Capítulo 13

Vernon Hyde se fue con rumbo desconocido poco antes de las siete, y yo caminé dos manzanas hacia el oeste hasta Gallagher’s, donde servían el mejor bistec de la ciudad. Terminé mi cigarro y la segunda taza de café alrededor de las nueve, pagué la cuenta y cogí un taxi en Broadway para recorrer los mil metros que me separaban de mi garaje.

Enfilé calle arriba por la Sexta Avenida, y seguí la dirección del tráfico hacia el Norte por Central Park, dejando atrás el estanque y el Harlem Meer. Salí del parque por Warrior’s Gate en la intersección de las calles 110 y Séptima, y entré en un mundo de casas de vecindad y callejones tenebrosos. No pisaba Harlem desde la demolición del Savoy Ballroom, el año anterior, pero lo encontré igual. En ese extremo de la ciudad, Park Avenue pasaba por debajo de las vías del New York Central, de modo que la calle en que había que exhibirse era la Séptima, con sus islas centrales de hormigón que dividían los carriles de las dos direcciones.

Al cruzar la calle 125 todo era tan rutilante como en Broadway. Más adelante, el Small’s Paradise y el local de Count Basie parecían intactos. Encontré un espacio para aparcar al otro lado de la avenida, frente al Red Rooster, y esperé a que cambiara la luz del semáforo. Un hombre joven, de tez color café, con una pluma de faisán en el sombrero, se apartó de un grupo que holgazaneaba en la esquina y me preguntó si quería comprar un reloj. Recogió ambas mangas de su elegante abrigo y me mostró media docena de relojes ceñidos a cada brazo.

—Puedo vendérselo muy barato, hermano. Realmente barato.

Contesté que ya tenía reloj y crucé con la luz verde.

El Red Rooster era lujoso y oscuro. Las mesas que rodeaban el escenario de la orquesta estaban repletas de celebridades locales, grandes derrochadores cuyas damas de brazos desnudos refulgían junto a ellos con un despliegue multicolor de vestidos de noche sin tirantes y tachonados de lentejuelas.

Encontré un taburete desocupado en la barra y pedí una copa de Remy Martin. El trío de Edison Sweet estaba en escena, pero desde donde yo me hallaba sentado sólo se veía la espalda del pianista que se encorvaba sobre el teclado. Los otros instrumentos eran el contrabajo y la guitarra eléctrica.

La orquesta tocaba blues, y la guitarra entraba y salía de la melodía como un colibrí. El piano palpitaba y retumbaba. La mano izquierda de Toots Sweet era tan excepcional como había asegurado Kenny Pomeroy. El conjunto no necesitaba un batería. Por encima de los compases melódicos y cambiantes del contrabajo, Toots hilvanaba un lamento intrincado; cuando cantaba, su voz destilaba un sufrimiento agridulce:

Tengo la pena del vudú,
la mala pena del vudú.
Petro Loa no me deja en paz;
todas las noches oigo gemir a los zombies.
Señor, me atormenta la triste pena del vudú.
Zu-Zu era una mulata, enamorada de un brujo;
y en sus planes no entraba provocar a Erzuli.
El hechizo del tom-tom la convirtió en esclava,
y ahora el Barón Samedi baila sobre su tumba.
Sí, Zu-Zu tiene la pena del vudú,
la mala y vieja pena del vudú…

Cuando terminó el número, los músicos se pusieron a reír y conversar y se secaron las caras sudorosas con grandes pañuelos blancos. Pasado un rato se encaminaron hacia la barra. Le dije al barman que quería invitar al trío a un trago. Él les sirvió lo que habían pedido e hizo un ademán en dirección a mí.

Los dos acompañantes levantaron sus vasos, me echaron una mirada y se perdieron entre la concurrencia. Toots Sweet ocupó un taburete en el extremo de la barra y se echó hacia atrás para poder contemplar la sala, con su gran cabeza gris apoyada contra la pared. Yo cogí mi vaso y me acerqué a él.

—Sólo quería expresarle mi agradecimiento —dije, encaramándome en el taburete vecino—. Es un gran artista, señor Sweet.

—Llámeme Toots hijo. No muerdo.

—Pues entonces, Toots.

Toots Sweet tenía una carota tan ancha y oscura y arrugada como una tableta de tabaco curado. Su cabello tupido era del color de la ceniza de cigarro. Llenaba su brillante traje de sarga hasta poner tirantes las costuras, y sin embargo los pies, calzados con escarpines bicolores, negros y blancos, eran pequeños y delicados como los de una mujer.

—Me han gustado los blues que has interpretado al final.

—Los escribí un día en Houston, hace muchos años, sobre el dorso de una servilleta de papel. —Rió. La súbita blancura de los dientes partió su cara oscura como el final de un eclipse de luna. Uno de los dientes de delante tenía una funda de oro. El esmalte blanco de abajo brillaba a través de un recorte con forma de estrella de cinco puntas invertida. Era algo que saltaba a la vista.

—¿Es tu ciudad natal?

—¿Houston? No, por Dios. Estaba de paso.

—¿De dónde eres?

—¿Yo? Soy de Nueva Orleans, hijo, de pura estirpe. Tienes delante de ti al sueño de un antropólogo. Tocaba en los burdeles de Storyville antes de cumplir los catorce años. Conocía a toda la pandilla: Bunk y Jelly y Satchelmouth. Subí «río arriba» hasta Chicago. Jo, jo, jo. —Toots rió a carcajadas y se palmeó las enormes rodillas. La luz mortecina hizo centellear los anillos de sus dedos regordetes.

—Me estás tomando el pelo —exclamé.

—Quizás un poco, hijo. Quizás un poco.

Sonreí y aspiré el aroma de mi Remy Martin.

—Debe de ser estupendo tener tantos recuerdos.

—¿Estás escribiendo un libro, hijo? Tengo tanto olfato para descubrir escritores como el zorro para descubrir gallinas.

—No vas muy desencaminado, viejo zorro. Estoy preparando un artículo para la revista Look.

—¿Un artículo sobre Toots en Look? ¡Al lado de Doris Day! ¡Muy gracioso!

—Bueno, no quiero engañarte, Toots. El artículo versará sobre Johnny Favorite.

—¿Quién?

—Un cantante, un crooner. Cantaba con la orquesta de Spider Simpson allá por los comienzos de los años cuarenta.

—Sí. Recuerdo a Spider. Cuando tocaba la batería, se tenía la impresión de estar oyendo fornicar a dos perforadoras de percusión.

—¿Y qué recuerdas de Johnny Favorite? —pregunté.

Las facciones oscuras de Edison Sweet adoptaron la expresión inocente de un estudiante de álgebra que no conoce la respuesta.

—No recuerdo nada. Excepto tal vez que cambió de nombre y se convirtió en Frank Sinatra. Vic Damone los fines de semana.

—Quizá me informaron mal —dije—. Suponía que habíais sido buenos amigos.

—Hijo, hace mucho tiempo grabó una de mis canciones y le quedé muy agradecido por los cheques de beneficios de los que no queda nada, pero eso no significa que fuéramos amigos.

—Vi una foto en que aparecíais los dos cantando juntos. La publicaron en Life.

—Sí, recuerdo aquella noche. Fue en el bar de Dickie Wells. Lo vi un par de veces rondando por ahí, pero ciertamente no venía al centro para visitarme a mí.

—¿Y a quién venía a visitar?

Toots Sweet bajó los ojos con fingido recato.

—Me estás haciendo hablar de lo que no quiero, hijo.

—¿Qué importa, después de tantos años? —exclamé—. Entiendo que se veía con una dama.

—Una dama en todo el sentido de la palabra, por cierto.

—¿Cómo se llamaba?

—Eso no es ningún secreto. Todos los que anduvieron por aquí antes de la guerra saben que Evangeline Proudfoot tenía un romance con Johnny Favorite.

—La prensa no se dio por enterada.

—Hijo, en aquella época nadie se jactaba de haber traspuesto la línea del color.

—¿Quién era Evangeline Proudfoot?

Toots sonrió.

—Una bella y robusta hija de las Indias Occidentales —replicó—. Era diez o quince años mayor que Johnny, pero tan astuta que el que hacía el bobo era él.

—¿Sabes dónde puedo encontrarla?

—Hace años que no la veo. Cayó enferma. La tienda sigue en pie, de modo que quizá también ella esté allí.

—¿Qué clase de tienda era? —Hice un gran esfuerzo para que la pregunta no traicionara al polizonte que llevaba dentro.

—Evangeline tenía una herboristería en Lenox. Todos los días, menos los domingos, estaba abierta hasta medianoche. —Toots me hizo un guiño teatral—. Es hora de seguir tocando. ¿Te quedarás al próximo pase, hijo?

—Volveré después.