Volví a Poughkeepsie, y me detuve en el primer bar-restaurante que encontré en el trayecto. Primero llamé por teléfono al Hospital Estatal de Veteranos, en Albany. Tardaron un poco, pero me confirmaron lo que ya sabía: nunca habían recibido paciente alguno llamado Jonathan Liebling. Ni en 1945, ni en ningún otro momento. Les di las gracias y dejé que el auricular se meciera en el aire mientras buscaba en la guía al doctor Fowler. Copié la dirección y el número de teléfono en mi libreta y le llamé. No obtuve respuesta. Dejé que el timbre sonara unas cuantas veces antes de colgar.
Bebí rápidamente un trago y pregunté al barman cómo se llegaba al número 419 de la calle South Kittridge. El hombre dibujó un mapa tosco sobre una servilleta, y comentó con estudiada indiferencia que era un barrio de gente acomodada. La cartografía del barman resultó ser eficaz. Hasta vi pasar algunas chicas de Vassar.
South Kittridge era una calle agradable, arbolada, situada no muy lejos de la universidad. El doctor vivía en un edificio gótico Victoriano, con una torrecilla circular en un ángulo y abundantes volutas ornamentales colgadas de los aleros como encajes del cuello de una anciana. Lo rodeaba una ancha galería con columnas dóricas, y altos setos de lilas aislaban el jardín de las casas vecinas por ambos lados.
Pasé lentamente en mi Chevy, inspeccionando los alrededores, y lo aparqué a la vuelta de la esquina, ante una iglesia con paredes de piedra labrada. El cartel de la fachada anunciaba el sermón de ese domingo: llevamos la salvación dentro de nosotros. Volví sobre mis pasos hasta el número 419 de South Kittridge, siempre con el maletín de piel de becerro en la mano. Parecía otro agente de seguros a la caza de una comisión.
La puerta de entrada enmarcaba un óvalo de cristal biselado, a través del cual se vislumbraba un vestíbulo revestido con paneles de madera y un tramo de las escaleras que conducían al primer piso. Pulsé el timbre dos veces y esperé. No apareció nadie. Llamé nuevamente y tanteé la puerta. Estaba cerrada con llave. La cerradura era de hacía al menos cuarenta años, y yo no tenía nada que encajara en ella.
Recorrí la galería lateral probando cada ventana, sin éxito. En el fondo había una puerta que correspondía al sótano. Estaba cerrada con candado, pero el marco de madera sin pintar era blando y viejo. Saqué una ganzúa del maletín e hice saltar el candado.
Los escalones estaban festoneados de telarañas. Mi lápiz-linterna me salvó de romperme el cuello. Una caldera de carbón se agazapaba en el centro del sótano como un ídolo pagano. Encontré la escalera y empecé a subir.
Arriba, la puerta no tenía echada la llave, y entré en una cocina que debía de haber sido un milagro de progreso durante la administración Hoover. Había un fogón de gas montado sobre patas altas y curvas, y una nevera cuyo motor circular descansaba sobre la parte superior como una caja de sombreros. Si el doctor Fowler vivía solo, se trataba de un hombre pulcro. La vajilla del desayuno se apilaba, fregada, sobre el escurreplatos. El piso de linóleo estaba encerado. Dejé el maletín sobre la mesa cubierta por un hule, y exploré el resto de la casa.
Aparentemente, el comedor y la habitación de delante no se usaban nunca. El polvo cubría los muebles oscuros, pesados, distribuidos con la precisión propia de una sala de exposiciones. Arriba había tres dormitorios. Los armarios de dos de ellos estaban vacíos. El doctor Fowler vivía en el más pequeño, con una sola cama de hierro y una sencilla cómoda de roble por todo mobiliario.
Registré la cómoda, y no encontré otra cosa que las habituales mudas de camisas, pañuelos y ropa interior de algodón. Varios trajes de lana pasados de moda colgaban en el armario junto a una estantería para zapatos. Palpé los bolsillos sin saber por qué y no hallé absolutamente nada. En la mesita de noche había un revólver Webley Mark 5 calibre 0,455, al lado de una pequeña Biblia encuadernada en cuero. Era un arma corta que se proporcionaba a los oficiales ingleses durante la Primera Guerra Mundial. Las Biblias eran optativas. Revisé el tambor, pero el Webley estaba descargado.
En el cuarto de baño tuve más suerte. Sobre la repisa hervía un esterilizador. Dentro encontré media docena de agujas y tres jeringas. En el botiquín no había sino el habitual surtido de aspirinas y jarabes para la tos, pastas dentífricas y colirios. Examiné varios frascos de comprimidos de venta con receta, pero todos parecían legales. Ninguno contenía narcóticos.
Sabía que tenía que estar en alguna parte, de modo que bajé nuevamente y eché una mirada dentro de la anacrónica nevera. Estaba en la misma rejilla que la leche y los huevos. Morfina. No menos de veinte frascos de 50 centímetros cúbicos, a primera vista. Bastaba para mantener dopados a una docena de drogadictos durante un mes.