La feria de Prodigios de Walter se levantaba en la calle 10, cerca de la rampa que llevaba al Boardwalk. Se parecía más que ninguna otra de los alrededores a una antigua barraca de feria. El frente del pequeño edificio estaba festoneado de gallardetes, debajo de los cuales colgaban grandes pinturas primitivas que representaban a los ejemplares que se exhibían dentro. Estas telas gigantescas, sencillas como dibujos de comics, retrataban la deformidad humana con una inocencia que contradecía su crueldad intrínseca.
¡Qué gorda ES!, decía una leyenda colocada al pie de la imagen de una mujer descomunal como un dirigible, que enarbolaba una minúscula sombrilla sobre su cabeza de calabaza. El hombre tatuado —la belleza está a flor de piel— estaba flanqueado por retratos de Jo-Jo, el Niño con Cara de Perro, y la Princesa Josefina, la Mujer Barbuda. Otros retratos burdos mostraban a un hermafrodita, a una joven entrelazada con serpientes, al hombre foca y a un gigante vestido con ropas de gala.
Abierto sólo sáb. y dom., anunciaba un cartel sobre la taquilla vacía de la entrada. Había una cadena atravesada ante la puerta abierta, como las cuerdas de terciopelo de los nightclubs, pero yo pasé por debajo y entré.
La única iluminación provenía de una claraboya empañada, pero era suficiente para mostrar de plataformas llenas de banderines de colores que se alineaban a ambos lados del desierto recinto. En la atmósfera flotaba un olor a sudor y tristeza. En el otro extremo se veía una raya de luz debajo de una puerta cerrada. Fui hasta allí y golpeé.
—Está abierto —respondió una voz.
Hice girar el pomo y me encontré con una habitación amplia y desnuda, a la que varios sofás desvencijados, de segunda mano, y algunos carteles coloreados que alegraban las paredes enmohecidas, pretendían darle cierto aire doméstico. La mujer gorda llenaba un sofá como si se tratara de un sillón. Una mujer diminuta, cuya barba negra y rizada se desplegaba sobre una púdica pechera rosa, estaba abstraída frente a un rompecabezas a medio montar.
Bajo una polvorienta lámpara de flecos, cuatro extraños y contrahechos seres humanos se consagraban al rutinario ritual del póker. Un hombre sin brazos ni piernas se hallaba montado sobre un cojín como Humpty Dumpty, el huevo de los cuentos infantiles, y sostenía los naipes con unas manos que nacían directamente de los hombros, igual que aletas. Junto a él estaba sentado un gigante, cuyas barajas parecían pequeñas como sellos de correo por contraste con sus dedos desmesurados. El que repartía las cartas tenía una enfermedad de la piel por cuya causa su tez resquebrajada parecía la coraza de un cocodrilo.
—¿Juegas o pasas? —le preguntó al hombre de su izquierda, un gnomo avejentado con una camiseta escotada. Su cuello, sus hombros y sus brazos estaban cubiertos por un tatuaje tan tupido que parecía llevar una prenda exótica estrechamente ceñida. Su epidermis, a diferencia de la retratada en el llamativo lienzo de afuera, estaba blanqueada y desvaída, y era sólo una copia borrosa de lo prometido.
El hombre tatuado miró mi maletín.
—No nos interesa nada de lo que vende, sea lo que sea —espetó.
—No soy vendedor —respondí—. Hoy no ofrezco pólizas de seguros ni pararrayos.
—¿Entonces qué quiere? ¿Un espectáculo gratuito?
—Usted debe de ser el señor Haggarty. Un amigo mío piensa que tal vez haya alguien aquí que pueda facilitarme una información.
—¿Y quién es ese amigo, al fin y al cabo? —inquirió el multicolor señor Haggarty.
—Danny Dreenan. Es el propietario del museo de cera que está a la vuelta de la esquina.
—Sí, conozco a Dreenan, un timador de pacotilla. —Haggarty carraspeó y juntó una bola de flema que escupió en la papelera colocada a sus pies. Después sonrió para demostrar que no había hablado en serio—. Cualquier amigo de Danny también lo es mío. Explíqueme qué es lo que desea saber. Si puedo, le daré la información precisa.
—¿Me permite sentarme?
—Póngase cómodo. —Haggarty apartó de la mesa de juego, con el pie, un taburete plegable desocupado—. Instálese ahí.
Me senté entre Haggarty y el gigante, que fruncía el ceño sobre nuestras cabezas como Gulliver en medio de los liliputienses.
—Busco a una adivina gitana llamada Madame Zora —expliqué, mientras depositaba el maletín entre mis pies—. Fue una gran atracción antes de la guerra.
—No la recuerdo —murmuró Haggarty—. ¿Y vosotros, muchachos?
—Había una adivina que trabajaba con hojas de té y se llamaba Moon —comentó con voz atiplada el hombre que tenía aletas en lugar de brazos.
—Ésa era china —gruñó el gigante—. Se casó con un subastador y se fue a Toledo.
—¿Para qué la necesita? —indagó el hombre con piel de cocodrilo.
—Era amiga de un hombre que estoy buscando. Pensé que tal vez ella pudiese ayudarme a encontrarlo.
—¿Detective privado?
Hice un ademán afirmativo con la cabeza. Negarlo habría sido peor.
—Así que sabueso, ¿eh? —Haggarty volvió a escupir en la papelera—. No se lo reprocho. Hay que ganarse la vida.
—Yo nunca he tragado a los fisgones —farfulló el gigante.
—Comer detectives le produce indigestión, ¿verdad?
El gigante refunfuñó. Haggarty soltó una carcajada y golpeó la mesa con su puño decorado de rojo y azul, desbaratando los montones de fichas cuidadosamente apiladas en torno de la mesa.
—Yo conocí a Zora. —La que habló fue la mujer gorda, cuya voz era tan delicada como la porcelana fina. En su acento melódico florecieron magnolias y madreselvas—. Era tan gitana como usted —agregó.
—¿Está segura de eso?
—Claro que lo estoy. Al Jolson se untaba la cara con betún, pero no por eso era negro.
—¿Dónde puedo encontrarla ahora?
—No lo sé. Le perdí el rastro cuando levantó la tienda.
—¿Cuándo fue eso?
—En la primavera de 1942. Un día desapareció, sencillamente. Plantó su negocio sin comentar nada con nadie.
—¿Qué puede decirme acerca de ella?
—No mucho. De vez en cuando tomábamos un café juntas. Hablábamos del tiempo y de cosas parecidas.
—¿Alguna vez le oyó mencionar a un cantante llamado Johnny Favorite?
La mujer gorda sonrió. Debajo de esa mole de sebo se ocultaba una chiquilla con un vestido de fiesta flamante.
—¿No cree que tenía una garganta de oro? —Sonrió y tarareó una melodía de otro tiempo—. Era mi preferido, sí señor. Una vez leí en una revista de escándalos que consultaba a Zora, pero cuando se lo pregunté a ella, no soltó prenda. Supongo que son secretos como los de confesión.
—¿Puede agregar algo más, por insignificante que parezca?
—Lo siento. No éramos amigas tan íntimas. ¿Sabe quién podría ayudarle?
—No, ¿quién?
—El viejo Paul Boltz. En aquella época era su pregonero. Sigue rondando por aquí.
—¿Dónde podré encontrarlo?
—En el Steeplechase. Ahora trabaja allí como guardián. —La mujer gorda se abanicó con una revista de cine—. Haggarty, ¿no puedes bajar la temperatura? Esto parece una caldera. ¡Me voy a derretir!
Haggarty rió.
—Si te derritieras, te convertirías en el charco más grande del mundo.