Afuera oscureció gradualmente, y los árboles pelados del jardín delantero se convirtieron en siluetas recortadas contra un cielo azul cobalto antes de confundirse totalmente con las tinieblas. Fumé un cigarrillo tras otro, apilando colillas sobre un cenicero inmaculado. Pocos minutos antes de las siete, los faros de un automóvil entraron en el camino particular y se apagaron. Esperé que las pisadas del médico resonaran en el porche, pero no oí nada hasta que la llave giró en la cerradura.
Encendió una lámpara que colgaba del techo y un rectángulo de luz perforó la sala oscura y bañó hasta la altura de las rodillas mis piernas estiradas. No hice más ruido que el indispensable para exhalar, pero preví que olería el humo. Me equivoqué. Colgó el abrigo de la baranda de la escalera y se dirigió a la cocina arrastrando los pies. Cuando encendió las luces, atravesé el comedor hacia el fondo.
El doctor Fowler no pareció ver mi maletín, que descansaba sobre la mesa. Tenía la nevera abierta y estaba agachado, hurgando dentro. Me apoyé contra el marco de la arcada que comunicaba con el comedor y lo observé.
—¿Es ésta la hora aproximada de la dosis vespertina? —pregunté.
Se volvió, apretando con ambas manos un envase de leche contra la pechera de la camisa.
—¿Cómo ha entrado aquí?
—Por la ranura del buzón. ¿Por qué no se sienta y bebe su leche? Así después podremos conversar larga y cordialmente.
—Usted no trabaja para el Instituto Nacional de la Salud. ¿Quién es?
—Me llamo Angel. Soy detective privado y tengo mis oficinas en la ciudad.
Le acerqué una de las sillas de la cocina y se dejó caer en ella, desalentado, abrazando el recipiente de la leche como si fuera lo único que le quedara en el mundo.
—La violación de domicilio con fractura es un delito grave —afirmó—. Supongo que sabe que perderá su licencia de investigador si llamo a la policía.
Hice girar una silla de espaldas a la mesa, y me senté a horcajadas, con los brazos cruzados sobre el respaldo de madera combada.
—Los dos sabemos que no le llamará. Su situación sería muy incómoda si la policía encontrara el opio que esconde en la nevera.
—Soy un profesional. Tengo todo el derecho del mundo a almacenar medicamentos en mi casa.
—Déjese de cuentos, doctor. He visto los chismes que se cocinan a fuego lento en su baño. ¿Cuánto hace que es adicto?
—¡No soy… un drogadicto! No toleraré que se sugiera semejante cosa. Padezco una artritis reumatoide. A veces, cuando el dolor se torna insoportable, recurro a un suave analgésico narcótico. Ahora le propongo que salga de aquí, pues de lo contrario llamaré verdaderamente a la policía.
—Hágalo —respondí—. Incluso estoy dispuesto a marcar yo mismo el número. Les alegrará ver los resultados de su prueba de Nalline.
El doctor Fowler se derrumbó dentro de los pliegues de su traje excesivamente holgado. Pareció encogerse ante mi vista.
—¿Qué quiere de mí? —Apartó el envase de leche y se cogió la cabeza con las manos.
—Lo mismo que quería en el hospital —expliqué—. Información acerca de Jonathan Liebling.
—Le he dicho todo lo que sé.
—No me venga con rodeos, doctor. A Liebling no lo trasladaron nunca a un Hospital Estatal de Veteranos. Lo sé porque yo mismo telefoneé a Albany y comprobé el dato. No demostró gran astucia al inventar una historia tan endeble. —Saqué un cigarrillo sacudiendo el paquete y me lo puse en la boca, pero sin encenderlo—. El segundo error consistió en utilizar un bolígrafo para asentar el falso traslado en la ficha de Liebling. Los bolígrafos no eran de uso corriente en 1945.
El doctor Fowler soltó un gruñido y recostó la cabeza sobre los brazos, encima de la mesa.
—Cuando por fin tuvimos un visitante comprendí que todo había terminado. En casi quince años no había venido ningún visitante. Ni uno.
—Parece un personaje muy popular —comenté, accionando mi Zippo y acercando oblicuamente el cigarrillo a la llama—. ¿Dónde está ahora?
—No lo sé. —El doctor Fowler se irguió. Para lograrlo, dio la impresión de haber puesto en juego todas sus reservas de energía—. No lo he vuelto a ver desde la guerra, cuando era mi paciente.
—Debe de haber ido a alguna parte, doctor.
—No sé ni remotamente adonde. Unos individuos vinieron a buscarlo por la noche, hace mucho tiempo. Subió a un coche con ellos y se fueron. Nunca he vuelto a verlo.
—¿En un coche? Yo creía que era una especie de vegetal.
El doctor se frotó los ojos y parpadeó.
—Cuando llegó aquí se encontraba en coma. Pero respondió bien al tratamiento y al cabo de un mes estaba levantado y en movimiento. Acostumbrábamos jugar al ping-pong por la tarde.
—¿Entonces era un hombre normal cuando se fue?
—¿Normal? Qué palabra tan odiosa ésa. Totalmente desprovista de significado. —Los dedos nerviosos, tamborileantes, del doctor Fowler se crisparon sobre el hule desteñido. En la mano izquierda lucía un anillo de sello, de oro, con una estrella de cinco puntas grabada—. Para contestar su pregunta, le diré que Liebling no era un hombre como usted o como yo. Recuperó los sentidos, el habla, la vista y todo lo demás, y el uso de las extremidades, pero siguió padeciendo una amnesia aguda.
—¿O sea que había perdido la memoria?
—Por completo. No tenía la menor idea de quién era ni de dónde venía. Ni siquiera su nombre encerraba significado alguno para él. Insistía en que era otra persona y en que algún día recuperaría la memoria. Le he dicho que se fue con unos amigos. Pero tuve que confiar en la palabra de ellos. Jonathan Liebling no los reconoció. Para él, eran extraños.
—Cuénteme algo más acerca de esos amigos. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se llamaban?
El médico cerró los ojos y se apretó las sienes con los dedos temblorosos.
—Ha pasado tanto tiempo. Años y años. He hecho todo lo posible por olvidarlo.
—No me diga que usted también sufre de amnesia, doctor.
—Eran dos —murmuró, muy lentamente, exhumando las palabras de un rincón lejano y filtrándolas por entre capas superpuestas de remordimiento—. Un hombre y una mujer. No puedo darle ninguna información acerca de la mujer: estaba oscuro y se quedó en el coche. De todos modos, nunca la había visto antes. Al hombre lo conocía. Había tratado varias veces con él. Era el que había hecho todos los trámites.
—¿Cómo se llamaba?
—Se presentó como Edward Kelley. No sé si lo que dijo era verdad o mentira.
Anoté el nombre en mi libretita negra.
—¿Y los trámites que ha mencionado? ¿Cuáles fueron?
—Dinero. —El médico escupió la palabra como si se tratara de un trozo de carne podrida—. ¿Acaso no dicen que todo hombre tiene precio? Bueno, ciertamente yo tenía el mío. Ese tal Kelley vino a verme un día y me ofreció dinero…
—¿Cuánto?
—Veinticinco mil dólares. Quizás ahora no parezca una suma muy grande, pero durante la guerra aquello constituía una fortuna con la que jamás había soñado.
—Aún hoy podría servir para realizar algunos sueños muy placenteros —comenté—. ¿Qué le pidió Kelley que hiciera a cambio de esa suma?
—Lo que probablemente usted ya sospecha. Que diera de alta a Jonathan Liebling sin registrarlo en su expediente. Que destruyera todas las pruebas de su recuperación. Y, sobre todo, que aparentara que seguía ingresado en la clínica Emma Harvest.
—Y eso fue precisamente lo que hizo.
—No era muy difícil. Aparte de Kelley y de su agente teatral, o su empresario, no lo recuerdo bien, nunca había tenido visitas.
—¿Cómo se llamaba el agente?
—Creo que Wagner. He olvidado su nombre de pila.
—¿Él también participaba en la confabulación con Kelley?
—Que yo sepa, no. Nunca los vi juntos y no parecía saber que Liebling se había ido. Durante más o menos un año telefoneó cada pocos meses para preguntar si había alguna mejoría, pero nunca vino a visitarlo. Pasado un tiempo dejó de llamar.
—¿Y qué me dice de la clínica? ¿La administración no sospechaba que le faltaba un paciente?
—¿Por qué habría de sospecharlo? Yo tenía su historial al día, semana por semana, y todos los meses llegaba un cheque del fideicomiso de Liebling para pagar sus gastos. Mientras se pagan las cuentas, nadie hace demasiadas preguntas. Inventé una historia para conformar a las enfermeras, pero éstas tenían otros pacientes de los cuales preocuparse, de modo que en realidad me resultó bastante fácil. Como le he dicho, nunca tenía visitas. Al cabo de cierto tiempo, todo se redujo a rellenar un formulario legal que un bufete de Nueva York enviaba cada seis meses, con regularidad cronométrica.
—¿McIntosh, Winesap y Spy?
—Ese mismo. —El doctor Fowler apartó de la mesa sus ojos atormentados y sostuvo mi mirada—. El dinero no era para mí. Quiero que lo sepa. En aquella época vivía Alice, mi esposa. Tenía un síndrome carcinoide y necesitaba una operación que no podíamos sufragar. El dinero nos sirvió para pagar la intervención y un viaje a las Bahamas, pero igualmente murió. No duró ni un año. El dolor no se deja sobornar. Ni con todo el dinero del mundo.
—Hábleme de Jonathan Liebling.
—¿Qué quiere saber?
—Cualquier cosa. Minucias, hábitos, aficiones, cómo le gustaban los huevos. ¿De qué color eran sus ojos?
—No lo recuerdo.
—Dígame lo que pueda. Empiece por una descripción física.
—Es totalmente imposible. No sé ni siquiera por aproximación cómo era.
—No me venga con embustes, doctor. —Me incliné hacia adelante y le eché una nube de humo en los ojos apagados.
—Le digo la verdad. —Tosió—. El joven Liebling llegó a la clínica después de someterse a una restauración facial total.
—¿Cirugía plástica?
—Sí. Durante toda su estancia tuvo la cabeza envuelta en vendajes. No era yo quien se los cambiaba, de modo que nunca pude verle la cara.
—Yo sé por qué la llaman cirugía «plástica» —murmuré, acariciándome la nariz, y pensando en su aspecto de patata hervida.
El médico estudió mis facciones con mirada profesional.
—¿Cera?
—Un recuerdo de la guerra. Durante un par de años mi aspecto fue normal. El tipo para el que trabajaba tenía una casa de verano en la costa de Jersey, a la altura de Barnegat. Un día de agosto me dormí en la playa y cuando me desperté se había derretido dentro.
—Ya no se emplea cera para esa operación.
—Eso me han dicho. —Me puse de pie y me apoyé contra la mesa—. Cuénteme todo lo que pueda acerca de Edward Kelley.
—Ha pasado mucho tiempo —respondió el doctor—, y la gente cambia.
—¿Cuánto tiempo, doctor? ¿Cuándo se fue Liebling de la clínica?
—En 1943 o 1944. Durante la guerra. No lo recuerdo con exactitud.
—¿Otro ataque de amnesia?
—Han pasado más de quince años. ¿Qué pretende?
—La verdad, doctor. —El viejo empezaba a exasperarme.
—Le digo la verdad, tal como la recuerdo.
—¿Cómo era el tal Edward Kelley? —gruñí.
—Era joven, entonces. Unos treinta y cinco años, según mis cálculos. De todos modos, ahora debe de haber pasado los cincuenta.
—Me está haciendo perder el tiempo, doctor.
—Sólo lo vi en tres ocasiones.
—Doctor. —Estiré la mano y lo agarré por el nudo de la corbata, que apreté entre el índice y el pulgar. No hice mucha fuerza, pero cuando tiré de él subió a mi encuentro con tanta facilidad como si fuera una corteza hueca—. Ahórrese algunos disgustos. No me obligue a arrancarle la verdad.
—Le he dicho todo lo que sé.
—¿Por qué protege a Kelley?
—No lo protejo. Apenas lo conocía. Yo…
—Si no fuera un viejo de mierda lo partiría en dos como a una galleta. —Cuando trató de zafarse le ajusté un poco más el nudo de la corbata—. ¿Pero por qué habría de tomarme semejante trabajo, cuando hay un sistema mucho más sencillo? —Los ojos inyectados en sangre del doctor Fowler reflejaron su pánico—. Tiene un sudor frío, ¿no es cierto, doctor? No ve el momento de librarse de mí para poder inyectarse en la vena la droga que guarda en la nevera.
—Todos necesitamos algo que nos ayude a olvidar —susurró.
—Yo no quiero que olvide. Quiero que recuerde, doctor. —Lo cogí por el brazo y lo guié fuera de la cocina—. Por eso subiremos a su habitación, donde podrá tumbarse en la cama y reflexionar mientras voy a comer un bocado.
—¿Qué quiere saber? Kelley era moreno y llevaba un bigote como el de Clark Gable.
—No basta con eso, doctor. —Le obligué a subir, arrastrándole por el cuello de la americana de tweed—. Un par de horas sin su dosis le refrescarán la memoria.
—Siempre vestía bien —suplicó el doctor Fowler—. Trajes de corte clásico. Nada llamativo.
Lo empujé por la angosta puerta de su habitación espartana y se desplomó sobre la cama.
—Piénselo bien, doctor.
—Tenía una dentadura perfecta. Una sonrisa cautivadora. Por favor, no se vaya.
Cerré la puerta detrás de mí e hice girar la larga llave en la cerradura. Era una llave como las que usaban las abuelas para guardar sus secretos. La dejé caer en mi bolsillo y bajé por la escalera alfombrada, silbando.