Era viernes trece y la nieve caída el día anterior perduraba en las calles como los vestigios de una maldición. Fuera, la gente se hundía hasta los tobillos en el fango. Al otro lado de la Séptima avenida, un desfile machacón, incesante, de titulares armados con bombillas eléctricas bordeaba la fachada de terracota del Times… Hawai se convierte en el quincuagésimo estado de la unión: cámara de representantes vota aprobación definitiva, 232 A 89, está asegurada la firma de Eisenhower que ratificará el proyecto… Hawai, dulce tierra de piñas y el Haleloki; rasgueos de ukeleles, sol y olas, faldas de hierbas que se mecen en la brisa tropical.
Hice girar mi silla y miré hacia Times Square. El cartel espectacular de Camel, montado sobre el Claridge, soplaba gruesas volutas de vapor sobre el tráfico incesante. El caballero gallardo del anuncio, con la boca petrificada en una O redonda de perpetua sorpresa, era, en Broadway, el heraldo de la primavera. En los primeros días de esa misma semana, los equipos de pintores, subidos sobre andamios, habían transformado el oscuro bombín de invierno y el abrigo con cuello de terciopelo del fumador en un traje de lino y un panamá. No tan poético como las golondrinas de Capistrano, pero sí lo bastante elocuente.
El edificio en que yo tenía mi oficina había sido construido antes de comienzos de siglo, y consistía en una pila de ladrillos de cuatro plantas, cohesionada por el hollín y la mierda de paloma. En el techo florecía un gorro de letreros que anunciaban vuelos a Miami y varias marcas de cerveza. En la esquina había un estanco, un salón de juegos de azar y dos puestos de venta de salchichas, y en la mitad de la manzana se levantaba el Rialto Theatre. La puerta estaba flanqueada por una librería en la que también se podían ver películas porno en cabinas individuales, y por un bazar de artículos de broma con los escaparates llenos de cojines que tiraban pedos y de excrementos de perro fabricados con material plástico.
Mi oficina estaba en el segundo piso, a continuación de las de Olga’s Electrolysis, Teardrop Imports, Inc., e Ira Kipnis, contable. Unas letras doradas de veinte centímetros de altura destacaban más que las de los vecinos: agencia de detectives crossroads. Crossroads, o sea, encrucijada, nombre que había comprado junto con la agencia a su anterior propietario, Ernie Cavalero. Éste me había empleado como lugarteniente durante mi primera incursión en la ciudad, en plena guerra.
Me disponía a salir para tomar un café cuando sonó el teléfono.
—¿El señor Harry Angel? —gorjeó una secretaria lejana—. De parte de Herman Winesap, de McIntosh, Winesap y Spy.
Gruñí una frase cortés y me pidió que esperara un momento.
La voz de Herman Winesap era tan untuosa como esos productos grasientos contra los cuales previenen los fabricantes de brillantina. Se presentó como letrado. Esto significaba que sus honorarios eran altos. Un tipo que se presenta como abogado siempre cobra mucho menos. Winesap hablaba tan bien que dejé que casi toda la conversación corriera por su cuenta.
—Le he llamado, señor Angel, para preguntarle si en las actuales circunstancias sería posible contratar sus servicios.
—¿Para su firma?
—No. Hablo en nombre de uno de nuestros clientes. ¿Está usted disponible?
—Depende de la naturaleza del trabajo. Tendrá que darme algunos detalles.
—Mi cliente preferiría discutirlos personalmente. Propone almorzar con usted. Hoy, a la una en punto, en el Top of the Six’s.
—Tal vez no le importe darme el nombre de su cliente. ¿O deberé buscar a un individuo con un clavel rojo en el ojal?
—¿Tiene un lápiz a mano? Se lo deletrearé.
Escribí el nombre Louis Cyphre en el bloc de mi escritorio y pregunté cómo se pronunciaba.
Herman Winesap lo hizo muy bien, desgranando sus erres como un profesor de la Berlitz. Le pregunté si el cliente era extranjero.
—El señor Cyphre tiene pasaporte francés. No sé con certeza cuál es su nacionalidad de origen. Indudablemente contestará complacido durante el almuerzo todas las preguntas que usted desee formularle. ¿Puedo comunicarle que acudirá a la cita?
—Estaré allí a la una en punto.
El letrado Herman Winesap hizo unos últimos comentarios empalagosos antes de despedirse. Yo colgué y encendí uno de mis Christmas Montecristos para celebrarlo.