«Cuando no estás en Broadway, todo es Bridgeport». Éste es el irónico comentario que Arthur «Bugs» Baer, cuya columna en el Journal-American leí a diario durante años, dedicó en 1915 a George M. Cohan. No puedo afirmarlo, ya que no estaba allí. Era la época de Rector’s, Shanley’s y del New York Roof. El Broadway que conocí era Bridgeport; una calle de barracas de tiro y Howard Johnson’s; salones de Pokerino y puestos de hot-dogs. Lo único que resistía en pie de la época dorada que «Bugs» Baer recordaba eran dos viejas glorias: Times Tower y el Astor Hotel.
El Edificio Brill estaba en la intersección de la calle 49 y Broadway. En camino hacia allí desde la calle 43, traté de recordar el aspecto que tenía el Times Square la noche en que lo vi por primera vez. Habían cambiado muchas cosas. Era la víspera del Año Nuevo de 1943. Se había esfumado todo un año de mi vida. Yo acababa de salir de un hospital del ejército con una cara flamante y nada más que calderilla en los bolsillos. Esa tarde alguien me había robado la billetera, llevándose todos mis bienes: el carnet de conducir, la documentación de la baja del ejército, las placas de identificación militar. Todo. Atrapado en medio de la multitud y rodeado por la pirotecnia eléctrica de los anuncios, sentía que mi pasado quedaba atrás como el pellejo abandonado de una serpiente que acaba de cambiar de piel. No tenía documentos de identidad, ni dinero, ni domicilio, y sólo sabía que marchaba calle abajo.
Necesité una hora para trasladarme desde el Palace Theatre hasta el centro del Square, entre el Astor y Bond Clothers, emporio del «traje con dos pantalones». Me aposté allí a medianoche y miré cómo la bola dorada caía sobre la cúspide del Times Tower, un mojón al que no llegué hasta una hora más tarde. Fue entonces cuando vi las luces encendidas en la oficina de Crossroads y cedí a un impulso que me llevó hasta Ernie Cavalero y una profesión que no abandoné nunca.
En aquellos tiempos, un par de colosales estatuas desnudas, una masculina y otra femenina, flanqueaban la cascada de cien metros de largo que se precipitaba sobre el tejado de Bond Clothes. Ahora, dos gigantescas botellas gemelas de Pepsi se alzaban en su lugar. Me pregunté si las figuras de yeso seguirían allí, encerradas en las botellas de metal laminado, como orugas adormecidas en el seno de sus crisálidas.
Frente al Edificio Brill, un vagabundo vestido con un raído capote militar se paseaba de un lado a otro, mascullando «Basura, basura» a todos los que entraban. Estudié el tablero instalado en el fondo del angosto vestíbulo en T y descubrí a Warren Wagner Associates, rodeado de docenas de promotores de canciones, empresarios de boxeo y escurridizos editores de partituras. El ascensor chirriante me llevó al octavo piso y exploré un oscuro pasillo hasta encontrar la oficina. Estaba en un ángulo del edificio y semejaba una conejera con sus varios cubículos y las puertas que los comunicaban.
Cuando abrí la puerta, la recepcionista estaba tejiendo.
—¿Es usted el señor Angel? —preguntó, formando las palabras alrededor de una bola de chicle.
Contesté que sí y extraje una tarjeta de mi billetera de repuesto. Llevaba impreso mi nombre pero me identificaba como representante de una agencia de seguros, la Occidental Life and Casualty Corp. Un amigo que tenía una imprenta en el Village me las imprimía con una docena de profesiones: desde abogado especializado en accidentes callejeros hasta zoólogo.
La recepcionista sostuvo la tarjeta entre unas uñas tan verdes y brillantes como los élitros de un escarabajo. Un suéter rosado de angora y una falda muy ceñida ponían de relieve sus pechos opulentos y sus caderas esbeltas. Su cabello rubio platino tendía ligeramente al bronce.
—Espere un momento, por favor —dijo, sonriendo y mascando al mismo tiempo—. Siéntese o haga lo que más le plazca.
Pasó junto a mí, ladeándose, golpeó una vez con el nudillo una puerta en que se leía privado, y entró. Frente a la puerta que había traspasado había otra idéntica, igualmente privada. En el medio, las paredes estaban cubiertas por centenares de fotos enmarcadas, que conservaban bajo cristal sonrisas desvaídas, como si fueran mariposas. Rebuscando, encontré una de Johnny Favorite, brillante, de veinte por veinticinco, la misma que llevaba bajo el brazo en un sobre de papel manila. Estaba en lo alto de la pared de la izquierda, flanqueada por las de un ventrílocuo de sexo femenino y un gordo que tocaba el clarinete.
La puerta situada a mis espaldas se abrió, y la recepcionista anunció:
—El señor Wagner lo verá ahora mismo.
Le di las gracias y entré. El despacho interior ocupaba la mitad del espacio del cubículo de fuera. Las fotos de las paredes parecían más nuevas, pero las sonrisas estaban igualmente desvaídas. Un escritorio de madera con la superficie chamuscada por las colillas llenaba casi por entero la estancia. Detrás del mueble, un hombre joven, en mangas de camisa, se pasaba por la cara una maquinilla de afeitar eléctrica.
—Cinco minutos —dijo, y levantó la mano con la palma vuelta hacia afuera para que pudiese ver los dedos.
Deposité mi maletín sobre la raída alfombra verde y miré al chico mientras terminaba de afeitarse. Tenía una cabellera rizada, de color herrumbre, y era pecoso. Detrás de sus gafas con montura de concha, no podía tener mucho más de veinticuatro o veinticinco años.
—¿El señor Wagner? —le pregunté, cuando desconectó la maquinilla.
—Sí.
—¿El señor Warren Wagner?
—Exactamente.
—Seguramente usted y el agente de Johnny Favorite no son la misma persona.
—Se refiere a mi padre. Yo soy Warren júnior.
—Entonces con quien deseo hablar es con su padre —expliqué.
—Tiene mala suerte. Falleció hace cuatro años.
—Entiendo.
—¿De qué se trata? —Warren júnior se recostó contra el respaldo de su silla de polipiel y cruzó las manos detrás de la cabeza.
—Jonathan Liebling es el beneficiario de la póliza de uno de nuestros clientes. Dio como domicilio la dirección de esta oficina.
Warren Wagner júnior se echó a reír.
—No se trata de una suma importante —proseguí—. El gesto de un viejo admirador, quizá. ¿Sabe dónde puedo encontrar al señor Favorite?
Ahora el chico reía como loco.
—Fantástico —exclamó—. Realmente fantástico. Johnny Favorite, el heredero perdido.
—Sinceramente, no le veo la gracia.
—¿No? Pues deje que se lo explique. Johnny Favorite está postrado en un manicomio del norte del estado. Hace casi veinte años que es un vegetal.
—Qué chiste tan estupendo. ¿Conoce otros por el estilo?
—No me entiende —respondió Warren júnior, mientras se quitaba las gafas y se enjugaba los ojos—. Johnny Favorite era la gran esperanza de mi padre. Invirtió hasta el último céntimo de su fortuna para comprarle su contrato a Spider Simpson. Entonces, precisamente cuando estaba en su apogeo, lo movilizaron. Iba a trabajar en el cine y todo lo demás. El ejército envió a África del Norte un patrimonio de un millón de dólares, y tres meses después embarcó de vuelta un saco de patatas.
—Qué contratiempo.
—Claro que fue un contratiempo. Para mi padre. Nunca se recuperó del golpe. Durante años confió en la posibilidad de que Favorite se repusiera, hiciese una gran reaparición y lo volviera a enriquecer. Pobre ingenuo.
Me puse de pie.
—¿Puede darme el nombre y la dirección del hospital en que está internado Favorite?
—Pregúnteselo a mi secretaria. Ella debe de tenerlo archivado en alguna parte.
Le agradecí el tiempo que me había dedicado y salí del despacho. En la oficina exterior, para cubrir las apariencias, esperé a que la recepcionista buscara y apuntara la dirección de la Emma Dodd Harvest Memorial Clinic.
—¿Ha estado en Poughkeepsie? —le pregunté, mientras guardaba el papel doblado en el bolsillo de la camisa.
—¿Bromea? Ni siquiera he estado en el Bronx.
—¿Ni para ir al zoológico?
—¿Al zoológico? ¿Para qué quiero yo un zoológico?
—No lo sé —respondí—. Alguna vez pruébese uno. Tal vez le caiga a la medida.
Lo último que vi de ella al salir fue una boca roja abierta como un aro de hula-hoop, enmarcando una bola informe de chicle sobre su lengua rosada.