Capítulo 9

En la planta baja del Edificio Brill había dos bares que miraban hacia Broadway desde ambos lados de la entrada. Uno era el Jack Dempsey’s, donde se reunían los aficionados al boxeo. El otro, el Turf, situado en la esquina de la calle 49, era centro de reunión de músicos y compositores. Su fachada de espejos azules daba una imagen tan fresca e invitadora como la de una gruta de Capri.

Por dentro, no era más que otra taberna corriente. Recorrí la barra y encontré precisamente al hombre que buscaba, Kenny Pomeroy, que trabajaba como acompañante y autor de arreglos musicales desde antes de que yo naciera.

—Qué dices, Kenny —murmuré, mientras me sentaba en el taburete contiguo al suyo.

—Vaya, vaya, pero si es Harry Angel, el famoso sabueso. Hace mucho que no te veo, camarada.

—Sí, hace bastante. Me parece que tu vaso está vacío, Kenny. No te muevas y te pagaré otra ronda. —Le hice una seña al barman y pedí un manhattan para mí y otra ración para Kenny.

—Salud, chico —brindó, alzando el vaso, cuando nos hubieron servido.

Kenny Pomeroy era un tipo calvo y gordo, con una nariz bulbosa y una serie de papadas superpuestas como piezas de recambio. Acostumbraba a usar americanas cruzadas y anillos con zafiros en el meñique. El único lugar en que le había visto, fuera de una sala de ensayos, era la barra del Turf.

Charlamos un poco sobre los viejos tiempos hasta que Kenny preguntó:

—¿Y qué te trae a este extremo de la calle? ¿La búsqueda de forajidos?

—No precisamente —contesté—. Tengo entre manos un caso en el que quizá puedas ayudarme.

—Cuando quieras y donde quieras.

—¿Qué sabes de Johnny Favorite?

—¿Johnny Favorite? Eso es historia antigua.

—¿Lo conociste?

—No. Asistí a su espectáculo unas pocas veces, antes de la guerra. Si no me equivoco, la última fue en el «Starlight Lounge» de Trenton.

—¿Por casualidad, no lo habrás vuelto a ver, digamos en estos últimos quince años?

—¿Bromeas? ¿Acaso no ha muerto?

—No precisamente. Está internado en un hospital, en el norte del estado.

—¿Cómo podría haberlo visto, si está en un hospital?

—Pasa unas temporadas dentro y otras fuera —expliqué—. Escucha, mira esto. —Saqué del sobre la foto de la orquesta de Spider Simpson, y se la pasé—. ¿Cuál de estos tipos es Simpson? En la foto no está escrito.

—Simpson es el batería.

—¿Qué hace ahora? ¿Sigue dirigiendo una orquesta?

—No. Los baterías nunca son buenos directores. —Kenny sorbió su bebida y adoptó una expresión pensativa, frunciendo la frente, que se prolongaba sin interrupción hasta la coronilla—. La última vez que oí hablar de él, trabajaba en un estudio de la Costa. Trata de hablar con Nathan Fishbine, en el Edificio Capitol.

Apunté el nombre y pregunté a Kenny si conocía a alguno de los otros.

—Hace muchos años trabajé un tiempo en Atlantic City con el trombonista. —Kenny señaló un punto de la foto con su dedo regordete—. Este tipo, Red Diffendorf. Ahora sopla en la orquesta de Lawrence Welk.

—¿Qué me dices de los otros? ¿Sabes dónde puedo encontrarlos?

—Bueno, reconozco muchos nombres. Siguen en la palestra, pero no sé con quiénes trabajan. Tendrás que ir de un lado a otro pidiendo información, o solicitarla al sindicato.

—¿Y un pianista negro llamado Edison Sweet?

—¿Toots? Es el mejor. Tiene una mano izquierda que puede competir con la de Art Tatum. Muy buen gusto. No tendrás que ir muy lejos para encontrarlo. Hace cinco años que toca en el Red Rooster, en la calle 138.

—Kenny, eres una fuente inagotable de información útil. ¿Quieres comer conmigo?

—Jamás pruebo comida. Pero no te diré que no si me ofreces otra ración de lo mismo.

Pedí bebidas para los dos, y una hamburguesa con queso y patatas fritas para mí. Mientras esperaba, busqué un teléfono público y llamé a la filial 802 de la Federación Norteamericana de Músicos. Expliqué que era periodista freelance, que estaba preparando un artículo para Look, y que quería entrevistar a los miembros supervivientes de la orquesta de Spider Simpson.

Me pusieron con una muchacha encargada del archivo de socios. La enternecí con la promesa de mencionar el sindicato en mí artículo y le di los nombres de los miembros de la orquesta que aparecían en la foto, junto con los instrumentos que tocaban.

Esperé diez minutos mientras ella reunía los datos. Cuatro de los quince músicos originarios habían muerto, y seis se habían borrado de la federación. La chica me dio las direcciones y los números de teléfono de los restantes. Diffendorf, el trombón de Lawrence Welk, residía en Hollywood. Spider Simpson también tenía una casa en la zona de Los Angeles, sobre el valle de Studio City. Los otros vivían en la ciudad.

Había un saxo llamado Vernon Hyde que trabajaba en la orquesta del programa «Tonight», con el que había que comunicarse escribiendo a los estudios de la NBC; y dos intérpretes de instrumentos de viento: Ben Hogarth, trompeta, con domicilio en la avenida Lexington, y Cari Walinski, otro trombón, que vivía en Brooklyn.

Registré todo en mi libreta, le di las gracias a la chica desde el fondo del corazón, y marqué los números locales sin éxito. Hogarth y Walinski no estaban en casa, y en el caso de la NBC tuve que conformarme con dejar el número de mi oficina en la centralita.

Empezó a dominarme la sensación de que estaba haciendo el tonto y corría en pos de quimeras. Había menos de una probabilidad entre un millón de que alguno de los ex compañeros de orquesta de Johnny Favorite hubiera vuelto a verlo después de su incorporación al ejército. En la ciudad no quedaban más alternativas y debía resignarme a ello.

Cuando volví a la barra, comí un bocadillo y mordisqueé algunas patatas fritas blandas.

—Qué vida tan formidable, ¿no te parece, Harry? —comentó Kenny, mientras hacía tintinear el hielo en el vaso.

—Es la mejor y la única.

—Pensar que algunos pobres infelices tienen que trabajar para comer.

Recogí el cambio de la barra.

—No me expulses del club si los imito.

—No te irás, ¿verdad Harry?

—No tengo más remedio, amigo, aunque me gustaría mucho quedarme y arruinarme el hígado a tu lado.

—Si sigues así, terminarás fichando en un reloj registrador. Ya sabes dónde encontrarme, en el caso de que vuelvas a necesitar de mi experiencia.

—Muchas gracias, Kenny. —Me enfundé en el abrigo—. ¿El nombre de Edward Kelley te trae algún recuerdo?

Kenny arrugó su frente descomunal, en un esfuerzo de concentración.

—Allá en Kansas City conocí a un tal Horace Kelly —murmuró—. Más o menos por la época en que Pretty Boy Floyd acribilló a aquellos agentes federales en Union Station. Horace tocaba el piano en el Reno Club, de la calle 12 y Cherry. En sus horas libres era corredor de apuestas clandestinas. ¿Serán parientes?

—Espero que no —respondí—. Te veré pronto.

—Si es una promesa, le pondré un marco.