21

Entre la niebla aparecieron unos edificios grises y trémulos. Brincaban de arriba debajo de forma sumamente molesta.

¿Qué clase de edificios eran aquéllos?

¿Para qué eran? ¿Qué le recordaban?

Es muy difícil saber qué son las cosas cuando uno aparece de golpe y porrazo en un mundo diferente con otra cultura distinta, otra serie de conceptos fundamentales sobre la vida así como una arquitectura increíblemente sosa y sin sentido.

Por encima de los edificios, el cielo era frío, negro y hostil. Las estrellas, que a aquella distancia del sol deberían ser brillantes y cegadores puntos luminosos, estaban borrosas y empañadas por el grosor de la gigantesca burbuja protectora. De perspex o un material parecido. De algo opaco y pesado, en cualquier caso.

Tricia rebobinó la cinta hasta el principio.

Sabía que había algo raro en ella.

Bueno, en realidad había un millón de cosas un tanto raras, pero una en concreto, no sabía cuál, la inquietaba.

Dio un suspiro y bostezó.

Mientras esperaba que se rebobinara la cinta, quitó de la moviola algunas de las tazas de plástico que se habían acumulado y las tiró a la papelera.

Estaba en un pequeña sala de montaje de una compañía de producción de vídeos en el Soho. Tenía notas de «No molesten» pegadas por toda la puerta y había bloqueado todas las llamadas en la central telefónica. En principio para proteger su asombrosa exclusiva, aunque ahora la protegería de la confusión.

Vería otra vez la cinta entera desde el principio. Si lo soportaba. Podría pasar rápidamente algunas partes.

Eran las cuatro de la tarde del lunes y tenía cierta sensación de marco. Intentaba averiguar la causa de aquel ligero malestar, y no le faltaban motivos.

En primer lugar, todo había sucedido inmediatamente después del vuelo nocturno de Nueva York. El ojo rojo. Siempre matador.

Luego la abordaron unos extraterrestres en su jardín y la llevaron al planeta Ruperto. No tenía suficiente experiencia en esas cosas como para asegurar que eran matadoras, pero estaba dispuesta a apostar que los que pasaban habitualmente por ello lo maldecían. Las revistas siempre publicaban estadísticas sobre el estrés. Cincuenta puntos de estrés por perder el trabajo. Setenta y cinco por divorcio o cambio de peinado, etcétera. Ninguna mencionaba lo de ser abordada en el jardín por extraterrestres para volar al planeta Ruperto, pero estaba segura de que valía unas cuantas docenas de puntos.

No es que el viaje hubiese sido especialmente agotador. En realidad, había sido sumamente aburrido. Desde luego, no le produjo más tensión nerviosa que la travesía del Atlántico, y había durado aproximadamente lo mismo, unas siete horas.

Bueno, eso era bastante sorprendente, ¿no? El hecho de que el viaje a los extremos confines del sistema solar durase el mismo tiempo que el vuelo de Nueva York significaba que la nave disponía de una forma de propulsión fantástica y desconocida. Interrogó al respecto a sus anfitriones y ellos convinieron en que era bastante buena.

—¿Pero cómo funciona?— preguntó con entusiasmo. Al principio del viaje todavía estaba muy entusiasmada.

Encontró la parte de la cinta que buscaba y volvió a verla. Los grebulones, que así se llamaban ellos mismos, le enseñaban cortésmente qué botones pulsaban para hacer funcionar la nave.

—Sí, pero ¿con qué principio funciona?— se oyó preguntar desde detrás de la cámara.

—Ah, ¿se refiere a si tiene energía remolcadora o algo así?— dijeron ellos.

—Sí— insistió Tricia—. ¿Qué es?

—Algo parecido, probablemente.— ¿A qué?

—Energía remolcadora, energía fotónica, algo así. Tendrá que preguntar al ingeniero de vuelo.

—¿Y quién es?

—No sabemos. Todos hemos perdido la cabeza, ¿sabe?

—Ah, sí— dijo Tricia en tono vago—. Ya me lo han dicho. Y entonces, ¿cómo han perdido la cabeza, exactamente?

—No lo sabemos— contestaron ellos, pacientemente.— Porque han perdido la cabeza— repitió Tricia en tono triste.

—¿Quiere ver la televisión? Es un viaje largo. Nosotros vemos la televisión. Nos gusta.

Así de interesante era el contenido de la cinta, que además no se veía bien. En primer lugar, la calidad de la película era sumamente mala, Tricia no sabía exactamente por qué. Tenía la impresión de que los grebulones respondían a un radio levemente distinto de frecuencias ligeras y de que en el ambiente había mucha luz ultravioleta, lo que era muy perjudicial para la cámara. También había nieve y un montón de interferencias. Quizá fuese algo relacionado con la energía remolcadora, de la que ninguno de ellos tenía la menor idea.

Así que lo que tenía filmado era, en esencia, un grupo de personas un tanto delgadas y pálidas sentadas frente a unos televisores que emitían programas de redes de distribución. También había enfocado hacia el diminuto ojo de buey que tenía cerca del asiento, con lo que consiguió un bonito efecto de estrellas, si bien con algunas rayas. Ella sabía que era auténtico, pero sólo se habrían tardado tres o cuatro minutos en falsificarlo.

Al final decidió dejar su preciosa cinta de vídeo para cuando llegara a Ruperto, y se sentó a ver la televisión. Incluso se quedó dormida un rato.

De manera que su sensación de mareo procedía en parte de que había pasado todas esas horas en una nave espacial de extraterrestres, de una concepción técnica asombrosa, y a mayor parte de esas horas dormitando frente a reposiciones de MASH y Cagney y Lacey. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? También había hecho algunas fotografías, desde luego, pero todas salieron bastante borrosas, según comprobó al recogerlas del laboratorio.

Su sensación de mareo posiblemente provenía también del aterrizaje en Ruperto. Eso, al menos, había sido sensacional y espeluznante. La nave había descendido majestuosamente sobre un paisaje triste y oscuro, un territorio tan desesperadamente alejado del calor y la luz de su sol principal, que parecía el mapa de las cicatrices psicológicas de un niño abandonado.

Unos focos destellaron entre la helada oscuridad y guiaron la nave hacia la embocadura de una gruta que pareció partirse por la mitad para que entrara la pequeña nave.

Lamentablemente, debido al ángulo de aproximación y a la profundidad en que el pequeño y grueso ojo de buey estaba colocado en el fuselaje de la nave, fue imposible enfocarla directamente con la cámara. Vio esa parte de la película.

La cámara enfocaba directamente al sol.

Eso suele ser muy malo para la cámara. Pero cuando el sol se encuentra aproximadamente a medio billón de kilómetros de distancia, no hace daño alguno, En realidad, apenas se nota. únicamente hay un pequeño punto luminoso en el centro del encuadre, lo que podría ser cualquier otra cosa. Sólo un astro entre una multitud.

Tricia pasó la cinta hacia adelante.

Ah. Esta vez, la siguiente escena había sido bastante prometedora. Al salir de la nave se encontraron en una vasta estructura gris semejante a un hangar. Aquello era una muestra clara de tecnología extraterrestre a una escala impresionante. Enormes edificios grises bajo la oscura bóveda de la burbuja de perspex. Eran los mismos edificios que antes había visto al final de la película. Había tomado más metraje de ellos a la salida de Ruperto, unas horas después, en el momento de abordar la nave para el viaje de vuelta. ¿Qué le recordaban?

Pues, bueno, igual que todo lo demás, le recordaban los decorados de cualquier película de ciencia ficción de bajo presupuesto rodada en los últimos veinte años. Aquello era mucho más grande, claro, pero en la pantalla tenía un aspecto chillón y poco convincente. Aparte de la horrorosa calidad de la película, tuvo que luchar con los inesperados efectos de la gravedad, que era considerablemente más baja que la de la Tierra, y le costó mucho trabajo evitar que la cámara saltara de un lado para otro de forma poco profesional y embarazoso. Por lo que le resultó imposible definir detalle alguno.

Y ahí estaba el jefe, que se acercaba a saludarla sonriente y con la mano extendida.

Así era como lo llamaban. El jefe.

Los grebulones no tenían nombres, sobre todo porque no se les ocurría ninguno. Tricia descubrió que algunos habían pensado en llamarse como ciertos personajes de los programas de televisión que recibían de la Tierra, pero por mucho que intentaran llamarse Wayne, Bobby o Chuck, algo que permanecía acechante en lo más hondo del subconsciente cultural que los acompañaba desde sus lejanos planetas de procedencia debió decirles que aquello no estaba bien y no serviría de nada.

El jefe tenía casi el mismo aspecto que todos los demás. Algo más delgado, posiblemente. Le dijo que le gustaban mucho sus programas de televisión, que era su más grande admirador, que se alegraba mucho de que hubiese podido venir a Ruperto, que todo el mundo ansiaba su llegada, que esperaba que hubiese tenido un vuelo agradable, etcétera. Tricia no percibía ninguna sensación especial de que fuese un especie de emisario de las estrellas ni nada parecido.

Desde luego, al verlo en el vídeo, parecía simplemente un individuo con ropa de vestuario y maquillaje frente a unos decorados que no aguantarían mucho si alguien se apoyaba en ellos,

Se quedó mirando la pantalla con las manos en la cara y moviendo despacio la cabeza, llena de perplejidad.

Aquello era horroroso.

No sólo era que aquella parte fuese horrorosa, sino que sabía lo que venía después. El jefe le preguntó si el viaje le había dado hambre y si le apetecía acompañarlo a comer algo. Podían charlar mientras comían.

Se acordaba de lo que había pensado en aquel momento.

Comida extraterrestre.

¿Cómo iba a salir del paso?

¿Tendría que llegar a comérsela? ¿No dispondría de alguna especie de servilleta de papel donde escupirla? ¿No habría toda clase de problemas de inmunidad diferencial?

Resultó que eran hamburguesas.

No sólo hamburguesas, sino que resultaron hamburguesas que sin ningún género de dudas eran hamburguesas de McDonald's, recalentadas en microondas. No se trataba únicamente de su aspecto. Ni sólo del olor. Eran los envoltorios de poliestireno en forma de concha, que tenían impreso el nombre «McDonald's».

—¡Coma! ¡Disfrute!— le dijo el Jefe—. ¡Nada es demasiado bueno para nuestra distinguida huésped!

Estaban en sus aposentos privados. Tricia miró alrededor con una perplejidad rayana en el miedo, pero a pesar de ello lo filmó todo.

En la estancia había una cama de agua. Y una cadena Midi. Y uno de esos cilindros de cristal con iluminación eléctrica que se ponen encima de las mesas y parecen tener largos glóbulos de esperma flotando en su interior. Las paredes estaban tapizadas de terciopelo.

El jefe se recostó en un puf de pana marrón y se roció la boca con un aerosol para refrescarse el aliento.

De pronto, Tricia empezó a sentir mucho miedo. Que ella supiera, estaba más lejos de la Tierra de lo que ningún ser humano hubiese estado jamás, y se encontraba en compañía de un alienígena recostado en un puf de pana marrón que estaba poniéndose aerosol en la boca para refrescarse el aliento.

No deseaba hacer ningún falso movimiento. No quería alarmarlo. Pero había cosas que tenía que saber.

—¿Cómo consiguió…, de dónde sacó… todo esto?— preguntó, haciendo un gesto nervioso hacia la habitación.

—¿La decoración?— dijo el jefe—. ¿Te gusta? Es muy distinguida. Los grebulones somos un pueblo muy refinado. Adquirimos bienes de consumo ultramodernos… por correo.

En ese punto, Tricia asintió muy despacio con la cabeza.

—Por correo…— repitió.

El jefe soltó una risita. Era una de esas risitas suaves y tranquilizadoras como chocolate oscuro.

—Pero no pienses que nos lo envían aquí. ¡No! ¡ja, ja! Disponemos de un apartado especial de correos en New Hampshire. Hacemos visitas periódicas para recogerlo. ¡ja, ja!

Se recostó con toda tranquilidad en el puf, alargó el brazo para coger una patata frita recalentada y le dio un mordisquito en la punta con una sonrisa de regocijo en los labios.

Tricia sintió que el cerebro se le erizaba un poco. Mantuvo la cámara en funcionamiento.

—¿Cómo hacen para… bueno, cómo pagan estos maravillosos… objetos?

El jefe volvió a soltar una risita.

—American Express— contestó, encogiéndose de hombros.

Tricia volvió a asentir despacio. Sabía que daban tarjetas absolutamente a todo el que lo pidiese.

—¿Y esto?— preguntó, cogiendo la hamburguesa que le había ofrecido.

—Muy sencillo— contestó el jefe—. Hacemos cola.

Una vez más, con un lento escalofrío que le recorrió la espalda, Tricia comprendió que aquello explicaba muchas cosas.

Pulsó de nuevo el botón para pasar la cinta. No había nada que pudiera utilizarse. Todo era una espantosa locura. Si hubiese falsificado algo, habría tenido una impresión más convincente.

Otra sensación de mareo empezó a apoderarse de ella mientras veía aquella inútil y horrible cinta, y con lento horror empezó a comprender que ésa debía ser la causa.

Debía estar…

Sacudió la cabeza y trató de serenarse.

Un vuelo nocturno hacia el Este… Las pastillas que había tomado para dormir durante todo el viaje. El vodka que había bebido para que las pastillas le hicieran efecto.

¿Qué más? Pues, bueno. Los diecisiete años de obsesión por un hombre encantador de dos cabezas, una de ellas disfrazada de loro enjaulado, que intentó ligársela en una fiesta pero que luego se largó impaciente a otro planeta en un platillo volante. Aquella idea pareció llenarse de pronto de inquietantes aspectos en los que jamás había pensado verdaderamente. Nunca se le habían ocurrido. En diecisiete años.

Se metió el puño en la boca.

Debía pedir ayuda.

Luego estaba Eric Bartlett, insistiendo en que una nave espacial de extraterrestres había aterrizado en su jardín. Y antes… en Nueva York había tenido, bueno, mucho calor y mucha tensión. Grandes esperanzas y amarga decepción. Lo de la astrología.

Debió haber sufrido una crisis nerviosa.

Eso era. Estaba agotada y había sufrido una crisis nerviosa, con las consiguientes alucinaciones poco después de llegar a casa. Lo había soñado todo. Una raza de extraterrestres desposeídos de su vida y su historia sacados en un lugar remoto de nuestro sistema solar, que llenaban su vacío cultural con la basura de nuestra civilización. ¡Ja! Esa era la forma que la naturaleza adoptaba para indicarle que ingresara sin tardanza en un centro médico de los más caros.

Estaba muy, pero que muy enferma. Además, recordó la cantidad de cafés largos que había tomado y se dio cuenta de lo rápida y agitada que tenía la respiración.

La solución de cualquier problema, se dijo a sí misma, pasaba por reconocerlo. Empezó a controlar la respiración. Lo había advertido a tiempo. Había comprendido dónde estaba.

De vuelta de algún abismo psicológico a cuyo borde se había asomado. Empezó a calmarse, a tranquilizarse. Se recostó en la silla y cerró los ojos.

Al cabo del rato, cuando volvió a respirar normalmente, los abrió de nuevo.

Entonces, ¿de dónde había sacado aquella cinta?

La película seguía proyectándose.

Muy bien. Era una falsificación.

Ella misma lo había falsificado. Eso era.

Debió de ser ella, porque se oía su voz en toda la banda sonora, haciendo preguntas. De cuando en cuando, la cámara concluía una toma, se inclinaba hacia abajo y veía sus propios pies, calzados con sus mismos zapatos. Lo había falsificado y no recordaba haberlo hecho ni por qué.

Mientras contemplaba las imágenes, temblorosas y llenas de su respiración volvió a agitarse de nuevo.

Debía de seguir teniendo alucinaciones.

Sacudió la cabeza, intentando alejarlas. No recordaba haber manipulado aquella película claramente adulterada. Por otro lado, no parecía tener recuerdos que fuesen muy parecidos a los de las imágenes falseadas. Perpleja y en trance, siguió mirando.

La persona a quien llamaban— en su imaginación—jefe le hacía preguntas sobre astrología y ella las contestaba con calma y precisión. Sólo que se notaba en la voz un pánico creciente y bien disimulado.

El jefe pulsó un botón y se corrió una pared de terciopelo rojizo, revelando una gran batería de televisores con pantalla plana.

Cada una de las pantallas mostraba un caleidoscopio de diferentes imágenes: unos segundos de un concurso, luego de una emisión policíaca, del sistema de seguridad del almacén de un supermercado, de películas que alguien había rodado en vacaciones, escenas eróticas, noticias, una obra cómica. Era evidente que el jefe estaba orgulloso de todo aquello, y movía las manos como un director de orquesta sin dejar de hablar en un completo galimatías.

Con otro movimiento de sus manos, todas las pantallas se quedaron en blanco para formar un gigantesco monitor que mostraba un diagrama de todos los planetas del sistema solar trazados sobre un fondo de estrellas y sus respectivas constelaciones. La imagen era completamente estática.

—Tenemos muchas especialidades— decía el jefe—. Vastos conocimientos de cálculo, trigonometría cosmológica, navegación tridimensional. Mucha cultura. Magnífica, cuantiosa sabiduría. Sólo que lo hemos perdido. Es una pena. Nos gustaría disponer de conocimientos prácticos, sólo que se han volatilizado. Están en alguna parte del espacio, moviéndose rápidamente. Con nuestros nombres y los detalles de nuestras casas y seres queridos. Por favor— añadió, indicándole con un gesto que se sentara a la consola del ordenador— , haga uso de sus conocimientos para nosotros.

El siguiente movimiento de Tricia era evidente: colocó rápidamente la cámara en el trípode para filmar toda la escena. Entonces se puso frente al objetivo y se sentó tranquilamente ante el diagrama del gigantesco ordenador, dedicó unos momentos a familiarizarse con la interfaz y luego, sin afectación y con aire de entendida, empezó a hacer como si tuviera alguna idea de lo que estaba haciendo.

En realidad, no había sido tan difícil.

Al fin y al cabo era matemática y astrofísica de formación, y presentadora de televisión por experiencia, y la ciencia que había olvidado a lo largo de los años bien podía suplirla con un farol.

El ordenador que manejaba era una prueba clara de que los grebulones procedían de una cultura mucho más avanzada y compleja de lo que sugería el vacío de su estado actual y, aprovechando sus posibilidades, en una media hora fue capaz de ensamblar un sistema solar que le sirviera de modelo de trabajo.

No era muy preciso ni nada parecido, pero daba buena impresión. Con una simulación relativamente buena, los planetas giraban muy aprisa en torno a sus órbitas y, muy toscamente, se podía contemplar el movimiento virtual de toda la maquinaria cosmológica desde cualquier punto del sistema. Se podía contemplar desde la Tierra, Marte, etcétera. Y también desde la superficie del planeta Ruperto. Tricia se quedó muy impresionada consigo misma, pero el sistema informática en el que trabajaba también le produjo gran impresión. En la Tierra, con un equipo de proceso de datos, la programación de aquella tarea posiblemente llevaría un año.

Cuando terminó, el jefe se puso tras ella y se quedó mirando. Estaba muy complacido, encantado, con el resultado de su trabajo.

—Bien— dijo—. Y ahora le rogaría que me hiciera una demostración de cómo utilizar el sistema que acaba de concebir para traducirme la información que contiene este libro.

En silencio, le puso un libro delante.

Era Tú y tus planetas, de Gail Andrews.

Volvió a parar la cinta.

Desde luego se sentía bastante mareada. La impresión de que sufría alucinaciones ya había cedido, pero no por eso tenía la mente más clara ni despejada.

Se apartó de la moviola empujando la silla hacia atrás y se preguntó qué podía hacer. Años atrás había abandonado el ámbito de la investigación astronómica porque tenía la absoluta certeza de haber conocido a un ser de otro planeta. En una fiesta. Como también sabía, sin ningún género de duda, que habría sido el hazmerreír si se le hubiera ocurrido decirlo. Pero ¿cómo podía estudiar cosmología y no decir nada de la única cosa verdaderamente importante que sabía? Había hecho lo único que podía hacer. Dejarla.

Ahora trabajaba en televisión y le había vuelto a ocurrir lo mismo.

Tenía una cinta de vídeo, toda una película del reportaje más asombroso de la historia de, bueno, de todo: una colonia olvidada de una civilización extraterrestre aislada en el planeta más extremo de nuestro sistema solar.

Tenía el reportaje.

Había estado allí.

Lo había visto.

Tenía la cinta de vídeo, por amor de Dios.

Y si alguna vez se la enseñaba a alguien, se convertiría en el hazmerreír de ese alguien.

¿Cómo podía probarlo, aunque fuese en parte? Ni siquiera valía la pena pensarlo. Desde todos los puntos de vista en que lo considerase, aquello era una auténtica pesadilla. Empezaba a dolerle la cabeza. Tenía aspirinas en el bolso. Salió de la pequeña sala de montaje al pasillo, donde estaba el surtidor de agua. Se tomó la aspirina con varios vasos de agua.

El lugar parecía muy tranquilo. Solía haber más gente circulando apresuradamente por allí, o al menos alguna persona pasando a toda prisa. Asomó la cabeza por la puerta de la sala de montaje contigua a la suya, pero no había nadie.

Había exagerado bastante al tratar de alejar a la gente de su sala de montaje. «NO MOLESTAR», decía un aviso. «NI SE TE OCURRA ENTRAR. ME DA IGUAL DE QUÉ SE TRATE. LARGO. ¡ESTOY OCUPADA!»

Al volver se encontró con que la señal luminosa de su extensión telefónica estaba encendida, y se preguntó cuánto tiempo llevaba así.

—¿Diga?— dijo a la telefonista.

—Ah, miss McMillan, me alegro de que haya llamado. Todo el mundo está tratando de localizarla. Su compañía de televisión. Están desesperados por encontrarla. ¿Puede llamarlos?

—¿Por qué no me los ha pasado?— preguntó Tricia.

—Me dio instrucciones de que no le pasara a nadie bajo ningún concepto. Hasta me dijo que negara que estaba usted aquí. No sabía qué hacer. Me acerqué a darle un mensaje, pero…

—Muy bien— concluyó Tricia, maldiciéndose a sí misma.

Llamó a su oficina.

—¡Tricia! ¿Dónde coño sanguinolento te has metido?

—En la sala de montaje…

—Me dijeron…

—Ya sé. ¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? ¡Sólo una puñetera nave espacial extraterrestre!

—¿Cómo? ¿Dónde?

—En Regent's Park. Una cosa grande y plateada. Una chica con un pájaro. Habla inglés, tira piedras a la gente y quiere que le arreglen el reloj. Ve para allá.

Tricia la observó fijamente.

No era una nave grebulona. No es que se hubiese convertido de repente en una experta en naves extraterrestres, pero aquélla era preciosa, blanca y plateada, en tono metalizado, del tamaño de un yate de altura, que es a lo que más se parecía. En comparación, las estructuras de la. enorme y medio desmantelada nave grebulona semejaban las cañoneras de un buque de guerra. Cañoneras. A eso se parecían aquellos edificios grises. Y lo raro es que, cuando volvió a pasar frente a ellos para abordar de nuevo la pequeña nave grebulona, se estaban moviendo. Esas cosas se le pasaron brevemente por la cabeza mientras salía corriendo del taxi para encontrarse con el equipo de filmación.

—¿Dónde está la chica?— gritó por encima del ruido de helicópteros y sirenas de la policía.

—¡Allí!— gritó el productor mientras el técnico de sonido se apresuraba a prenderle un diminuto micrófono en la ropa—. Dice que su padre y su madre son de aquí y están en una dimensión paralela o algo así, que tiene el reloj de su padre y…, no sé. ¿Qué te puedo decir? Prepárate. Pregúntale qué se siente al ser del espacio exterior.

—Muchas gracias, Ted— musitó Tricia.

Comprobó que llevaba el micrófono bien sujeto, dio un nivel al técnico de sonido, respiró hondo, se echó el pelo hacia atrás y entró en terreno familiar, en su papel de periodista profesional preparada para todo.

Bueno, para casi todo.

Se volvió a mirar a la chica. Ésa debe ser, la del pelo enredado y mirada perdida. La niña se volvió hacia ella. Y la miró de hito de hito.

—¡Madre!— gritó, empezando a tirarle piedras.