Capítulo 19

Esquivé los baches en la Autopista del Oeste hasta la calle 125, y seguí hacia el este por el Rialto de Harlem, pasando frente al Hotel Theresa y el Apollo Theatre, hasta llegar a la Avenida Lenox. El letrero de neón del escaparate de Proudfoot Pharmaceuticals estaba apagado. Una larga cortina verde caía hasta el suelo detrás de la puerta de entrada, y un cartel de cartón con la leyenda hoy cerrado estaba sujeto al vidrio con cinta adhesiva. Habían echado la llave.

Encontré un teléfono de pared en un bar de la manzana siguiente y busqué el número. En la guía no figuraba ninguna Epiphany Proudfoot. Sólo la tienda. Marqué el número pero no obtuve respuesta. Hojeé la guía y encontré a Edison Sweet. Marqué los cuatro primeros dígitos y colgué, convencido de que una visita por sorpresa sería más eficaz. Diez minutos más tarde estaba aparcado en la calle 152, frente al edificio donde vivía Toots.

En la entrada, una señora joven que tenía que lidiar con dos críos que berreaban, tiraba de la bolsa de la compra y hurgaba en su monedero buscando la llave. Me ofrecí para ayudarla y sostuve sus cosas mientras abría la puerta. Ella vivía en la planta baja y me dio las gracias con una sonrisa llena de cansancio cuando le devolví las provisiones. Los críos se le colgaron del abrigo, sorbiendo sus narices, y me miraron con grandes ojos marrones.

Subí por la escalera hasta el tercer piso. En el rellano no había nadie más, y cuando me agaché para estudiar el mecanismo de la cerradura del apartamento de Toots, descubrí que la puerta no estaba totalmente cerrada. La empujé con el pie hasta terminar de abrirla. Una brillante mancha roja hacía que la pared de enfrente pareciese una lámina del test de Rorschach. Podría haber sido pintura, pero no lo era.

Cerré la puerta detrás de mí, y apoyé la espalda contra ella hasta oír el chasquido del pestillo.

La habitación estaba hecha un desastre, con los muebles arrojados al azar sobre la alfombra ondulada por las arrugas. Alguien había luchado desesperadamente. Un estante con sus tiestos de flores yacía caído en un rincón. La barra de las cortinas estaba doblada en V y éstas colgaban arrugadas como las medias de una prostituta después de una semana de orgía. En medio del caos, el televisor se mantenía intacto. Estaba encendido y la enfermera de un serial discutía sobre el adulterio con un atento médico interno.

Tuve la precaución de no tocar nada mientras pasaba por encima de los muebles volcados. En la cocina no se veían señales de lucha. Una taza de café negro y frío descansaba sobre la mesa de fórmica. El recinto me pareció muy acogedor hasta que volví a inspeccionar la habitación.

Al otro lado del locuaz televisor, un pasillo corto y oscuro conducía a una puerta cerrada. Saqué del maletín los guantes de cirujano, y me los puse antes de hacer girar el pomo. Una mirada al dormitorio bastó para hacerme sentir la necesidad de beber urgentemente un trago.

Toots Sweet yacía tumbado de espaldas sobre la cama angosta, con las manos y los pies sujetos a los barrotes mediante trozos de cuerda de algodón para colgar ropa. Jamás estaría más muerto que en ese momento. Una bata de franela, arrebujada y ensangrentada, le cubría la barriga. Debajo de su cuerpo negro, las sábanas estaban endurecidas por la sangre.

El rostro y el cuerpo de Toots estaban magullados. Las escleróticas de sus ojos desorbitados, se habían vuelto amarillas, como viejas bolas de billar de marfil, y su boca abierta estaba taponada por algo parecido a un salchichón gordo y cercenado. Muerte por asfixia. Lo supe sin necesidad de esperar la autopsia.

Estudié con más detenimiento lo que asomaba de sus labios hinchados y de pronto comprendí que no me bastaría con un trago. Toots había muerto ahogado por sus propios órganos genitales. Desde fuera, desde el patio situado tres pisos más abajo, me llegó la risa alegre de los niños.

Ningún poder terrenal podría haberme inducido a levantar esa bata apelmazada. No hacía falta ser un lince para saber de dónde había salido el arma asesina. En la pared, sobre la cama, se veían varios dibujos de rasgos infantiles, trazados con la sangre de Toots: estrellas, espirales, largas líneas zigzagueantes que simbolizaban serpientes. Las estrellas fugaces empezaban a convertirse en una rutina.

Me dije que ya era hora de liar el petate y partir. No era sano permanecer más tiempo allí. Pero mi instinto de sabueso me impulsó a curiosear antes en los cajones de la cómoda y el interior del armario. Me bastaron diez minutos para inspeccionar la habitación y no encontré nada digno de un interés especial.

Me despedí de Edison Sweet y cerré la puerta del dormitorio, dejando atrás la mirada ciega de sus ojos saltones. Sentí la lengua pesada y seca dentro de la boca cuando pensé en lo que él tenía en la suya. Me hubiese gustado registrar la sala antes de irme, pero había demasiado polvo y tenía miedo de dejar las huellas de mis pisadas. Mi tarjeta profesional ya no se encontraba sobre el televisor. No la había encontrado entre sus artículos de uso personal, y como había visto en la cocina una bolsa de basura intacta, deduje que ya había arrojado los desperdicios. Rogué que mi tarjeta se hubiera ido junto con ellos.

Antes de salir, espié por la mirilla. Dejé la puerta entreabierta, tal como la había encontrado, y me quité los guantes de goma, que guardé en el maletín de piel de becerro. Me detuve en el rellano y escuché el silencio que llegaba de abajo. No subía nadie por la escalera. Era posible que la señora de la planta baja me recordara, pero eso no tenía remedio.

Bajé por la escalera sin que nadie me viera, y al salir del edificio sólo me crucé con unos niños que jugaban al tejo en el patio. No levantaron la vista cuando pasé.