Capítulo 11

Fui en metro hasta la calle 57 y subí por la escalera que desembocaba en la esquina de Nedick’s, en el Carnegie Hall. Pasó un vagabundo que me pidió una moneda mientras me encaminaba hacia la entrada de los estudios. Al otro lado de la Séptima Avenida, una manzana más abajo, un piquete desfilaba ante el Park Sheraton.

El vestíbulo de los Estudios Carnegie Hall era pequeño y estaba desprovisto de decoración. A la derecha vi dos ascensores que flanqueaban un buzón iluminado por un tubo de neón. Había una puerta trasera que conducía a la Carnegie Tavern, situada a la vuelta de la esquina, en la calle 56, y un tablero con los nombres de los inquilinos. Busqué Krusemark, M., Consultas Astrológicas, y descubrí que estaba en el undécimo piso.

El indicador de bronce instalado sobre el ascensor de la izquierda describió un arco descendente a lo largo de un semicírculo de números de pisos, como un reloj que funcionase en sentido inverso. La flecha se detuvo en el 7 y nuevamente en el 3 antes de alcanzar la posición horizontal. En primer lugar salió un descomunal gran danés, que arrastraba tras sí a una mujer robusta vestida con un abrigo de piel. Los siguió un hombre barbudo cargado con el estuche de un violoncelo. Entré en la cabina y le di el número del piso a un viejo ascensorista que parecía un militar retirado de los Balcanes con su uniforme demasiado holgado. Me miró los pies y no dijo nada. Al cabo de un momento cerró la puerta metálica y emprendimos la subida.

No hubo paradas hasta que me apeé en el undécimo. El pasillo era largo y ancho, y tan ascético como el vestíbulo de abajo. Las mangueras de lona contra incendios colgaban de la pared, enrolladas, cada pocos metros. Varios pianos disonantes polemizaban entre sí desde detrás de las puertas cerradas. A lo lejos oí a una soprano que tomaba bríos, recorriendo la escala con su gorjeos.

Encontré el apartamento de M. Krusemark. Su nombre estaba pintado en la puerta con letras doradas, y debajo de él se veía un símbolo extraño parecido a la letra M con una flecha que señalaba hacia arriba a modo de cola. Pulsé el timbre y esperé. Desde dentro llegó el repiqueteo de unos tacones altos sobre el suelo, una llave giró en la cerradura, y la puerta se abrió tanto como lo permitía la cadena de seguridad.

Un ojo me escudriñó desde las sombras. La voz que hacía pareja con él preguntó:

—¿Sí?

—Soy Harry Angel —respondí—. Telefoneé hace poco para pedir una cita.

—Oh, claro que sí. Espere un momento, por favor.

La puerta se cerró y oí que la cadena se deslizaba fuera de la ranura. Cuando la puerta volvió a abrirse, el ojo resultó ser uno de los dos felinos ojos verdes que un rostro pálido y anguloso enmarcaba. Ardían dentro de cuencas descoloridas bajo unas cejas oscuras y espesas.

—Adelante —dijo la mujer, y se hizo a un lado para dejarme pasar.

Iba íntegramente vestida de negro, como una bohemia de fin de semana en una cafetería del Village: falda y jersey de lana negra, medias negras, incluso el cabello tupido y negro recogido en un moño con lo que parecían ser dos palillos de ébano. Walt Rigler había dado a entender que tenía alrededor de treinta y seis o treinta y siete años, pero sin maquillaje parecía mucho mayor. Era muy delgada, casi escuálida, y sus pechos menudos apenas se insinuaban bajo los gruesos pliegues del jersey. Su único adorno era un medallón de oro que colgaba del cuello sostenido por una simple cadena. Representaba una estrella invertida de cinco puntas.

Ninguno de los dos pronunció una palabra, y me encontré mirando el medallón colgante. «Corre a atrapar una estrella fugaz…». El primer verso del poema de Donne resonó en mi mente, acompañado por la imagen de las manos del doctor Albert Fowler. Recordé brevemente el anillo de oro de sus dedos tamborileantes. Había una estrella de cinco puntas grabada en el anillo de oro que el doctor Albert Fowler ya no llevaba puesto cuando encontré su cadáver encerrado en el dormitorio del primer piso. Ésa era la pieza que faltaba en el rompecabezas.

La revelación me hizo dar un respingo como si me hubieran echado un jarro de agua helada. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral y me puso la piel de gallina en la nuca. ¿Qué había sucedido con el anillo del doctor? Tal vez lo tuviese en el bolsillo. No le había registrado las ropas… ¿pero qué motivo podría haber tenido para quitárselo antes de volarse los sesos? Y si él no se lo había quitado… ¿quién lo había hecho?

Sentí los ojos fosforescentes de la mujer clavados en mí.

—Usted debe de ser la señorita Krusemark —dije, para romper el silencio.

—Sí —contestó sin sonreír.

—Vi su nombre en la puerta pero no reconocí el símbolo.

—Es mi signo —explicó, cerrando la puerta y echando la llave nuevamente—. Soy Escorpio. —Me escudriñó largamente, como si mis ojos fueran mirillas por las que se podía espiar una escena interior—. ¿Y usted?

—¿Yo?

—¿Cuál es su signo?

—Sinceramente, lo ignoro —murmuré—. La astrología no es uno de mis fuertes.

—¿Cuándo nació?

—El 2 de junio de 1920. —Para ponerla a prueba le di la fecha de nacimiento de Johnny Favorite, y por una fracción de segundo me pareció vislumbrar un remoto centelleo en su mirada fija, desprovista de emoción.

—Géminis —sentenció—. Los gemelos. Qué curioso, una vez conocí a un chico que había nacido ese mismo día.

—¿De veras? ¿Quién?

—No importa —replicó—. Eso sucedió hace mucho, mucho tiempo. Oh, qué torpeza he cometido al dejarlo de pie, aquí en el vestíbulo. Por favor, acompáñeme y tome asiento.

La seguí, y pasamos del vestíbulo en penumbra a una vasta sala, de techo alto. El mobiliario estaba compuesto por viejos trastos del Ejército de Salvación en los que los tapetes estampados y una multitud de cojines bordados ponían un toque de alegría. La audaz geometría de varias hermosas alfombras del Turquestán desentonaba con esa decoración de bazar de gangas. Había helechos de todo tipo y palmeras que se empinaban hasta el techo. El follaje verde se mecía desde tiestos colgantes. Dentro de terrarios de cristal cerrados flotaban los vahos de selvas tropicales en miniatura.

—Qué habitación tan bonita —comenté, mientras ella cogía mi abrigo y lo doblaba sobre el respaldo de un sofá.

—Sí, es estupenda, ¿verdad? He sido muy feliz aquí. —La interrumpió un agudo toque de silbato que sonó a lo lejos—. ¿Quiere un poco de té? —preguntó—. Acababa de poner la tetera en el fuego cuando usted llegó.

—Sólo si no le resulta molesto.

—En absoluto. El agua ya está hirviendo. ¿Qué prefiere? ¿Darjeeling, té de jazmín u oolong?

—Lo dejo a su criterio. No soy especialista en tés.

Esbozó una sonrisa y salió deprisa para responder a la insistente llamada del silbato. Miré con más detenimiento en torno.

Todas las superficies disponibles estaban atestadas de objetos exóticos. Elementos tales como flautas rituales y molinillos de oraciones, fetiches de los indios hopis y encarnaciones de Vishnu confeccionadas con cartón piedra que brotaban de las fauces de peces y tortugas. Una daga azteca de obsidiana tallada en forma de pájaro refulgía sobre un anaquel. Escudriñé los volúmenes dispersos al azar y descubrí el I Ching, un ejemplar del Oaspe, y varios de las series tibetanas de Evan-Wentz.

Cuando M. Krusemark volvió con una bandeja de plata y el servicio de té, yo estaba junto a una ventana pensando en el anillo perdido del doctor Fowler. Ella depositó la bandeja sobre una mesita contigua al sofá y se reunió conmigo. Al otro lado de la Séptima Avenida, una mansión de estilo federal con blancas columnas dóricas se alzaba sobre el tejado de los Apartamentos Osborn como una corona oculta.

—¿Alguien compró la mansión de Jefferson y la trasladó aquí? —bromeé.

—Pertenece a Earl Blackwell. Organiza fiestas espectaculares. Por lo menos es entretenido espiarlas.

La seguí nuevamente hasta el sofá.

—Esa cara me parece conocida. —Señalé con un movimiento de cabeza el retrato al óleo de un viejo pirata vestido de esmoquin.

—Mi padre, Ethan Krusemark. —El té se arremolinó en las traslúcidas tazas de porcelana.

Había un atisbo de sonrisa picara en los labios enérgicos, un destello de crueldad y astucia en los ojos tan verdes como los de su hija.

—¿Es armador, verdad? He visto su foto en el Forbes.

—Mi padre aborrece este cuadro. Dice que es como tener un espejo con la imagen cristalizada ¿Leche o limón?

—Solo, gracias.

Me pasó la taza.

—Lo pintaron el año pasado. Pienso que la semejanza es prodigiosa.

—Es un hombre apuesto.

Hizo un ademán de asentimiento.

—¿Creerá que tiene más de sesenta años? Siempre pareció tener diez años menos de los que en realidad tenía. Tiene el sol en conjunción con Júpiter, cosa muy favorable.

No hice caso de la superchería y comenté que se parecía a uno de los capitanes fanfarrones de las películas de piratas que había visto en mi infancia.

—Es muy cierto. Cuando yo iba a la universidad, todas las chicas de la residencia pensaban que era Clark Gable.

Probé el té. Sabía a melocotones fermentados.

—Mi hermano conoció a una chica llamada Krusemark cuando estudiaba en Princeton —mentí—. Ella era alumna de Wellesley y le adivinó la suerte en un baile de promoción.

—Debió de ser mi hermana Margaret —respondió—. Yo soy Millicent. Somos gemelas. Ella es la bruja negra de la familia. Yo soy blanca.

Fue como despertar de un sueño en el que te sientes millonario, para descubrir que el tesoro se te deshace como bruma entre los dedos.

—¿Su hermana vive aquí en Nueva York? —pregunté, siguiéndole la corriente. Ya sabía la respuesta.

—Cielos, no. Maggie se mudó a París hace más de diez años. Hace una eternidad que no la veo. ¿Cómo se llama su hermano?

Toda la superchería pesaba sobre mí, colgando fláccidamente como la cubierta de un globo desinflado.

—Jack —dije.

—No recuerdo que Maggie haya mencionado nunca a un Jack. Claro que en aquellos tiempos había muchos jóvenes en su vida. Ahora necesito que conteste algunas preguntas. —Cogió una libreta encuadernada en piel y un juego de lápices que descansaban sobre su mesa—. Para hacer su carta astral.

—Adelante. —Hice saltar un cigarrillo del paquete y me lo puse entre los labios.

Millicent Krusemark agitó la mano delante de su rostro como si se estuviera secando las uñas.

—Por favor, no. Soy alérgica al humo.

—Desde luego. —Guardé el cigarrillo detrás de la oreja.

—Así que el 2 de junio de 1920 —recitó—. Este único detalle revela mucho acerca de usted.

—Dígamelo todo.

Millicent Krusemark me clavó su mirada felina.

—Sé que es un actor nato —afirmó—. Tiene el don de interpretar papeles. Cambia de identidad con la facilidad instintiva con que un camaleón cambia de color. Aunque está muy ansioso por descubrir la verdad, las mentiras brotan fluidamente de sus labios.

—Bastante bien. Continúe.

—Su talento de actor tiene una faceta negativa y constituye un problema cuando usted se enfrenta a la naturaleza dual de su personalidad. Diría que ha sido frecuentemente víctima de la duda. «¿Cómo es posible que haya hecho esto?», es su preocupación más constante. Puede ser cruel con la mayor espontaneidad, y sin embargo le parece inconcebible estar tan bien dotado para maltratar a los demás. Por un lado es metódico y tenaz, pero paradójicamente deposita mucha fe en la intuición. —Sonrió—. Cuando se trata de mujeres, las prefiere jóvenes y morenas.

—La felicito —exclamé—. Ha dado en el clavo. —Y era cierto. Me había leído como si fuera un libro abierto. Un psicoanalista capaz de sondear semejantes secretos se habría ganado con creces sus veinticinco dólares por hora de diván. El único problema consistía en que la fecha de nacimiento no era la correcta: me adivinaba la suerte con los datos vitales de Johnny Favorite—. ¿Sabe dónde puedo encontrar mujeres jóvenes y morenas?

—Seré mucho más explícita cuando tenga lo que necesito. —La bruja blanca garrapateó algo en su libreta—. No puedo garantizarle la mujer de sus sueños, pero sí puedo ser más concreta. Fíjese, estoy anotando las posiciones laterales del mes para verificar cómo influyen sobre su carta. No la suya, en realidad, sino la del chico que mencioné. Indudablemente, sus horóscopos son similares.

—Cuente conmigo.

Millicent Krusemark frunció el ceño, mientras estudiaba las anotaciones.

—Éste es un período de mucho peligro. Estuvo complicado en una muerte hace muy poco tiempo; una semana, a lo sumo. Usted no conocía bien al difunto, pero igualmente está muy alterado por su fallecimiento. La profesión médica está implicada. Quizás usted mismo no tarde en estar en un hospital; los aspectos desfavorables son muy marcados. Desconfíe de los desconocidos.

Miré a esa mujer extraña vestida de negro y sentí invisibles tentáculos de miedo que me oprimían el corazón. ¿Cómo sabía tanto? Tenía la boca seca y los labios se me pegaban cuando pregunté:

—¿Qué significa ese adorno que le cuelga del cuello?

—¿Esto? —La mano de la mujer se posó sobre su garganta, como si fuera un pájaro que interrumpe su vuelo para descansar—. Es sólo un pentáculo. Trae buena suerte.

El pentáculo del doctor Fowler no le había traído mucha suerte, aunque tampoco lo llevaba puesto a la hora de morir ¿O acaso alguien le había quitado el anillo al anciano después de matarlo?

—Necesito más información —prosiguió Millicent Krusemark, y su lápiz de oro, recubierto de filigranas, me apuntó como un dardo—. Cuándo y dónde nació su prometida. Necesito la hora y el lugar exactos. Para poder determinar la longitud y la latitud. Tampoco me ha dicho dónde nació usted.

Inventé algunos lugares y fechas falsos e hice el ademán ritual de consultar mi reloj de pulsera antes de depositar la taza sobre la mesa. Nos levantamos juntos, como si estuviéramos en un mismo ascensor.

—Gracias por el té.

Me acompañó hasta la puerta y dijo que las cartas astrales estarían listas la semana siguiente. Prometí telefonearle, y nos dimos la mano con la formalidad mecánica de dos soldados de cuerda.