Capítulo 17

No tuve que aguardar mucho tiempo. Le oí resollar mientras subía por la escalera y aplasté mi colilla contra la suela del zapato. No me vio y depositó la bolsa en el suelo mientras buscaba las llaves. Cuando terminó de abrir la puerta, entré en acción.

Se había agachado para recoger la bolsa a cuadros cuando le sorprendí desde atrás, agarrándolo con una mano por el cuello del abrigo y empujándolo con la otra hacia el interior del apartamento. Tropezó y cayó de rodillas, y la bolsa rodó en la oscuridad crepitando como si estuviera llena de serpientes de cascabel. Encendí la luz del techo y cerré la puerta a mis espaldas.

Toots se puso de pie con dificultad, jadeando como un animal acorralado. Metió la mano derecha en el bolsillo del abrigo y extrajo una navaja de hoja recta. Yo cambié de posición.

—No quiero hacerte daño, viejo.

Murmuró algo ininteligible y arremetió contra mí, blandiendo la navaja. Le cogí el brazo con la mano izquierda, lo atraje hacia mí y levanté la rodilla con fuerza, apuntando al lugar más sensible. Toots se dobló en dos y cayó sentado con un quejido ahogado. Le retorcí un poco la muñeca y dejó caer la navaja sobre la alfombra. La despedí con un puntapié en dirección a la pared.

—¡Qué tonto has sido, Toots! —Levanté la navaja, la cerré y me la guardé en el bolsillo.

Toots se apretaba el vientre con las manos como si algo se le pudiera desparramar en caso de soltarlo.

—¿Qué quieres de mí? —gimió—. No eres periodista.

—Te estás espabilando. Entonces basta de patrañas y dime lo que sepas acerca de Johnny Favorite.

—Me duele. Me siento reventado por dentro.

—Se te pasará. ¿Quieres un asiento?

Hizo un gesto afirmativo. Le acerqué desde atrás una otomana de tafilete rojo y negro y le ayudé a levantarse del suelo. Gruñó y se sostuvo el vientre.

—Escucha, Toots. He asistido a la juerga del parque. A la ceremonia de Epiphany Proudfoot con el gallo. ¿De qué se trata?

—Obeah —farfulló—. Vudú. No todos los negros son baptistas.

—¿Y la Proudfoot? ¿Cómo encaja en todo esto?

—Es una mambo, como su madre antes que ella. Los espíritus poderosos hablan por su boca. Asiste a las sesiones desde que tenía diez años. A los trece asumió el título de sacerdotisa.

—¿Fue entonces cuando enfermó Evangeline Proudfoot?

—Sí. Más o menos.

Le ofrecí un cigarrillo pero negó con la cabeza. Yo encendí uno y pregunté:

—¿Johnny Favorite era adepto al vudú?

—¿Acaso no era el amante de la mambo?

—¿Asistía a las ceremonias?

—Claro que sí. A muchas de ellas. Era un hunsi-bosal.

—¿Un qué?

—Había sido iniciado, pero no bautizado.

—¿Cómo llamáis al que ha sido bautizado?

Hunsi-kanzo.

—¿Eso es lo que eres tú? ¿Un hunsi-kanzo?

Toots asintió con la cabeza.

—Me bautizaron hace mucho.

—¿Cuándo viste por última vez a Johnny Favorite en uno de vuestros sacrificios de gallos?

—Te dije que no volví a verlo desde antes de la guerra.

—¿Qué hay de la pata de pollo? La que estaba dentro del piano adornada con el lazo.

—Significa que hablo demasiado.

—¿Sobre Johnny Favorite?

—Sobre las cosas en general.

—No estoy conforme, Toots. —Le soplé un poco de humo en la cara—. ¿Alguna vez has intentado tocar el piano con la mano escayolada?

Toots empezó a levantarse, pero volvió a dejarse caer en la otomana, con una mueca.

—¿No me harías eso, verdad?

—Te haré lo que sea necesario, Toots. Soy capaz de romper un dedo como si fuera una barra de pan.

En los ojos del viejo pianista se reflejaba un miedo considerable. Hice crujir los nudillos de mi mano derecha para poner mayor énfasis en la amenaza.

—Pregúntame lo que quieras —murmuró—. Siempre te he dicho la verdad.

—¿No has visto a Johnny Favorite durante los últimos quince años?

—No.

—¿Y Evangeline Proudfoot? ¿Alguna vez dijo que lo había visto?

—No en mi presencia. La última vez que habló de él fue hace ocho o diez años. Lo recuerdo porque fue cuando apareció un profesor de la universidad que quería describir algo sobre Obeah en un libro. Evangeline le contestó que los blancos no podían meter las narices en el vudú. Yo añadí: «A menos que canten». Ya sabes, tomándole el pelo.

—¿Cómo reaccionó ella?

—A eso voy. No se rió, pero tampoco se encolerizó. Dijo: «Toots, si Johnny viviera sería un brujo muy poderoso, pero eso no significa que se deba abrir la puerta a todos los entrometidos a los que se les antoje llamar». ¿Ves? Para ella, Johnny estaba muerto y enterrado.

—Correré el albur de creerte, Toots. ¿Por qué llevas esa estrella en el diente?

Toots hizo una mueca. La estrella recortada refulgió a la luz.

—Para que la gente esté segura de que soy negro. No quiero que nadie se equivoque.

—¿Por qué está invertida?

—Me gusta más así.

Deposité sobre el televisor una de mis tarjetas de Crossroads.

—Te dejo una tarjeta con mi número de teléfono. Si te enteras de algo, llámame.

—Sí. Como no tengo ya suficientes disgustos, te llamaré para buscarme otros nuevos.

—Nunca se sabe. Tal vez necesites ayuda la próxima vez que te caiga del cielo una pata de pollo.

Fuera, la aurora teñía el cielo como el colorete tiñe las mejillas de una corista. Mientras me encaminaba hacia mi coche, dejé caer en un cubo de basura la navaja de Toots, con empuñadura de nácar.