La luz del día estalló a su alrededor. Un sol fuerte y abrasador. Ante sus ojos se extendía una llanura desértico envuelta en calma. Se precipitaron hacia ella con un estrépito ensordecedor.
—¡Salta!— gritó Ford Prefect.
—¿Qué?— gritó Arthur Dent, sujetándose como si en ello le fuera la vida.
No hubo respuesta.
—¿Qué has dicho?— insistió Arthur, dándose cuenta en seguida de que Ford ya no estaba allí. Lleno de pánico, miró en torno y entonces se resbaló. Comprendiendo que ya no podía sujetarse por más tiempo, tomó todo el impulso que pudo, se lanzó de costado, se hizo una bola al caer al suelo y, rodando, se alejó de las pezuñas que machacaban la tierra.
Vaya día, pensó mientras tosía curiosamente para desalojar el polvo de los pulmones. No había pasado un día tan malo desde que la Tierra fue demolida. Tambaleándose, se puso de rodillas y luego de pie y salió corriendo. No sabía de qué ni adónde, pero salir pitando le pareció buena medida.
Se dio de bruces con Ford Prefect, que estaba allí parado, contemplando la escena.
—Mira— dijo Ford—. Eso es precisamente lo que necesitamos.
Arthur tosió otra vez, escupiendo y quitándose polvo del pelo y los ojos. jadeando, se volvió a ver lo que miraba Ford.
No se parecía mucho a los dominios de un rey, ni de El Rey, ni de ninguna clase de rey. Pero tenía un aspecto tentador.
En primer lugar, el panorama. Era un mundo desértico. El polvoriento suelo era duro y había amoratado concienzudamente hasta la última parte del cuerpo de Arthur que no estaba ya morada por la jarana de la noche anterior. A cierta distancia se veían grandes colinas que parecían de arenisca, erosionadas por el viento y por la escasa lluvia que presumiblemente caía en la comarca, hasta adquirir caprichosas y extravagantes configuraciones que hacían juego con las fantásticas formas de los cactus gigantes que brotaban aquí y allá en el árido y anaranjado paisaje.
Por un momento, Arthur tuvo la osada esperanza de que de buenas a primeras hubiesen ido a parar a Nuevo Méjico, Arizona o quizá Dakota del Sur, pero había muchos indicios de que no era así.
Para empezar, las Bestias Completamente Normales seguían galopando con estrépito. Aparecían majestuosamente a decenas de miles por el lejano horizonte, desaparecían completamente durante un kilómetro o así, y luego volvían a aparecer desbocadamente hacia el horizonte contrario.
Luego estaban las naves espaciales aparcadas delante del Bar & Grill. Ah. «Bar & Grill Los Dominios del Rey». Vaya chasco, pensó Arthur.
En realidad, delante del Bar & Grill Los Dominios del Rey sólo había una nave. Las otras tres estaban en el aparcamiento de al lado. Pero fue la de delante la que le llamó la atención. Era una maravilla. Fantásticas aletas por todos lados, coronadas de una excesiva cantidad de cromados, y con la mayor parte de la carrocería pintada de un chocante color rosa. Allí estaba, agazapada como un enorme insecto caviloso y a punto de saltar sobre algo a un kilómetro de distancia.
El Bar & Grill Los Dominios del Rey se encontraba en plena trayectoria de los Animales Completamente Normales, pero las bestias habían tomado una insignificante desviación transdimensional en el camino. Estaba en su sitio, sin que lo molestaran. Un Bar & Grill corriente. Un restaurante de camioneros. En los confines del mundo. Tranquilo. Los Dominios del Rey.
—Voy a comprar esa nave— anunció Ford con voz queda.
—¿Comprar?— dijo Arthur—. No es tu estilo. Creía que solías mandarlas.
—A veces hay que mostrar cierto respeto— repuso Ford.
—Probablemente tengas que mostrar también un poco de dinero. ¿Cuánto costará una cosa así?
Con un leve movimiento, Ford se sacó del bolsillo la tarjeta de crédito Nutr-O-Cuenta. Arthur observó que le temblaba un poco la mano.
—Ya les enseñaré a nombrarme crítico gastronómico…— jadeó Ford.
—¿A qué te refieres?— preguntó Arthur.
—Te lo voy a mostrar— contestó Ford con un desagradable brillo en los ojos—. Vamos a hacer algunos gastos, ¿te parece?
—Dos cervezas— pidió Ford—. Y no sé, dos rollitos de panceta, lo que tenga. Ah, y esa cosa rosa de ahí fuera.
Soltó la tarjeta encima de la barra y miró en torno como si nada.
Hubo un silencio cargado.
Antes no había habido mucho ruido, pero ahora reinaba un silencio especial. Hasta el trueno lejano de las Bestias Completamente Normales, que evitaban cuidadosamente Los Dominios del Rey, parecía de pronto un poco apagado.
—Hemos venido cabalgando— dijo Ford, como si no hubiese nada raro en eso ni en ninguna otra cosa. Estaba recostado en la barra, en una postura excesivamente relajada.
En el local había unos tres clientes sentados delante de unas mesas, bebiendo despacio sus cervezas. Unos tres. Algunas personas dirían que eran tres exactamente, pero no era esa clase de sitio, no era de esos locales en los que se tienen ganas de ser tan específico. Además, había un individuo alto que estaba instalando material en el pequeño escenario. Una batería vieja. Un par de guitarras. Country & western, o algo así.
El camarero no se apresuraba en servir a Ford. En realidad, no se había movido.
—No estoy seguro de que la cosa rosa esté en venta— dijo al fin, con un retintín de los que perduran.
—Seguro que sí— repuso Ford—. ¿Cuánto quiere?
—Pues…
—Diga una cifra. Yo la doblaré.
—No es mía, no puedo venderla— anunció el camarero.
—¿De quién es, entonces?
El camarero señaló con la cabeza al individuo alto que estaba colocando el escenario.
Ford asintió y sonrió.
—Muy bien— dijo—. Ponga las cervezas y los rollitos. No haga la cuenta todavía.
Arthur se acomodó en la barra. Estaba acostumbrado a no saber lo que pasaba. Se encontraba a gusto así. La cerveza era bastante buena y le dio un poco de sueño, pero no le importó. Los rollos de panceta no eran tales. Sino rollos de Animal Completamente Normal. Intercambió con el camarero algunas observaciones profesionales sobre el arte de hacer rollitos y dejó que Ford se dedicara a lo suyo.
—Muy bien— dijo Ford, volviendo a su taburete—. Está hecho. Tenemos la cosa rosa.
—¿Se la vende?— exclamó el camarero, muy sorprendido.
—Nos la regala— contestó Ford, dando un mordisco al rollito—. Oiga, no, no haga la cuenta todavía. Vamos a pedir más cosas. Buen rollito.
Bebió un largo trago de cerveza.
—Buena cerveza. Buena nave, también— añadió, mirando a la cosa cromada y rosa semejante a un insecto, partes de la cual se veían por las ventanas del bar—. Buena tarde, muy buena. ¿Sabes una cosa?— inquirió, recostándose en el taburete con aire pensativo— En ocasiones como ésta se pregunta uno si vale la pena preocuparse por el tejido del espacio-tiempo, la integridad causal de la matriz multidimensional de la probabilidad, la posible disolución de todas las configuraciones de onda del Toda Clase de Revoltijo General y todas esas cosas que me han estado fastidiando. A lo mejor tiene razón el individuo alto. Déjalo todo. ¿Qué importa? Déjalo.
—¿Qué individuo alto?— preguntó Arthur.
Ford se limitó a indicar el escenario con un movimiento de cabeza. El individuo alto dijo «uno, dos» un par de veces en el micrófono. Ahora había otros dos individuos en el escenario. Batería. Guitarra.
El camarero, que había guardado silencio durante unos momentos, dijo:
—¿Dice que les ha regalado su nave,?
—Sí— contestó Ford—. Hay que dejarlo todo, ésas fueron sus palabras. Coge la nave. Llévatela, con mi bendición. Trátala bien. Y eso haré.
Dio otro trago de cerveza.
—Como iba diciendo— prosiguió— , en ocasiones como ésta es cuando se piensa: déjalo todo. Pero luego se recuerda a tipos como los de Empresas Dimensinfín y uno dice: No van a salirse con la suya. Van a sufrir. Es mi sagrada y santa misión hacer que esos individuos lo pasen mal. Oiga, permítame darle una propina para el cantante. Le he hecho una petición especial y hemos llegado a un acuerdo. Pero tiene que ponérmelo en la cuenta, ¿vale?
—Vale— repuso con cautela el camarero. Luego se encogió de hombros—. Muy bien, como quiera. ¿Cuánto?
Ford dijo una cifra. El camarero se desplomó entre las botellas y los vasos. Ford saltó rápidamente por encima de la barra para ver si estaba bien y lo ayudó a ponerse en pie. Se había hecho unos pequeños cortes en el dedo y en el codo y estaba un poco atontado, pero por lo demás se encontraba perfectamente. El individuo alto empezó a cantar. El camarero se alejó cojeando con la tarjeta de crédito de Ford para pedir conformidad.
—¿Hay algo en todo esto que yo no sepa?— preguntó Arthur a Ford.
—¿Es que no suele haberlo?
—No tienes que ponerte así— repuso Arthur, empezando a despertarse. De pronto, añadió— : ¿Nos vamos? ¿Esa nave puede llevarnos a la Tierra?
—Pues claro.
—¡Allí es donde irá Random!— exclamó Arthur, dando un respingo—. ¡Podemos seguirla! Pero…, humm…
Ford dejó que Arthur pensara las cosas por sí solo y sacó su vieja edición de la Guía del autoestopista galáctico.
—Pero ¿dónde estamos con respecto al eje de probabilidad?— le preguntó Arthur—. ¿Estará allí la Tierra o no estará? He pasado tanto tiempo buscándola. Y lo único que encontré fueron planetas que se le parecían un poco o nada en absoluto, aunque, a juzgar por los continentes, era evidente que estaban en el sitio justo. La peor versión se llamaba Ahoraqué, donde quiso morderme un funesto animalito. Así es como se comunicaban, ¿sabes?, mordiéndose unos a otros. Muy doloroso. Y luego, claro, la mitad del tiempo la Tierra ni siquiera está ahí porque la demolieron los malditos vogones. ¿Me explico un poco?
Ford no hizo ningún comentario. Estaba escuchando algo. Pasó la Guía a Arthur y señaló a la pantalla. El artículo activo decía: «Tierra. Fundamentalmente inofensiva».
—¡Quieres decir que está ahí!— exclamó Arthur, lleno de excitación—. ¡La Tierra existe! ¡Allí es donde irá Random! ¡El pájaro le estaba mostrando la Tierra en plena tormenta!
Ford le hizo un gesto para que gritara un poco más bajo. Estaba escuchando.
Arthur estaba perdiendo la paciencia. Ya había escuchado antes «Love Me Tender» interpretada por cantantes de bares. Le sorprendía un poco oírla allí, justo en aquel condenado sitio de los confines del mundo, que desde luego no era la Tierra, pero en aquellos días las cosas no tendían a sorprenderle lo mismo que antes. El cantante era bastante bueno, para ser cantante de bar y si a uno le gustaban esas cosas, pero Arthur va estaba inquieto.
Miró el reloj. Eso sólo sirvió para recordarle que ya no tenía reloj. Lo tenía Random, o al menos lo que quedaba de él.
—¿No crees que deberíamos irnos?— repitió, en tono de urgencia.
—¡Chsss!— repuso Ford—. He pagado por oír esta canción.
Tenía lágrimas en los ojos, lo que a Arthur le pareció un poco desconcertante. Nunca había visto a Ford emocionado por nada que no fuese una bebida muy, pero que muy fuerte. El polvo, probablemente. Esperó, tamborileando irritadamente con los dedos, a destiempo con la música.
La canción terminó. El cantante siguió con «Heartbreak Hotel».
—De todas formas— musitó Ford— , tengo que hacer una reseña del restaurante.
—¿Qué?
—Tengo que escribir una reseña.
—¿Escribir una reseña? ¿De este sitio?
—Al presentar la reseña se confirma la petición de gastos. Lo he arreglado para que todo ocurra de forma automática y no deje rastro alguno. Esta cuenta va a necesitar una buena autorización— añadió en voz baja, mirando la cerveza con una desagradable sonrisita.
—¿Por unas cervezas y un rollito?
—Y una propina para el cantante.
—¿Por qué, cuánto le has dado?
Ford repitió la cifra.
—No sé cuánto es eso— dijo Arthur—. ¿A qué equivale en libras esterlinas? ¿Qué se podría comprar con eso?
—Con eso se podría comprar más o menos…, Pues…— Ford parpadeó rápidamente mientras hacía algunos cálculos mentales—. Suiza— dijo al fin. Cogió su Guía del autoestopista y se puso a teclear.
Arthur asintió con aire de inteligencia. Había veces que deseaba entender de qué demonios hablaba Ford, y otras, como ahora, en que tenía la impresión de que era más seguro no intentarlo siquiera. Miró por encima del hombro de Ford.
—No vas a tardar mucho, ¿verdad?— le preguntó.
—No. Es una bobada. Sólo mencionar que los rollitos eran muy buenos, la cerveza buena y fría, la fauna de la comarca simpática y excéntrica, el cantante del bar el mejor del universo conocido, y eso es todo. No se necesita mucho. Sólo una autorización.
Tocó una zona de la pantalla que tenía el letrero ENTER y el mensaje desapareció en la red Sub-Etha.
—¿Entonces el cantante te parece muy bueno?
—Sí— contestó Ford.
El camarero volvió con un papel que parecía temblarle en las manos.
—Qué curioso. Al principio, la red la rechazó dos veces. No es que me sorprendiera— aseguró el camarero, con gotas de sudor en la frente—. Y de pronto, que sí, que todo está bien, y la red…, bueno, pues da la autorización. Sin más. ¿Quiere… firmarlo?
Ford examinó el resguardo rápidamente. Silbó entre dientes.
—Esto va a hacer mucho daño a Dimensinfín— dijo con aire de preocupación y, con voz suave, añadió— : Bueno, que se jodan.
Firmó el resguardo, lo rubricó y se lo volvió a entregar al camarero.
—Más dinero— anunció— del que el Coronel ganó en toda su carrera haciendo malas películas y contratos para actuar en casinos. Sólo por hacer lo que mejor le sale. Subir al escenario y cantar en un bar. Y lo ha negociado él personalmente. Me parece que está en un buen momento. Dígale que se lo agradezco e invítele a una copa.
Lanzó unas monedas sobre la barra. El camarero las rechazó.
—Me parece que esto no es necesario— dijo con voz un poco ronca.
—Para mí, sí— repuso Ford—. Bueno, nos vamos.
Se quedaron parados a pleno sol, envueltos por el polvo, mirando la nave rosa y cromo con asombro y admiración. O al menos, Ford la contemplaba con asombro y admiración.
Arthur sólo la miraba.
—¿No te parece un poco ostentosas?
Lo repitió cuando subieron a bordo. Los asientos y buena parte de los mandos estaban tapizados de ante o piel fina. En el panel de mando principal había un gran monograma dorado que decía simplemente: «EP».
—¿Sabes una cosa?— dijo Ford mientras ponía en marcha los motores de la nave—. Le pregunté si era cierto que le habían secuestrado unos extraterrestres, ¿y sabes que me contestó?
—¿Quién?— quiso saber Arthur.
—El Rey.
—¿Qué rey? Oh, ya hemos mantenido esta conversación, ¿verdad?
—No importa— repuso Ford—. Por si te interesa saberlo, me dijo que no. Se marchó por su propia voluntad.
—Sigo sin estar seguro de quién estamos hablando— comentó Arthur.
—Mira— dijo Ford, sacudiendo la cabeza—. En el compartimento de tu izquierda hay unas cintas. ¿Por qué no eliges una y pones música?
—Vale— dijo Arthur, rebuscando entre las cajas. —¿Te gusta Elvis Presley?
—A decir verdad, sí. Bueno, espero que esta máquina sea capaz de saltar tanto como su aspecto indica.
Activó la propulsión principal.
—¡Siiiií!— gritó Ford mientras salían disparados a una velocidad demoledora.
Era capaz.