Capítulo 22

El Boardwalk y Brighton Beach estaban desiertos. Allí donde en verano las gentes sudaban hacinadas como morsas, unos pocos basureros perseverantes hurgaban en la arena en busca de botellas abandonadas de gaseosas. Detrás de ellos, el océano tenía el color del hierro forjado, y las olas se convertían en surtidores de espuma gris al reventar contra el espigón.

El Steeplechase Park ocupaba diez hectáreas. El Salto en Paracaídas, una reliquia de la Feria Mundial del 39, descollaba sobre el pabellón descomunal, con paredes de vidrio, como el armazón de un paraguas de setenta metros. En la fachada un cartel anunciaba el palacio de la risa debajo de la cara radiante y pintarrajeada del fundador. George C. Tilyou. En esa época del año el Steeplechase era tan gracioso como un chiste truncado, y yo miré al jocundo señor Tilyou y me pregunté de qué se reía.

Encontré una abertura del tamaño de un hombre en la valla de eslabones y golpeé el vidrio cubierto de sal cristalizada junto a la puerta cerrada. El ruido se dispersó por el palacio de diversiones vacío como una docena de duendes lanzados a una juerga espectral. ¡Despierta, vejestorio! ¿Qué pasaría si esto fuese una banda de ladrones dispuesta a alzarse con el Salto en Paracaídas?

Empecé a dar la vuelta a la vasta estructura, golpeando el vidrio con la palma de la mano. Al volver una esquina me encontré cara a cara con el cañón de un revólver. Era un Police Positive Special calibre 38, marca Colt, pero desde donde yo estaba parecía tan enorme como el Gran Bertha de la Primera Guerra Mundial.

Un viejo vestido con un uniforme marrón y pardo empuñaba el 38 sin que le temblara la mano. Un par de ojillos porcinos me escudriñaban desde encima de una nariz que parecía un martillo con cabeza de bola.

—¡Quieto! —ordenó. Su voz parecía brotar de debajo del agua. Obedecí.

—Seguramente usted debe de ser el señor Boltz —dije—. ¿Paul Boltz?

—No interesa quién soy. ¿Quién mierda es usted?

—Me llamo Angel. Soy detective privado. Necesito hablar con usted acerca de un caso que estoy investigando.

—Muéstreme una credencial.

Cuando me dispuse a sacar la billetera, Boltz me hincó enfáticamente el revólver en la hebilla del pantalón.

—Con la mano izquierda —murmuró.

Pasé el maletín a la mano derecha y extraje la billetera con la izquierda.

—Déjela caer y retroceda dos pasos.

Boltz se agachó para recogerla. Su Colt seguía apuntándome al ombligo.

—Levante la solapa y verá la fotocopia arriba de todo.

—Esta insignia de policía honorario no vale nada —espetó—. En mi casa tengo un pedazo de hojalata exactamente igual a éste.

—Yo no he dicho que fuera válida. Limítese a mirar la fotocopia.

El guardián de ojos porcinos revisó los compartimientos de la billetera sin hacer ningún comentario. En ese momento estudié la posibilidad de atacarle, pero desistí.

—Muy bien, de modo que es un detective privado —asintió—. ¿Qué quiere de mí?

—¿Usted es Paul Boltz?

—¿Y si lo fuera? —Arrojó la billetera sobre la acera de tablas, a mis pies.

La levanté con la mano izquierda.

—Escuche, hoy he tenido un día muy duro. Guarde el revólver. Necesito su ayuda. ¿No sabe distinguir si un tipo es sincero cuando le pide un favor?

Estudió un momento su arma, como si pensara comérsela. Después se encogió de hombros y volvió a enfundarla en la pistolera, aunque tuvo la precaución de dejar la solapa desabrochada.

—Soy Boltz —admitió—. Hable.

—¿Hay algún lugar donde podamos guarecernos de este viento?

Boltz hizo un ademán con su fea cabeza, indicando que me adelantara. Me siguió a medio paso de distancia y subimos por un corto tramo de escaleras hasta una puerta con el letrero PROHIBIDA LA ENTRADA.

—Adelante —dijo—. Está abierta.

Nuestras pisadas retumbaban como cañonazos en el recinto vacío. El edificio tenía las dimensiones suficientes para albergar un par de hangares, y aun así habría quedado espacio para media docena de pistas de baloncesto. La mayoría de las atracciones eran restos de una época anterior, no mecanizada. Un largo y ondulado tobogán de madera brillaba a lo lejos como una cascada de caoba. Otro tobogán llamado «El torbellino» bajaba en espiral desde el techo, y desembocaba sobre «La mesa de billares humanos», o sea, una serie de discos lustrados, giratorios, embutidos en el suelo de madera de pino. Era fácil imaginar a las chicas de antaño con sus mangas abombadas y a los caballeros que saludaban quitándose sus sombreros de paja mientras el órgano de vapor tocaba Take Me Out to the Ball Game.

Nos detuvimos frente a una hilera de espejos deformantes, cuyas imágenes nos convertían a ambos en monstruos.

—Muy bien, fisgón —dijo Boltz—. Cuénteme su vida.

—Busco a una adivina gitana llamada Madame Zora. Me han informado que usted trabajó para ella en la década de los cuarenta.

La risa de Boltz, cargada de flema, se elevó hasta las vigas del techo tachonadas de bombillas, como el ladrido de una foca amaestrada.

—Hermano —exclamó—, por ese camino no llegará a ninguna parte.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? Le explicaré por qué no. En primer lugar, no era gitana, por eso no.

—Me lo advirtieron, pero no sabía si la información era correcta.

—Bueno, yo estoy seguro de que lo es. ¿Acaso no conocía todas sus patrañas?

—Le escucho.

—Muy bien, fisgón. Le diré la verdad. No era gitana y no se llamaba Zora. Casualmente sé que era una joven millonaria de Park Avenue.

La patada de una mula habría sido un beso de ángel, al lado de ese bombazo. Tardé un rato en recuperar el habla.

—¿Sabe su verdadero nombre?

—¿Me toma por un paleto? Lo sabía todo respecto de ella. Se llamaba Maggie Krusemark. Su padre tenía más barcos que la Marina británica.

Mi imagen alargada se estiraba como el Hombre Plástico sobre la superficie ondulada del espejo trucado.

—¿Cuándo la vio por última vez? —preguntaron mis labios de goma.

—En la primavera del 42. Un día desapareció. Me dejó con la bola de cristal en las manos, como quien dice.

—¿La vio alguna vez con un cantante llamado Johnny Favorite?

—Claro que sí. Muchas veces. Estaba chalada por él.

—¿Recuerda algo que dijera sobre él?

—Poderes.

—¿Cómo?

—Dijo que tenía poderes.

—¿Eso fue todo?

—Escuche. Nunca presto mucha atención. Para mí no eran más que charlatanerías de feria. No la tomaba en serio. —Boltz carraspeó y tragó—. El caso de ella era distinto. Ella creía.

—¿Y Favorite? —pregunté.

—Él también creía. Se le reflejaba en los ojos.

—¿Ha vuelto a verlo?

—Nunca. Tanto me daría que hubiera volado a la luna montado sobre su escoba. Ella también.

—¿Ella le habló alguna vez de un pianista negro llamado Toots Sweet?

—No.

—¿Recuerda algo más?

Boltz escupió en el suelo, entre sus pies.

—¿Por qué habría de recordar? Esos tiempos están muertos y enterrados.

No había mucho que agregar. Boltz me acompañó de nuevo hasta afuera y abrió la puerta. Después de vacilar un momento le entregué una de mis tarjetas de Crossroads y le pedí que me telefoneara si se le ocurría algo más. No dijo que fuera a hacerlo, pero tampoco rompió la tarjeta.

Traté de ponerme en contacto con Millicent Krusemark desde la primera cabina telefónica que encontré, pero no obtuve respuesta. Tanto mejor. Había sido una larga jornada e incluso los detectives tienen derecho a descansar. En el trayecto de regreso a Manhattan, me detuve en el Heights y me di un atracón de marisco en Gage Tollner’s. Después del salmón ahumado y una botella de Chablis frío, la vida dejó de parecerme un viaje en una embarcación con fondo de cristal por las cloacas de la ciudad.