El lunes amaneció despejado y frío. Los últimos vestigios de la tormenta de nieve habían sido barridos y arrojados a la bahía. Después de nadar en la piscina de la Asociación Cristiana de Jóvenes, frente al Hotel Chelsea, donde me alojaba, conduje el Chevy hacia el centro, lo aparqué en el Garage Hippodrome y me encaminé hacia mi despacho. Me detuve en el trayecto para comprar un ejemplar del Poughkeepsie New Yorker del día anterior en el quiosco de periódicos de otras poblaciones situado en la esquina norte del edificio del Times. No mencionaba en ninguna parte al doctor Albert Fowler.
Eran poco más de las diez cuando abrí la puerta interior del despacho. Por la fachada de enfrente desfilaban las malas noticias habituales:… denuncian nuevo ataque iraquí contra siria… GUARDIA HERIDO EN INCURSIÓN FRONTERIZA POR BANDA de treinta… Telefoneé al bufete de Herman Winesap en Wall Street, y la eficiente secretaria me puso rápidamente con él.
—¿Qué puedo hacer hoy por usted, señor Angel? —me preguntó el letrado, con voz tan untuosa como una bisagra bien engrasada.
—Intenté ponerme en contacto con usted durante el fin de semana, pero la criada me informó que se encontraba en Sag Harbor.
—Tengo allí una finca para relajarme. Sin teléfono. ¿Hay alguna novedad importante?
—La información es para el señor Cyphre. A él tampoco lo encontré en la guía telefónica.
—La sincronización es perfecta. Cyphre está sentado frente a mí en este preciso momento. Le comunicaré con él.
Se oyó la voz amortiguada de alguien que hablaba mientras cubría la bocina del auricular con la mano, y después me llegó el refinado acento del señor Cyphre, que ronroneaba desde el otro extremo de la línea.
—Le agradezco mucho su llamada, señor —dijo—. Estoy ansioso por saber qué ha averiguado.
Le conté casi todo lo que había descubierto en Poughkeepsie, sin mencionar la muerte del doctor Fowler. Cuando terminé, sólo oí una pesada respiración al otro lado. Esperé.
—¡Increíble! —masculló Cyphre, con los dientes fuertemente apretados.
—Hay tres posibilidades —continué—. Kelley y la chica deseaban quitar de en medio a Favorite y lo llevaron a dar un último paseo, en cuyo caso hace mucho que ha muerto. Tal vez trabajasen para terceros, con el mismo desenlace. O la amnesia de Favorite era fingida y él mismo montó toda la tramoya. En cualquiera de los casos, fue un escamoteo perfecto.
—Quiero que lo encuentre —dijo Cyphre—. Quiero que encuentre a ese hombre. No me importa cuánto tarde ni el gasto que suponga.
—Lo que usted me pide no es fácil, señor Cyphre. Quince años es mucho tiempo. Cuando un tipo saca tanta ventaja, es previsible que su rastro se congele. Lo mejor será que recurra al Departamento de Personas Desaparecidas.
—Nada de policías. Esto es un asunto privado. No quiero ventilarlo con la intervención de un hatajo de funcionarios públicos entrometidos. —La voz de Cyphre estaba impregnada de un ácido desdén aristocrático.
—Sugerí la idea porque la policía cuenta con efectivos suficientes para ese trabajo —respondí—. Favorite podría hallarse en cualquier punto del país, o del extranjero. Yo estoy solo y trabajo por mi cuenta. No puede pretender que rinda tanto como una organización reforzada por una red de información internacional.
El componente ácido de la voz de Cyphre se hizo más corrosivo.
—De lo que se trata en última instancia, señor Angel, es sencillamente de saber si quiere ocuparse de este caso o no. Si no le interesa, contrataré a algún otro.
—Oh, claro que me interesa, señor Cyphre, pero no sería honesto con usted, mi cliente, si subestimara las dificultades de la operación. —¿Por qué Cyphre me hacía sentir como un niño?
—Por supuesto. Valoro su probidad y también la magnitud de la empresa. —Cyphre hizo una pausa y oí el chasquido del encendedor y la inhalación en el momento en que acercó la llama a uno de sus caros puros. Luego prosiguió, un tanto apaciguado por el excelente tabaco—: Lo que deseo es que ponga manos a la obra inmediatamente. Dejaré la estrategia librada a su criterio. Haga lo que le parezca mejor. Sin embargo, la clave debe seguir siendo la discreción.
—Cuando me lo propongo puedo ser tan discreto como un cura confesor —respondí.
—No lo dudo, señor Angel. Le estoy dando instrucciones a mi abogado para que le extienda un cheque por quinientos dólares, como adelanto. Hoy se lo despachará por correo. Si necesita más dinero para sus gastos, comuníquese, por favor, con el señor Winesap.
Contesté que seguramente me bastarían los quinientos dólares, y colgamos. Nunca había sentido tantos deseos de descorchar la botella de la oficina para brindar en una ceremonia de autocomplacencia, pero resistí y en cambio encendí un cigarro. Beber antes de almorzar traía mala suerte.
Empecé por telefonear a Walt Rigler, un amigo periodista que trabajaba en el Times.
—¿Qué puedes decirme acerca de Johnny Favorite? —le pregunté, una vez que hubimos intercambiado las trivialidades preliminares.
—¿Johnny Favorite? Debes de estar bromeando. ¿Por qué no me pides los nombres de los otros tipos que cantaron con Bing Crosby en los A & P Gipsies?
—En serio, ¿puedes averiguar algo acerca de él?
—Estoy seguro de que en el archivo tienen un expediente. Dame cinco o diez minutos y te lo prepararé.
—Gracias. Sabía que podía contar contigo.
Gruñó un adiós y colgamos. Terminé mi cigarro mientras revisaba la correspondencia de la mañana, en su mayor parte facturas y circulares, y cerré el despacho. La escalera de incendios es siempre más rápida que el ascensor, pequeño como un ataúd, pero no tenía prisa, de modo que pulsé el botón y esperé, mientras oía cómo el contable Ira Kipnis tecleaba cifras en la máquina de calcular, dentro del despacho contiguo.
El edificio Times de la calle 43 estaba justo a la vuelta de la esquina. Caminé hasta allí, con una sensación de prosperidad, y tomé el ascensor que me llevó hasta el tercer piso después de cambiar miradas hoscas con la estatua de Adolph Ochs que se levanta en el vestíbulo de mármol. Le di el nombre de Walter al viejo de recepción, y esperé uno o dos minutos hasta que aquél llegó desde el fondo en mangas de camisa y con la corbata floja, como un reportero de película.
Nos dimos la mano y me condujo a la sala de redacción, donde un centenar de máquinas de escribir poblaban la bruma de los cigarrillos con sus ritmos espasmódicos.
—Este lugar es endemoniadamente lúgubre desde que falleció Mike Berger, el mes pasado —comentó Walt. Señaló con un movimiento de cabeza el escritorio vacío de la primera fila donde una rosa roja marchita asomaba de un vaso de agua junto a la máquina de escribir amortajada.
Lo seguí por en medio del tecleo hasta su escritorio, situado en el centro de la sala. Sobre la última cesta de alambre de su bandeja descansaba una gruesa carpeta de cartulina marrón. La cogí y eché una mirada a los recortes amarillentos que había dentro.
—¿Puedo quedarme alguno de estos materiales? —pregunté.
—El reglamento de la casa dice que no. —Walter enganchó con un dedo el cuello de la americana de lana que colgaba del respaldo de su silla giratoria—. Me iré a almorzar. En el cajón de abajo hay unos sobres de veinte por treinta. Procura no perder nada y yo tendré la conciencia limpia.
—Gracias, Walt. Si alguna vez puedo hacerte un favor…
—¡Sí, sí! Un tipo como tú, que lee el Journal-American, sabe cuál es el lugar indicado para venir a hacer sus averiguaciones.
Miré cómo se alejaba a grandes zancadas entre las hileras de escritorios, intercambiando chistes con los otros reporteros y saludando con un ademán, al salir, a uno de los correctores que trabajaban detrás de la baranda de madera.
La mayoría de los viejos recortes no procedían del Times, sino de otros diarios de Nueva York y de una selección de revistas de circulación nacional. Se referían sobre todo a las actuaciones de Favorite con la orquesta de Spider Simpson. Había unos pocos artículos biográficos que leí atentamente.
Era un expósito. Un policía lo había encontrado en una caja de cartón, con una manta a la que iba prendida una nota en la que sólo figuraban su nombre y la fecha de su nacimiento: «2 de junio de 1920». Los primeros meses de su vida los había pasado en el viejo Hospital Foundling de la calle 68 Este. Criado en un orfanato del Bronx, a los dieciséis años había tenido que apañarse solo, trabajando como ayudante en una serie de restaurantes. Al cabo de un año tocaba el piano y cantaba en night-clubs del norte del estado.
Spider Simpson lo «descubrió» en 1938 y poco después escaló a los titulares con una orquesta de quince instrumentos. En 1940 batió un récord de público durante una semana de funciones en el Paramount Theatre, marca que nadie había conseguido superar hasta 1944, cuando se puso de moda Sinatra. En 1941 se vendieron cinco millones de copias de sus discos, y se dijo que su renta superaba los 750000 dólares. Circularon varias versiones sobre la lesión que había sufrido en Túnez, una de las cuales lo daba por «presuntamente muerto», y ahí terminó todo. No había ninguna noticia acerca de su hospitalización o su regreso a los Estados Unidos.
Revisé el resto y formé una pequeña pila con los materiales que deseaba conservar. Dos fotos, una de ellas de estudio, que mostraba a Favorite con esmoquin, con el cabello untado de brillantina y peinado en tupé. Al dorso había un sello con el nombre y la dirección del agente: WARREN WAGNER, REPRESENTANTE DE ARTISTAS, 1619 BROADWAY (EDIFICIO BRILL). WYNDHAM 9-3500.
La otra foto correspondía a la orquesta de Spider Simpson en 1940. Johnny estaba a un lado, con las manos cruzadas como un monaguillo. Los nombres de todos los acompañantes estaban escritos al lado de ellos sobre la copia.
Me llevé otros tres recortes que me llamaron la atención porque desentonaban con el resto. El primero era una foto de Life. La habían tomado en el bar de Dickie Wells, en Harlem, y mostraba a Johnny apoyado contra un piano de media cola, con un vaso en una mano y cantando la pieza que tocaba un intérprete negro llamado Edison «Toots» Sweet. El segundo era un artículo de Downbeat sobre las supersticiones del cantante. Según el texto, siempre que estaba en la ciudad iba una vez por semana a Coney Island para que una adivina gitana llamada Madame Zora le leyera las líneas de la mano.
El tercer recorte correspondía a un suelto de la columna de Walter Winchell, fechado el 20/11/42, y anunciaba que Johnny Favorite había roto su compromiso de dos años con Margaret Krusemark, hija de Ethan Krusemark, el armador millonario.
Junté todos estos materiales, saqué un sobre de papel manila del cajón de abajo, y los guardé dentro. Después, obedeciendo a una corazonada, saqué la foto de Favorite y marqué el número del Edificio Brill estampado al dorso.
—Warren Wagner Associates —contestó una vibrante voz femenina.
Le di mi nombre y concerté una cita para entrevistarme con el señor Wagner al mediodía.
—Tiene otra cita para almorzar a las doce y media y sólo puede concederle unos pocos minutos.
—Me conformaré con eso —respondí.