademán afirmativo.
—Es una de mis tarjetas profesionales.
—Quizá tenga la gentileza de explicar cómo apareció en el apartamento de un asesinado.
—¿Toots Sweet?
—Desembuche. —Sterne se sentó en el ángulo de mi escritorio y empujó su sombrero gris hacia atrás, levantándolo sobre la frente.
—No tengo mucho que contar. Sweet fue la razón por la que acudí a Harlem. Necesitaba entrevistarlo en relación con un caso que tengo entre manos. Resultó ser una pista fallida, cosa que yo ya casi preveía. Le dejé mi tarjeta por si se le ocurría algo.
—No me satisface, Angel. Cuéntemelo de nuevo.
—Está bien. Estoy investigando la desaparición de una persona. El individuo en cuestión se esfumó hace más de doce años. Una de mis pocas pistas era una vieja foto en la que el fulano posaba junto a Toots Sweet. Anoche fui a la parte alta de la ciudad para preguntarle a Toots si podía ayudarme. Al principio, cuando le entrevisté en el Red Rooster, fue muy poco comunicativo, de modo que después de la hora de cierre le seguí hasta el parque. Asistió a una especie de ceremonia vudú junto al Meer. Danzaron y mataron un gallo. Me sentí como si fuera un turista.
—¿Quiénes lo hicieron?
—Eran aproximadamente quince hombres y mujeres, de color. Nunca había visto a ninguno de ellos, excepto a Toots.
—¿Qué hizo usted?
—Nada. Toots se fue solo del parque. Le seguí hasta su casa y le obligué a soltar la lengua. Dijo que no había vuelto a ver al tipo que yo buscaba desde que los habían fotografiado juntos. Le entregué mi tarjeta y le pedí que me telefoneara si recordaba algo nuevo. ¿Ahora está más conforme?
—No mucho. —Sterne miró con indiferencia sus gruesas uñas—. ¿Qué técnica empleó para hacerle soltar la lengua?
—La psicología —respondí.
Sterne arqueó las cejas y me miró con la misma indiferencia que reservaba para sus uñas.
—Bueno, ¿quién es el famoso personaje en cuestión? El que desapareció.
—No puedo darle esa información sin el consentimiento de mi cliente —respondí.
—Me cago en sus escrúpulos, Angel. No le podrá prestar ningún servicio a su cliente desde la cárcel, y allí es precisamente donde lo encerraré si no colabora conmigo.
—¿Por qué tiene que ser tan hostil, teniente? Trabajo para un abogado que se llama Winesap. Eso me autoriza a ser tan discreto como él. Si me encerrara, recuperaría la libertad antes de una hora. Ahórrele gastos de transporte al Ayuntamiento.
—¿Cuál es el número de ese abogado?
Lo garrapateé en el bloc que descansaba sobre el escritorio, junto con su nombre completo, y después arranqué la hoja y se la entregué a Sterne.
—Le he dicho todo lo que sé. A juzgar por lo que he leído en el diario, deduzco que alguno de sus correligionarios degolladores de gallos lo hizo pasar a mejor vida. Si detiene a alguien, tendré mucho gusto en asistir a la sesión de identificación.
—Es usted muy generoso, Angel —masculló Sterne.
—¿Qué es esto? —La pregunta la había formulado el sargento Deimos. Había estado deambulando por el despacho con las manos en los bolsillos, inspeccionándolo todo. Lo que despertaba su curiosidad era el diploma de abogado que la Universidad de Yale le había otorgado a Ernie Cavalero. Estaba enmarcado y colgaba de la pared, sobre el fichero.
—Es un título de abogado —respondí—. Perteneció al fundador de esta agencia. Ya ha muerto.
—¿Sentimental? —farfulló Sterne entre sus apretados labios de ventrílocuo.
—Pone un toque de distinción.
—¿Qué dice? —preguntó el sargento Deimos.
—Lo ignoro. No entiendo el latín.
—De modo que es eso. Latín.
—Eso es.
—¿Cambiaría algo si fuera hebreo? —espetó Sterne. Deimos se encogió de hombros.
—¿Alguna otra pregunta, teniente? —inquirí.
Sterne volvió a clavar en mí su apática mirada de polizonte. Sus ojos delataban que no sonreía nunca. Ni siquiera durante una sesión de torturas. Se limitaba a cumplir con su deber.
—Ninguna. Usted y su «derecho a ser discreto» ya se pueden ir a almorzar. Tal vez lo llamemos por teléfono, pero no confíe demasiado en ello. Sólo se trata de otro negro muerto. A nadie le importa una mierda.
—Llámeme si me necesita.
—No lo dude. Es un auténtico caballero, ¿verdad, Deimos?
Nos apretujamos todos en el minúsculo ascensor y bajamos sin pronunciar una palabra.