Capítulo 18

El sol brillaba cuando por fin me metí en la cama, pero conseguí dormir casi hasta mediodía a pesar de los malos sueños. Pesadillas de imágenes más vividas que las de las películas de horror que proyectan por televisión después de medianoche. Los tambores del vudú redoblaban mientras Epiphany Proudfoot degollaba el gallo. Los bailarines se mecían y gemían, pero esta vez la sangre no cesaba de manar. Una fuente escarlata brotaba del ave convulsionada y los empapaba a todos como una lluvia tropical, hasta formar un lago en el que los bailarines se ahogaban. Cubría a Epiphany y yo salía disparado de mi escondite, mientras el rojo humor me salpicaba los talones.

Cegado por el pánico, corría por las calles nocturnas desiertas. Los cubos de desperdicios se apilaban en forma de pirámides; ratas grandes como bulldogs me espiaban desde las alcantarillas. La atmósfera estaba saturada por la fetidez de la podredumbre. Yo seguía corriendo y, quién sabe cómo, dejaba de ser la presa para convertirme en el cazador, persiguiendo a una figura lejana por interminables avenidas ignotas.

Por mucho que corriera, no conseguía alcanzarlo. El fugitivo me evitaba. Cuando terminaba el pavimento, la persecución continuaba por una playa tapizada de resaca. La arena estaba sembrada de peces muertos. Frente a mí se alzaba una valva gigantesca, inmensa como un rascacielos. El hombre se metía en ella. Yo lo seguía.

El interior de la valva era alto y abovedado, como el de una catedral opalescente. Nuestras pisadas resonaban dentro de la espiral tortuosa. El pasaje se estrechaba y al salir de un último recodo descubría a mi adversario bloqueado por la descomunal, palpitante y carnosa muralla del mismo molusco. No había salidas.

Cogía al hombre por el cuello del abrigo y le hacía girar, empujándolo contra la superficie viscosa. Era mi gemelo. Me sentía como si me estuviera mirando en el espejo. Me rodeaba fraternalmente con los brazos y me besaba la mejilla. Los labios, los ojos, el mentón… todos sus rasgos eran intercambiables con los míos. Me distendía, sofocado por una ola de afecto. Entonces sentía sus dientes. Su beso fraternal se tornaba feroz. Unas manos de estrangulador se abrían paso hasta mi cuello.

Forcejeaba y caíamos juntos. Mis dedos buscaban a tientas sus ojos. Nos revolcábamos sobre el duro suelo nacarado. Su apretón cedía cuando yo hundía los pulgares. No dejábamos escapar ningún sonido durante la contienda. Mis manos se hincaban en su carne, y los rasgos familiares se escurrían entre mis dedos como una pasta húmeda. Su rostro era una pulpa informe, desprovista de huesos o cartílagos, y al estirar mis manos se quedaban atascadas, como las de un cocinero en un budín de sebo. Me desperté gritando.

Una ducha caliente me aplacó los nervios. En veinte minutos me afeité, me vestí y me fui en mi coche calle arriba. Dejé el Chevy en el garaje y caminé hasta el quiosco contiguo al Edificio Times, en el cual vendían periódicos de otras poblaciones. La foto del doctor Albert Fowler aparecía en la primera plana del Poughkeepsie New Yorker del lunes. El titular decía: conocido médico aparece muerto. Leí toda la crónica mientras desayunaba en el drugstore Whelan’s, en la esquina del Edificio Paramount.

La muerte había sido atribuida a suicidio, a pesar de no haberse hallado ningún mensaje. Dos colegas del doctor Fowler, alarmados al ver que éste no se presentaba a trabajar ni atendía el teléfono, encontraron el cadáver el lunes por la mañana. En general, los detalles que suministraba el periódico se ceñían a la realidad. El retrato enmarcado que el muerto tenía estrujado contra el pecho era el de su esposa. No había ninguna referencia a la morfina ni al anillo desaparecido. Tampoco había una lista de los objetos hallados en los bolsillos del muerto, de modo que no pude saber si él mismo se había quitado el anillo, o no.

Bebí una segunda taza de café y me encaminé hacia mi despacho para revisar la correspondencia. Encontré las habituales basuras de tercera categoría y una carta de un fulano de Pennsylvania que ofrecía un curso por correspondencia, de diez dólares, sobre análisis de cenizas de cigarrillo. Lo arrojé todo junto a la papelera y estudié las posibilidades que me quedaban. Había pensado en ir a Coney Island para buscar a Madame Zora, la adivina gitana de Johnny Favorite, pero resolví tentar la suerte y volver antes a Harlem. La noche anterior Epiphany Proudfoot había callado muchas cosas.

Saqué mi maletín de la caja de caudales del despacho, y me estaba abrochando el abrigo cuando sonó el teléfono. Era una conferencia, de Cornelius Simpson, a cobro revertido. Le dije a la operadora que aceptaba pagar.

—La criada me transmitió su mensaje —explicó una voz masculina—. Aparentemente, tuvo la impresión de que se trataba de una emergencia.

—¿Usted es Spider Simpson?

—La última vez que lo comprobé, lo era.

—Deseo formularle algunas preguntas acerca de Johnny Favorite.

—¿Qué clase de preguntas?

—Para empezar, ¿lo ha vuelto a ver alguna vez durante los últimos quince años?

Simpson rió.

—Vi a Johnny por última vez al día siguiente de Pearl Harbor.

—¿Por qué le hace tanta gracia?

—No me hace gracia —respondió—. Nunca nada relacionado con Johnny ha sido gracioso.

—¿Entonces por qué se ríe?

—Siempre me río al recordar cuánto dinero perdí el día que me dejó plantado —explicó Simpson—. Es mucho menos doloroso que echarse a llorar. ¿Por qué tantas preguntas, al fin y al cabo?

—Estoy escribiendo un artículo para Look sobre los cantantes olvidados de los años cuarenta. Johnny Favorite encabeza la lista.

—No la mía, hermano.

—Me alegro. Si hablara sólo con sus admiradores la historia no sería muy interesante.

—Los únicos admiradores de Johnny eran los que no le conocían.

—¿Qué me puede contar acerca de su romance con una mujer de las Indias Occidentales llamada Evangeline Proudfoot?

—Absolutamente nada. Es la primera vez que oigo hablar de eso.

—¿Sabe que participaba en ceremonias de vudú?

—¿Quiere decir que clavaba alfileres en muñecos? Es posible. Johnny era un excéntrico. Siempre hacía cosas raras.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, déjeme pensar… Una vez lo encontré cazando palomas en la terraza del hotel en que nos alojábamos. Estábamos de gira, no recuerdo por dónde, y él andaba por ahí arriba con una red enorme, como un personaje de los dibujos animados de Looney Tunes. Un empleado de la perrera. Pensé que quizá no le gustase el menú del hotel, pero más tarde, después de la función, pasé por su cuarto, y ahí estaba, con la maldita paloma despanzurrada sobre la mesa, hurgándole las entrañas con un lápiz.

—¿Qué sentido tenía todo eso?

—Eso fue lo que le pregunté. «¿Qué demonios haces?», exclamé. Él me soltó una palabra rara que he olvidado, y cuando le pedí que la tradujera al inglés me contestó que estaba adivinando el futuro. Añadió que eso era lo que hacían los sacerdotes de la antigua Roma.

—Todo parece indicar que se había aficionado a la vieja magia negra —comenté.

Spider Simpson rió.

—Usted lo ha dicho, hermano. Cuando no eran tripas de paloma, era algún otro disparate: hojas de té, quirománticos, el yoga. Llevaba un anillo de oro macizo totalmente cubierto de caracteres hebreos. Pero que yo sepa, no era judío.

—¿Y que era?

—No tengo la más remota idea. Rosa cruz o alguna otra cosa extraña. Llevaba una calavera en la maleta.

—¿Una calavera humana?

—En alguna época había sido humana. Según él, provenía de la tumba de un hombre que había asesinado a diez personas. Afirmaba que le confería poder.

—Me parece que le estaba tomando el pelo —comenté.

—Es posible. Antes de cada función pasaba horas sentado, mirándola. Si fingía, lo hacía muy bien.

—¿Conoció a Margaret Krusemark? —pregunté.

—¿Margaret qué?

—La prometida de Johnny Favorite.

—Oh sí, la joven de la alta sociedad. La vi un par de veces. ¿Qué pasa con ella?

—¿Cómo era?

—Muy hermosa. Lacónica. Ya sabe cómo es alguna gente: muchos contactos visuales pero ni una palabra.

—Alguien me contó que era adivina.

—Es posible. A mí nunca me adivinó nada.

—¿Por qué rompieron el compromiso?

—Lo ignoro.

—¿Puede darme al nombre de algunos viejos amigos de Johnny Favorite? Personas que puedan ayudarme a completar mi artículo.

—Hermano, si se exceptúa la calavera que llevaba en la maleta, Johnny no tenía un solo amigo en el mundo.

—¿Y Edward Kelley?

—Nunca lo oí nombrar —respondió Simpson—. En Kansas City conocí a un pianista llamado Kelly, pero eso sucedió muchos años antes de que me cruzara con Johnny.

—Bueno, gracias por la información —dije—. Me ha prestado una gran ayuda.

—Llámeme cuando quiera.

Los dos cortamos la comunicación.