Capítulo 6

Era más de medianoche cuando volví a casa del doctor Fowler. Una luz solitaria brillaba en la habitación del primer piso. Esa noche el doctor no había dormido muy bien. Pero yo tenía la conciencia tranquila. Había devorado una excelente parrillada y había visto una o dos películas que proyectaban en el cine, sin ningún remordimiento. La mía es una profesión despiadada.

Entré por la puerta principal y recorrí el vestíbulo oscuro hasta la cocina. La nevera ronroneaba en medio de las sombras. Cogí un frasco de morfina de la rejilla superior para usarlo como señuelo y eché a andar escaleras arriba, guiado por el lápiz-linterna. La puerta del dormitorio estaba herméticamente cerrada.

—En seguida estaré con usted, doctor —anuncié, hurgando en los bolsillos en busca de la llave—. Le traigo algo que le gustará.

Hice girar la llave y abrí la puerta. El doctor Albert Fowler no dijo una palabra. Estaba recostado contra las almohadas de la cama, siempre con su traje de espiga. Con la mano izquierda apretaba contra el pecho la foto enmarcada de una mujer. Con la derecha empuñaba el Webley Mark 5. Tenía un agujero de bala en el ojo derecho. Gotas de sangre espesa rodeaban la herida como lágrimas de rubí. La concusión había expulsado la mitad del otro ojo fuera de la cuenca, por lo que tenía la expresión desorbitada de un pez tropical.

Le palpé el dorso de la mano. Estaba fría como una pieza colgando en el escaparate de una carnicería. Antes de tocar nada más, abrí mi maletín, que yacía en el suelo, y me calcé un par de guantes de goma, de cirujano, que extraje de un compartimiento de la tapa, con cierre elástico.

Algo no encajaba en ese cuadro. Era raro que alguien se matara pegándose un tiro en el ojo, pero es de presumir que los médicos están más informados sobre estas cuestiones. Intenté imaginar al doctor empuñando su Webley en posición invertida, con la cabeza echada hacia atrás como si se estuviera administrando un colirio. No tenía sentido.

La puerta estaba cerrada y yo tenía la llave en el bolsillo. El suicidio era la única explicación lógica.

—Si tu ojo te escandaliza… —murmuré, recordando la frase bíblica, y traté de precisar qué era lo que desentonaba. La habitación estaba tal como la había dejado, con el cepillo militar y el espejo en posición marcial sobre la cómoda, y un surtido intacto de calcetines y ropa interior en los cajones.

Levanté de la mesita de noche la Biblia encuadernada en piel, y una caja de balas abierta cayó sobre la alfombra. El volumen estaba hueco; una ficción. Había sido un necio al no encontrar los proyectiles antes. Los levanté del suelo, tanteando debajo de la cama en busca de los que habían rodado hasta allí, y volví a meterlos en la Biblia excavada.

Recorrí la habitación con el pañuelo en la mano, limpiando todo lo que había tocado durante mi registro inicial. A la policía de Poughkeepsie no le entusiasmaría mucho la idea de que un detective privado forastero hubiera llevado al suicidio a uno de los prohombres locales. Me dije que si se trataba de un suicidio no buscarían huellas digitales y seguí borrándolas.

Froté el pomo y la llave y cerré la puerta sólo con el pestillo. Abajo vacié el cenicero en el bolsillo de mi americana, lo llevé a la cocina, lo lavé, y lo coloqué junto a la vajilla apilada en el escurreplatos. Volví a guardar la morfina y el envase de leche en la nevera, y también limpié cuidadosamente la cocina con el pañuelo. Retrocedí a través del sótano y repetí la operación con los pasamanos y picaportes. No podía hacer nada con el candado de la puerta. Lo coloqué en su lugar y empujé los tornillos dentro de la blanda madera. Cualquiera que supiera hacer su trabajo descubriría en seguida el truco.

El viaje de regreso a la ciudad me dejó mucho tiempo libre para reflexionar. No me gustaba el hecho de haber acosado a un anciano hasta empujarlo a la muerte. Me inquietaban vagos sentimientos de aflicción y remordimiento. Había cometido un grave error al dejarlo encerrado con semejante revólver. Grave para mí porque el médico tenía mucho más que contar.

Traté de fijar la escena en mi mente como si se tratase de una foto. El doctor Fowler tumbado en la cama con un agujero en el ojo y los sesos desparramados sobre la colcha. Había una lámpara eléctrica encendida sobre la mesita de noche, junto a la Biblia. Dentro de ésta se hallaban las balas. La garra cada vez más fría del doctor apretaba la fotografía enmarcada que procedía de encima de la cómoda. Su dedo descansaba sobre el disparador del arma.

Por mucho que repasara la escena, estaba incompleta, faltaba una pieza del rompecabezas. ¿Pero qué pieza? ¿Y dónde encajaba? Sólo me guiaba el instinto. Una sospecha corrosiva que no me dejaba en paz. Quizá la explicación consistiese en que me negaba a afrontar mi propia culpa, pero estaba seguro de que el doctor Albert Fowler no se había suicidado. Lo habían asesinado.