Tres copas en rápida sucesión apaciguaron mis nervios y me indujeron a filosofar. Me hallaba en un tranquilo bar del barrio que se llamaba Freddie’s Place o Teddy’s Spot o Eddie’s Nest o algo por el estilo, y repasaba los acontecimientos de espaldas al televisor. Ahora tenía dos muertos entre manos. Ambos habían conocido a Johnny Favorite y llevaban estrellas de cinco puntas. Me pregunté si el diente delantero de Toots había desaparecido como el anillo del doctor, pero no tenía tanto interés en saberlo como para volver atrás y comprobarlo personalmente. Quizá las estrellas fueran una coincidencia: se trataba de un diseño corriente. Y quizá fuera casual que un médico drogadicto y un pianista de jazz hubieran conocido a Johnny Favorite. Quizá. Pero en el fondo del alma tenía la sensación de que todo eso estaba relacionado con algo de mayor envergadura. Algo descomunal. Recogí el cambio de la superficie húmeda de la barra y me fui a seguir trabajando para Louis Cyphre.
El viaje en coche hasta Coney Island fue una distracción placentera. Aún faltaban noventa minutos para la hora punta y el tráfico discurría sin problemas por el F.D.R. Drive y el Battery Tunnel. Al llegar al Shore Parkway bajé el cristal de la ventanilla y aspiré el aire frío del mar que soplaba por los Narrows. Cuando llegué a la Avenida Cropsey, el olor de la sangre ya se había disipado de mis fosas nasales.
Seguí la calle 17 Oeste hasta la Avenida Surf y aparqué junto a una pista de autos de choque tapiada. Fuera de temporada, el parque de atracciones de Coney Island tenía el aspecto y la atmósfera de una ciudad fantasma. Los rieles esqueléticos de la montaña rusa se alzaban sobre mí como telarañas de metal y madera, pero faltaban los alaridos, y el viento gemía entre los puntales, solitario como el silbato de un tren.
Unas pocas almas excéntricas deambulaban por Surf en busca de algo que hacer. Las hojas de periódicos giraban como manojos de malezas rodantes por las calles anchas y vacías. Arriba revoloteaban un par de gaviotas que oteaban el suelo en busca de carroña. A lo largo de la avenida, los quioscos de golosinas, las barracas de atracciones y los pabellones de juegos de azar tenían las persianas herméticamente cerradas; parecían payasos con la cara lavada.
El Nathan’s Famous estaba abierto, como de costumbre, y me detuve a comer una salchicha y beber una cerveza en vaso de cartón bajo el llamativo cartel de la fachada. El camarero que atendía la barra parecía estar allí desde los lejanos tiempos del Luna Park, y le pregunté si había oído hablar de una adivina llamada Madame Zora.
—¿Madame qué?
—Zora. Era una gran atracción en esta feria allá por los años cuarenta.
—Qué sé yo, macho —respondió—. Hace menos de un año que trabajo aquí. Pregúnteme lo que quiera sobre el trasbordador de Staten Island. Tuve la concesión del restaurante nocturno del Gold Star Mother durante quince años. Adelante, pregúnteme algo.
—¿Por qué lo dejó?
—No sé nadar.
—¿Y?
—Tenía miedo de ahogarme. No quise tentar la suerte.
Sonrió, mostrando que le faltaban cuatro dientes. Engullí el último resto de salchicha y me alejé, sorbiendo la cerveza.
El Bowery, situado entre la Avenida Surf y el Boardwalk, se asemejaba más a la avenida central de un circo que a una calle. Pasé frente a los barracones silenciosos y me pregunté qué hacer a continuación. La comunidad gitana era más tribal que la del Ku-Klux-Klan de Georgia y sabía que no podría sonsacarle nada. Debía resignarme a caminar, a machacar el pavimento hasta tropezar con alguien que recordara a Madame Zora y accediese a soltar la lengua.
Me pareció buena idea empezar por Danny Dreenan. Era un charlatán de feria retirado que administraba un destartalado museo de cera cerca de la esquina de la calle 13 y el Bowery. Lo había conocido en 1952, cuando acababa de cumplir una condena de cuatro años en Dannemora. Los del FBI querían achacarle un fraude con acciones de Bolsa, pero Danny no era más que el chivo expiatorio de un par de timadores de Wall Street llamados Peavey y Munro. Yo tenía un cliente que también había sido víctima de su chanchullo y contribuí a resolver el caso. Danny seguía debiéndome el favor, de modo que recurría a él cuando necesitaba alguna información confidencial.
Su exposición estaba en un edificio angosto, de una sola planta, emparedado entre una pizzería y una galería de diversiones. En el frente, un cartel con letras escarlata de treinta centímetros de altura anunciaba:
VEA:
GALERÍA DE PRESIDENTES NORTEAMERICANOS
CINCUENTA CRÍMENES FAMOSOS
ASESINATOS DE LINCOLN Y GARFIELD
DILLINGER EN LA MORGUE
EL JUICIO DE FATTY ARBUCKLE
¡EDUCATIVO! ¡REALISTA! ¡EMOCIONANTE!
Una arpía de cabello teñido, que no era un día más vieja que la viuda del presidente Grant, hacía solitarios en la taquilla, como una de las adivinas mecánicas de la galería de diversiones vecina.
—¿Danny Dreenan anda por aquí? —le pregunté.
—En el fondo —gruñó, sacando furtivamente la sota de trébol de debajo del mazo—. Está preparando una muestra.
—¿Puedo entrar a hablar con él?
—Igualmente le costará veinticinco centavos —respondió, y señaló con un movimiento de su vetusta cabeza un cartel de cartón: entrada… 25 ctvs.
Saqué una moneda del bolsillo, la deslicé por debajo de los barrotes de la ventanilla y entré. El local olía como una cloaca obstruida. Grandes manchas de herrumbre salpicaban el techo de cartón combado. El piso de tablas desniveladas crujía y crepitaba. En los escaparates alineados a lo largo de ambas paredes laterales, los maniquíes de cera se mantenían rígidos y erectos, como un ejército de esos muñecos con traza de indio que adornan las entradas de los estancos.
El primer lugar lo ocupaba la Galería de Presidentes Norteamericanos: jefes de Estado de rasgos idénticos, vestidos con los saldos de una tienda de disfraces de vodevil. Después de Franklin Delano Roosevelt, todo el espacio lo acaparaban los asesinos. Recorrí un laberinto de atrocidades. Hall-Milis, Snyder-Gray, Bruno Hauptmann, Winnie Ruth Judd, los asesinos de los Corazones Solitarios… estaban todos allí, blandiendo pesas y sierras de matarife, llenando baúles con cuerpos descuartizados, todo esto en medio de océanos de pintura roja.
En el fondo encontré a Danny Dreenan, a cuatro patas dentro de una vitrina. Era un hombre menudo, vestido con una camisa de trabajo azul, desteñida, y unos pantalones deportivos de lana, de tejido blanco y negro. La nariz respingada y el ralo bigote rubio le conferían la expresión de un hámster asustado. El hábito de parpadear rápidamente cuando hablaba no mejoraba su aspecto.
Di unos golpecitos en el vidrio y él me miró y me sonrió con la boca llena de tachuelas. Murmuró algo ininteligible, dejó el martillo en el suelo, y se deslizó por una pequeña abertura que tenía a sus espaldas. Estaba reproduciendo la ejecución de Anastasia, Verdugo Mayor de Asesinatos S.A., en una barbería. Dos enmascarados encañonaban con sus revólveres a la figura envuelta en una sábana sobre el sillón, mientras el barbero esperaba plácidamente a otro cliente, en segundo plano.
—Hola, Harry —exclamó Danny Dreenan jubilosamente, y salió por donde menos lo esperaba, detrás de mí—. ¿Qué opinas de mi última obra de arte?
—Parece que el rigor mortis se les ha contagiado a todos —comenté—. Anastasia, ¿verdad?
—Te has ganado un cigarro. No puede estar tan mal si lo has adivinado en seguida.
—Ayer pasé por el Park Sheraton, de modo que me refresqué la memoria.
—Será mi nueva gran atracción de la temporada.
—Has llegado con un año de retraso. Los titulares de los periódicos se han enfriado tanto como el cadáver.
Danny pestañeó, nervioso.
—Los sillones de barbero son caros, Harry. La temporada anterior no pude permitirme el lujo de introducir innovaciones. Oye, ese hotel es muy bueno para el negocio. ¿Sabías que a Arnold Rothstein se lo cargaron allí en el veintiocho? Sólo que en aquella época se llamaba Park Central. Ven, lo tengo delante. Te lo mostraré.
—Otro día, Danny. Lo he visto bastantes veces en la vida real para darme por satisfecho.
—Sí, supongo que tienes razón. Entonces dime qué es lo que te trae a este rincón del mundo… como si yo no lo supiera.
—Puesto que lo sabes, dímelo tú.
Los ojos de Danny parpadeaban como semáforos enloquecidos.
—No lo sé con exactitud —balbuceó—. Pero supongo que si Harry viene a visitarme es porque necesita información.
—Has dado en el clavo —asentí—. ¿Qué puedes contarme acerca de una adivina llamada Madame Zora? Trabajó en la avenida central de esta feria allá por los comienzos de la década de los cuarenta.
—Oh, Harry, sabes que es algo en lo que no puedo ayudarte. En aquellos tiempos tenía un timo de venta de propiedades en Florida. Ésa fue la época de las vacas gordas para Danny Dreenan.
Saqué un cigarrillo sacudiendo el paquete y le ofrecí otro a Danny, que negó con la cabeza.
—No esperaba que me la sirvieras en bandeja, Danny —murmuré, encendiendo el cigarrillo—. Pero ya hace bastante que estás aquí. Dime quiénes son los veteranos. Ponme en contacto con alguien que conozca el ambiente.
Danny se rascó la cabeza para demostrarme que estaba reflexionando.
—Haré lo que pueda. El problema, Harry, consiste en que todos los que pueden pagarse el gusto están en las Bermudas u otro lugar parecido. Yo también estaría tumbado en una playa si no me acosaran los acreedores. No me quejo. Cuando termino de trabajar en este tugurio, Brighton Beach me parece tan maravillosa como las Bermudas.
—Pero tiene que haber alguien disponible. Tu barraca no es la única que está abierta al público.
—Sí, ahora que lo mencionas, ya sé adónde enviarte. En la calle 10, cerca del Boardwalk, hay un espectáculo de fenómenos. Habitualmente, la mayoría de los monstruos trabajan en el circo en esta época del año, pero los de aquí son viejos. Semijubilados, por así decir. No se toman vacaciones. No les divierte mucho la idea de exhibirse en público.
—¿Cómo se llama el lugar? —pregunté.
—Es la feria de Prodigios de Walter. Pero el administrador se llama Haggarty. Lo reconocerás en seguida. Está cubierto de tatuajes, como un mapa de carreteras.
—Gracias, Danny. Tienes un caudal de información útil.