Mientras bajaba en el ascensor descubrí el cigarrillo que llevaba detrás de la oreja; lo encendí al salir a la calle. El viento de marzo parecía despejar la atmósfera. Disponía de casi una hora hasta mi encuentro con Vernon Hyde, y anduve lentamente calle abajo, por la Séptima Avenida, tratando de dar con la causa del miedo innominado que se había apoderado de mí en el frondoso apartamento de la astróloga. Estaba convencido de que debía de tratarse de un timo, de un acto de prestidigitación verbal. Desconfíe de los desconocidos. Ésa era la bazofia que te endilgaban a cambio de una moneda de las balanzas callejeras. Me había embaucado con su voz de oráculo y su mirada hipnótica.
La calle 52 parecía estar en decadencia. Dos manzanas hacia el este, el «21» conservaba el recuerdo de las elegantes tabernas clandestinas, pero una hilera uniforme de salas de strip-tease había sustituido la mayoría de los clubs de jazz. Una vez desaparecido el Onyx Club, sólo el Birdland mantenía encendidos en Broadway los fuegos sagrados del bop. El Famous Door había cerrado definitivamente. El Jimmy Ryan’s y el Hickory House eran los únicos vestigios en una calle cuyos edificios de piedra arenisca habían albergado más de cincuenta bares encubiertos, en la época de la Ley Seca.
Caminé hacia el este por entre restaurantes chinos y prostitutas llamativas equipadas con bolsos de imitación de piel cerrados con cremallera. El trío de Don Shirley actuaba en el Hickory House, pero la función no empezaba hasta muchas horas más tarde; cuando entré el salón estaba silencioso y escasamente iluminado. Pedí un whisky y ocupé una mesa desde la cual podía vigilar la puerta. Vi a un tipo que llevaba consigo el estuche de un saxofón. Vestía una cazadora de ante marrón sobre un jersey de cuello alto, de color crema y punto irlandés. Su pelo, cortado a cepillo, estaba veteado de gris. Le hice una seña y se acercó.
—¿Vernon Hyde?
—El mismo —respondió, con una media sonrisa.
—Deje el hacha y tome un trago.
—Buena idea. —Depositó cuidadosamente sobre la mesa el estuche del saxofón y acercó una silla—. De modo que es escritor. ¿Y qué es lo que escribe?
—Generalmente artículos para revistas —respondí—. Perfiles, reseñas biográficas.
Se acercó la camarera y Hyde pidió una botella de Heinekens. Hablamos de trivialidades hasta que ella trajo la cerveza y la vertió en un vaso alto. Hyde bebió un sorbo prolongado y después fue al grano.
—Así que quiere escribir sobre la orquesta de Spider Simpson. Bueno, no se ha equivocado de calle. Si el cemento hablara, esta acera le contaría la historia de mi vida.
—Escuche, no quiero engañarle. El artículo mencionará la orquesta, pero lo que más me interesa es lo que pueda contarme acerca de Johnny Favorite.
La sonrisa de Vernon Hyde se torció tanto que se convirtió en una mueca.
—¿Favorite? ¿Por qué quiere escribir sobre ese cabrón?
—Intuyo que no eran amigos.
—Además, ¿quién se acuerda ya de Johnny Favorite?
—Un secretario de redacción de Look se acuerda tanto que me sugirió que escribiera el artículo. Y me parece que usted también conserva una nítida imagen de él. ¿Cómo era?
—Era un hijo de puta. Lo que le hizo a Spider fue más inmoral que robarle la limosna a un ciego.
—¿Qué le hizo?
—Comprenda usted que Spider lo descubrió, lo sacó de un tugurio inmundo de provincia.
—Lo sé.
—Favorite le debía mucho a Spider. Además recibía un porcentaje de las ganancias, y no sólo un sueldo como los restantes músicos de la orquesta, de modo que no creo que tuviera motivos para quejarse. Voló cuando todavía faltaban cuatro años para que terminara su contrato con Spider. A causa de su deserción nos cancelaron varias funciones.
Saqué mi libreta y mi lápiz y simulé tomar notas.
—¿Alguna vez Favorite se puso en contacto con alguno de los viejos acompañantes de Simpson?
—¿Usted cree que los fantasmas andan por el mundo?
—¿Cómo dice?
—Ese tipo reventó, hombre. Se lo cargaron en la guerra.
—¿De veras? —pregunté—. Me llegó la versión de que estaba en un hospital del norte del estado.
—Es posible, pero creo recordar que murió.
—Me contaron que era supersticioso. ¿Recuerda alguna anécdota al respecto?
Vernon Hyde volvió a ostentar su media sonrisa.
—Sí, siempre andaba a la caza de sesiones de espiritismo y bolas de cristal. Una vez, durante una gira, creo que fue en Cincy, le pagamos a la puta del hotel para que se hiciera pasar por quiromántica. Le pronosticó que iba a pescar una sífilis, y no volvió a mirar una hembra hasta el final de la gira.
—¿Es cierto que tenía una novia de la alta sociedad que también era adivina?
—Sí, creo que sí. Nunca conocí a la muchacha. En aquella época Johnny y yo girábamos en órbitas distintas.
—La orquesta de Spider Simpson estaba segregada cuando Favorite cantaba con ustedes, ¿verdad?
—Sí, éramos todos blancos. Creo que una vez hubo un cubano que tocaba la marimba. —Vernan Hyde terminó su cerveza—. En aquella época ni siquiera Duke Ellington pudo librarse de la segregación, ¿sabe?
—Es cierto. —Garrapateé en la libreta—. La convivencia después de la función debía de ser distinta.
La evocación de aquellos recintos saturados de humo estuvo a punto de completar la sonrisa de Hyde.
—Cuando la orquesta de Basie estaba en la ciudad, algunos de nosotros nos juntábamos y tocábamos toda la noche.
—¿Favorite asistía a esas sesiones?
—No. A Johnny no le gustaban los negros. La única gente de color que quería ver después de las funciones eran las criadas de los áticos de lujo de Park Avenue.
—Qué interesante. Yo creía que Favorite era amigo de Toots Sweet.
—Es posible que alguna vez le pidiera que le lustrara los zapatos. Le repito que Johnny Favorite les tenía inquina a los negros. Recuerdo haberle oído decir que Georgie Auld era mejor saxo que Lester Young. ¡Imagínese!
Contesté que me parecía increíble.
—Creía que traían mala suerte.
—¿Los saxos?
—Los negros, hombre. Para Johnny, no se diferenciaban de los gatos del mismo color.
Le pregunté si Johnny Favorite había tenido algún amigo íntimo en la orquesta.
—No creo que Johnny tuviera un amigo en ningún sitio —respondió Vernon Hyde—. Y si quiere, puede atribuirme estas palabras. Era un solitario. Vivía casi siempre encerrado en sí mismo. Oh, bromeaba con la gente, y sonreía constantemente, pero eso no significaba nada. Johnny era un artista de la simpatía. Utilizaba la simpatía como coraza para evitar que los demás se acercaran demasiado.
—¿Qué puede contarme sobre su vida privada?
—Sólo le veía en el escenario o en el autocar que nos llevaba de un lugar a otro en medio de la noche. Quien mejor lo conocía era Spider. Es con él con quien debe hablar.
—Tengo su número de la costa —asentí—. Aún no hemos podido ponernos en contacto. ¿Más cerveza?
Hyde preguntó por qué no y pedimos otra ronda. Pasamos la hora siguiente intercambiando chismes sobre la calle 52 y los viejos tiempos, y no volvimos a mencionar el nombre de Johnny Favorite.