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Lejos, en las negras profundidades del espacio invisible había movimiento.

Invisible para cualquiera de los habitantes de la extraña y temperamental zona Plural en cuyo foco residen las posibilidades infinitamente múltiples del planeta llamado Tierra, pero no sin consecuencias para ellos.

En el extremo mismo del sistema solar, acurrucado en un sofá verde de imitación de cuero, con aire malhumorado y la vista fija en una batería de televisores y pantallas de ordenador, estaba el jefe de los grebulones, que parecía muy preocupado. Movía las manos nerviosamente. Hojeaba su libro de astrología. Manipulaba la consola del ordenador. Cambiaba las imágenes que continuamente le enviaban los demás aparatos grebulones de grabación, todos ellos enfocados al planeta Tierra.

Estaba afligido. Su misión era vigilar. Pero vigilar en secreto. Para ser sincero, estaba un poco harto de su misión. Tenía la completa seguridad de que su misión debía consistir en algo más que sentarse a ver televisión durante años y años. Sin duda contaban con un montón de equipos diferentes que debían de tener algún objetivo, de no haber perdido accidentalmente toda idea de para qué servían. El jefe necesitaba tener una finalidad en la vida, y por eso se dedicaba a la astrología, para colmar el bostezante abismo que existía en su mente y su alma. Eso le diría algo, sin duda.

Bueno, ya le estaba diciendo algo.

Le decía, en la medida en que era capaz de descifrarlo, que iba a tener un mes muy malo, que las cosas irían de mal en peor si no afrontaba los problemas, tomando medidas positivas y resolviéndolos por sí mismo.

Era cierto. Se desprendía con toda claridad de su carta astral, que había levantado con ayuda de su libro de astrología y del programa informática que la simpática Tricia McMillan le había preparado para la triangulación de todos los datos astronómicos pertinentes. La astrología basada en la Tierra tenía que volver a calcularse enteramente para que pudiese aplicarse a los grebulones en aquel planeta, el décimo de los situados en los helados extremos del sistema solar.

Los nuevos cálculos mostraban con absoluta claridad y sin ambigüedades que efectivamente iba a tener un mes muy malo, y eso a partir de aquel mismo día. Porque aquel día la Tierra empezaba a pasar sobre Capricornio, y eso, para el jefe de los grebulones, que poseía todos los signos caracterológicos de ser un Tauro clásico, era verdaderamente muy mal augurio.

Aquél era el momento, decía su horóscopo, de tomar medidas positivas, de adoptar decisiones implacables, de ver lo que había que hacer y ponerlo en práctica. Todo aquello le resultaba muy difícil, pero era consciente de que nadie había dicho jamás que lo difícil fuese fácil. El ordenador ya estaba siguiendo y adelantando, segundo a segundo, la posición del planeta Tierra. Ordenó dar un giro a las grandes torretas grises.

Como todo el equipo de vigilancia de los grebulones estaba centrado en el planeta Tierra, no descubrió que ahora había otra fuente de datos en el sistema solar.

Por otra parte, las posibilidades de que descubriese esa otra fuente de datos— una inmensa nave constructora de color amarillo—eran prácticamente nulas. Estaba tan alejada del sol como Ruperto, pero en una dirección diametralmente opuesta, casi oculta por el astro rey.

Casi.

La inmensa nave constructora de color amarillo pretendía vigilar los acontecimientos del planeta Tierra sin ser descubierta. Lo había conseguido completamente.

Había muchas otras formas en las cuales esa nave era diametralmente opuesta a los grebulones.

Su jefe, su Capitán, tenía una idea muy clara de cuál era su propósito. Era muy sencillo y corriente, y hacía un considerable período de tiempo que lo estaba persiguiendo a su sencillo y corriente modo.

Todo aquel que conociese su propósito, lo habría calificado de absurdo y desagradable, añadiendo que no era de los propósitos que enriquecen la vida, ponen contenta a la gente o hacen cantar a los pájaros y florecer a las plantas. Más bien lo contrario, en realidad justo al revés.

Pero a él no le correspondía preocuparse por eso. Su trabajo consistía en hacer su trabajo, que era hacer su trabajo. Si eso conducía a cierta estrechez de miras y a un razonamiento tortuoso, no era su trabajo preocuparse por esas cuestiones. Cuando se le presentaban, tales asuntos se encomendaban a otros que, a su vez, disponían de otras personas a las que asignar ese género de cosas.

A muchos, muchos años luz de allí, y en realidad de cualquier sitio, se halla un planeta sombrío y hace mucho abandonado, la Vogonesfera. En alguna parte de ese planeta, en un fétido cenagal envuelto en bruma, se yergue un pequeño monumento de piedra rodeado por los sucios caparazones, rotos y vacíos, de los últimos y escurridizos cangrejos enjoyados, que indica el lugar donde, según se cree, apareció en un principio la especie vogón vogonblurtus. En el monumento hay una flecha grabada en dirección a la niebla, y debajo, en letras sencillas y corrientes, se lee la inscripción: «El macho cabrío se detiene aquí.»

En las entrañas de su invisible nave amarilla, el capitán vogón gruñó al alargar la mano hacia un papel arrugado y un tanto descolorido que tenía delante. Una orden de demolición.

Si hubiera que descifrar dónde empezaba exactamente el trabajo del Capitán, que consistía en hacer su trabajo, que era hacer su trabajo, todo se reduciría en último término a aquel trozo de papel que su inmediato superior le había confiado hacía mucho tiempo. Contenía una orden, y el propósito del Capitán era llevarla a cabo y rellenar el recuadro adyacente con un grueso trazo cuando la hubiera cumplido.

Ya había realizado antes esa orden, pero una serie de molestas circunstancias le habían impedido tachar la casilla.

Una de esas circunstancias molestas era la naturaleza Plural de aquel sector galáctico, donde lo posible interfería continuamente con lo probable. La simple demolición no requería más esfuerzo que el de aplastar una burbuja de aire en un rollo mal puesto de papel de empapelar. Todo lo que se demolía, volvía a surgir de nuevo. Eso pronto se arreglaría.

Otra consistía en un pequeño grupo de gente que constantemente se negaba a estar donde tenía que estar justo en el momento debido. Eso también se arreglaría pronto.

La tercera la representaba un irritante y anárquico aparatito llamado Guía del autoestopista galáctico. Eso ya estaba perfectamente arreglado y, en realidad, mediante la fenomenal energía de la ingeniería temporal inversa, ahora era la propia agencia quien se ocuparía de arreglar todo lo demás. El Capitán había ido simplemente a contemplar el acto final de aquel drama. En cuanto a él, ni siquiera tenía que levantar un dedo.

—Muéstremelo— ordenó.

La oscura forma de un pájaro abrió las alas y se elevó en el aire cerca de él. El puente quedó sumido en la oscuridad. Tenues destellos saltaron brevemente de los ojos del pájaro mientras, en lo más hondo de su espacio direccional, iba cerrándose un corchete tras otro, finalizaban cláusulas hipotéticas, se detenían circuitos repetitivos, se llamaban por últimas veces las funciones recurrentes.

Una deslumbrante imagen se iluminó en la oscuridad, una visión azul verdosa cubierta de agua, un tubo que fluía por el aire en forma de una ristra de salchichas.

Con un flatulento ruido de satisfacción, el Capitán vogón se retrepó en el asiento para contemplar el espectáculo.