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A las cadenas de noticias no les gustan esas cosas. Las consideran una pérdida de tiempo. Una inconfundible nave espacial aparece de pronto en pleno Londres y se convierte en una noticia sensacional de primera magnitud. Tres horas y media después aparece otra completamente distinta y, por lo que sea, no es noticia.

«¡OTRA NAVE ESPACIAL!», decían los titulares y los anuncios de los quioscos. «ÉSTA ES ROSA.» De haber sucedido un par de meses después podrían haberle sacado más partido. Media hora después, la tercera nave, la pequeña Hrundi de cuatro literas, salió únicamente en las noticias regionales.

Ford y Arthur salieron gritando de la estratosfera y aparcaron pulcramente en Portland Place. Era poco después de las seis y media de la tarde y había sitio libre. Se mezclaron brevemente con la multitud que se había congregado a mirar y luego dijeron bien alto que si nadie iba a llamar a la policía ellos lo harían, y salieron a escape.

—Mi casa…— dijo Arthur con un tono ronco insinuándose en su voz mientras miraba a su alrededor con ojos nublados.

—Bueno, no te pongas sentimental ahora— le soltó Ford—. Tenemos que encontrar a tu hija y a esa especie de pájaro.

—¿Cómo?— repuso Arthur—. En este planeta hay cinco billones y medio de personas, y…

—Sí— convino Ford—. Pero sólo una de ellas acaba de llegar del espacio exterior en una nave grande y plateada y en compañía de un pájaro mecánico. Propongo que busquemos una televisión y algo para beber mientras la vemos. Necesitamos un hotel en condiciones.

Se registraron en el Langham, en una amplia suite de dos habitaciones. Misteriosamente, la tarjeta Nutr-O-Cuenta de Ford, expedida en un planeta a más de cinco mil años luz de distancia, no pareció presentar problemas al ordenador del hotel.

Ford se lanzó inmediatamente hacia el teléfono mientras Arthur trataba de localizar la televisión.

—Bien— dijo Ford—. Quisiera encargar margaritas, por favor. Un par de jarras. Dos ensaladas del chef y todo el foie gras que tengan. Y también el Zoológico de Londres.

—¡Está en el telediario!— gritó Arthur desde la otra habitación.

—Eso es lo que he dicho— dijo Ford al teléfono—. El zoo de Londres. Cárguelo a la cuenta.

—Ella es… ¡Santo cielo!— gritó Arthur de nuevo—. ¿Sabes quién le está haciendo una entrevista?

—¿Es que le resulta difícil entender la lengua inglesa?— continuó Ford—. Es el zoo que está un poco más allá, en esta misma calle. No me importa que esté cerrado esta tarde. No quiero una entrada, quiero comprar el zoo. No me importa que usted esté ocupado. Éste es el servicio de habitaciones, yo estoy en una habitación y quiero que me presten un servicio. ¿Tiene papel? Perfecto. Voy a decirle lo que tiene que hacer. Todos los animales que puedan reintegrarse tranquilamente a la naturaleza, que se devuelvan a su ambiente. Organice unos buenos equipos de gente para vigilar los progresos que hagan en el medio natural y ver si están bien.

—¡Es Trillian!— gritó Arthur—. ¿O es…, humm…? ¡Por Dios Santo, no soporto todo este rollo de universos paralelos! Es jodidamente complicado. Parece una Trillian diferente. Se llama Tricia McMillan, que es el nombre que Trillian utilizaba antes de… Bueno… ¿por qué no vienes a ver si te enteras tú?

—Un momento— gritó Ford, volviendo a sus tratos con el servicio de habitaciones—. Entonces necesitaremos algunas reservas naturales para los animales que no puedan adaptarse a la selva. Organice un equipo para investigar los sitios más adecuados. Quizá haga falta comprar un sitio como Zaire y quizá algunas islas. Madagascar. Baffin. Sumatra. Esa clase de sitios. Necesitaremos una amplia variedad de hábitats. Oiga, no veo por qué le parece un problema. Aprenda a delegar competencias. Contrate a quien quiera. Ponga manos a la obra. Ya verá que tengo buen crédito. Y la ensalada aliñada con queso azul. Gracias.

Colgó y se dirigió a la otra habitación, donde estaba Arthur, sentado en el borde de la cama viendo la televisión.

—He pedido foie gras— anunció Ford.

—¿Qué?— dijo Arthur, completamente absorto en la televisión.

—He dicho que he pedido foie gras.

—Ah— repuso Arthur en tono vago—. Humm, siempre me he sentido un poco a disgusto con el foie gras. Me parece una crueldad con las ocas, ¿no?

—Que se jodan— dijo Ford, tirándose sobre la cama—. No puede uno preocuparse por todas las puñeteras cosas.

—Pues me parece muy bien que digas eso, pero…

—¡Déjalo!— exclamó Ford—. Si no te gusta me tomaré el tuyo. ¿Qué pasa?

—¡El caos!— contestó Arthur—. ¡El caos total! Random no deja de gritar a Trillian, o Tricia, O quien sea, que la abandonó, y luego exige ir a un buen club nocturno. Tricia se ha puesto a llorar y asegura que en la vida ha visto a Random, y menos aún recuerda haberla dado a luz. Entonces, de pronto, ha empezado a lamentarse de alguien llamado Ruperto, que ha perdido la cabeza o algo así. Para ser franco, no he entendido muy bien esa parte. Entonces Random ha empezado a tirar cosas y han cortado para poner publicidad mientras trataban de arreglar las cosas. ¡Ah! Ya han vuelto a conectar con el estudio. Calla y mira.

En la pantalla apareció un presentador bastante convulso que pidió disculpas a los telespectadores por la interrupción anterior. Dijo que no había verdaderas noticias de qué informar, sólo que la misteriosa muchacha, que se llamaba a si misma Random Frequent Flyer Dent, se había marchado del estudio para, humm, descansar. Esperaba que Tricia McMillan estuviese de vuelta al día siguiente. Entretanto, llegaban noticias de nuevos movimientos de ovnis…

Ford saltó de la cama, cogió el teléfono más cercano y marcó un número.

—¿Conserje? ¿Quiere ser dueño de este hotel? Es suyo si dentro de cinco minutos me averigua de qué clubs es miembro Tricia McMillan. Cárguelo todo a esta habitación.