Capítulo 10

Para no gastar la suela de los zapatos cogí el metro de la Séptima Avenida hasta la estación siguiente, la de Times Square, y entré en mi despacho en el momento en que sonaba el teléfono. Levanté el auricular en la mitad de un timbrazo. Era Vernon Hyde, el saxo de Spider Simpson.

—Le agradezco mucho que me haya llamado —dije, y le solté el camelo del artículo para Look. Se lo creyó, y le sugerí que nos reuniéramos para tomar un trago cuando a él le resultara cómodo.

—Ahora estoy en el estudio —respondió—. Empezaremos a ensayar dentro de veinte minutos y no estaré libre hasta las cuatro y media.

—Es una buena hora para mí. Si dispone de treinta minutos, ¿por qué no nos encontramos entonces? ¿En qué calle está su estudio?

—En la calle 45. En el Hudson Theatre.

—Bien. El Hickory House está a un par de manzanas de allí. ¿Qué le parece si nos vemos a las cinco menos cuarto?

—Estupendo. Llevaré el «hacha» conmigo y así le resultará más fácil reconocerme.

—Un hombre armado con un hacha siempre se destaca en la multitud —comenté.

—No, hombre, no, no me entiende. Un hacha es un instrumento musical; en la jerga del jazz, ¿sabe?

Esta vez sí comprendí y ambos cortamos la comunicación. Después de quitarme el abrigo con dificultad, me senté detrás del escritorio y eché una mirada a las fotos y los recortes que había llevado encima durante todo el día. Los distribuí sobre el secante, como si se tratara de piezas de museo, y contemplé la sonrisa empalagosa de Johnny Favorite hasta que ya no pude soportarla. ¿Dónde conviene buscar a un tipo que nunca estuvo en ninguna parte?

El suelto de Winchell resultaba tan frágil por la acción del tiempo como los pergaminos del Mar Muerto. Leí el comentario sobre la ruptura del compromiso de Favorite y marqué el número de Walt Rigler, en el Times.

—Hola, Walt —exclamé—. Soy yo otra vez. Necesito información sobre Ethan Krusemark.

—¿El poderoso armador?

—El mismo. Me gustaría que me facilitases todos los datos que tengas acerca de él, incluida su dirección. Lo que más me interesa es la ruptura del compromiso de su hija con Johnny Favorite, allá por los comienzos de la década de los cuarenta.

—Johnny Favorite otra vez. Parece ser el hombre del día.

—Es la estrella del programa ¿Puedes ayudarme?

—Consultaré a la sección femenina —respondió—. Es la que se ocupa de la vida social, con todos sus chanchullos. Te llamaré dentro de un par de minutos.

—Bendito seas.

Volví a dejar el auricular en su sitio. Eran las dos menos diez. Saqué la libreta e hice un par de llamadas a Los Angeles. En el número de Diffendorf, en Hollywood, no contestó nadie, pero cuando traté de comunicarme con Spider Simpson me atendió la criada. Era mexicana, y aunque mi castellano no era mejor que su inglés, conseguí transmitirle mi nombre y el número de teléfono de mi oficina, junto con la impresión general de que se trataba de un asunto importante.

Colgué y el timbre volvió a sonar antes de que retirara la mano. Era Walter Rigler.

—Aquí tienes la primicia —anunció—. Ahora Krusemark es un prohombre: fiestas de beneficencia, biografía incluida en el Registro de Sociedad, etcétera, etcétera. Tiene un despacho en el Edificio Chrysler. Vive en el número 2 de Sutton Place. El teléfono figura en la guía. ¿Has tomado nota?

Contesté que lo tenía todo anotado por escrito, y continuó:

—Muy bien. Krusemark no fue siempre un magnate. Trabajó como marinero en un barco mercante, a comienzos de la década de los veinte, y se rumorea que inició su fortuna haciendo contrabando de licor. Nunca lo procesaron, de modo que su historial está limpio aunque su conciencia no lo esté. Empezó a formar su propia flota durante la Depresión, siempre con matrícula panameña, por supuesto. Su primer gran negocio consistió en la construcción de cascos de hormigón durante la guerra. Lo acusaron de emplear materiales de mala calidad, y muchos de sus barcos tipo Liberty se partieron en dos en medio de una tormenta, pero una comisión investigadora del Congreso lo absolvió de culpa y cargo y no se volvió a hablar del tema.

—¿Qué me dices de su hija? —pregunté.

—Margaret Krusemark. Nació en 1922. Sus padres se divorciaron en 1926. Su madre se suicidó poco después, ese mismo año. Conoció a Favorite durante una fiesta de promoción, en la universidad. Él cantaba en la orquesta. Su compromiso fue el escándalo social de 1941. Aparentemente fue él quien rompió las relaciones, aunque ya nadie sabe por qué. La chica tenía fama de estar chalada, y quizás a ello se debiese la ruptura.

—¿Chalada… en qué sentido?

—Veía visiones. Solía decir la buenaventura en las reuniones sociales. Iba a todas partes con un mazo de cartas de tarot en el bolso. Durante un tiempo la gente lo consideró gracioso, pero cuando empezó a hacer hechizos en público, resultó intolerable para los de sangre azul.

—¿Hablas en serio?

—Muy en serio. La apodaban la «Bruja de Wellesley». Era el hazmerreír de los jóvenes portentos de las universidades aristocráticas.

—¿Dónde está ahora?

—Ninguna de las personas que consulté parece saberlo. La responsable de ecos sociales dice que no vive con el padre, y no entra en la categoría de las que reciben invitaciones para asistir al Baile del Pavo Real, en el Waldorf, de modo que en el periódico no tenemos más información sobre su persona. La última vez que el Times la mencionó fue cuando partió rumbo a Europa, hace diez años. Tal vez aún esté allí.

—Me has prestado una gran ayuda, Walt. Empezaré a leer el Times cuando publique tiras cómicas.

—¿Y qué me dices de Johnny Favorite? ¿Tienes algún dato que yo pueda explotar?

—Todavía no puedo destapar la olla, hermano, pero cuando llegue el momento te daré la primicia.

—Muy agradecido.

—Yo también. Hasta pronto, Walt.

Saqué la guía telefónica del cajón y deslicé el dedo sobre una página de la sección correspondiente a la K. Allí figuraban Krusemark, Ethan, y Krusemark Maritime, Inc., además de un Krusemark, M., Consultas Astrológicas. Este último parecía digno de una tentativa. Era en el 881 de la Séptima Avenida. Marqué el número y esperé. Me atendió una mujer.

—Un amigo me ha dado su nombre —expliqué—. Personalmente, no tengo mucha fe en las estrellas, pero mi prometida es una auténtica creyente. Sospecho que quedará agradablemente sorprendida si hago hacer nuestros respectivos horóscopos.

—Cobro quince dólares por cada carta astral —respondió la mujer.

—Me parece justo.

—Y no contesto preguntas telefónicas. Deberá pedir turno para una consulta.

También acepté esta condición y le pregunté si disponía de tiempo ese mismo día.

—Mi agenda para la tarde está en blanco —afirmó—. ¿Cuándo le resulta más cómodo?

—¿Qué le parece ahora mismo? ¿Dentro de media hora, digamos?

—Maravilloso.

Le di mi nombre. Ella opinó que mi nombre también era maravilloso, y me comunicó que su apartamento estaba en el Carnegie Hall. Le dije que sabía dónde hallarla y colgué.