Arthur no se acostumbraba del todo a aquel espectáculo, que nunca le cansaba. Ford y él habían seguido rápidamente la orilla del pequeño río que fluía por el lecho del valle, y cuando al fin llegaron al borde de la llanura, se encaramaron a las ramas de un árbol grande para contemplar mejor una de las visiones más extrañas y maravillosas que ofrece la Galaxia.
El enorme y atronador rebaño de miles y miles de Animales Completamente Normales se precipitaba en magnífico orden por la Llanura Anhondo. A la pálida luz del amanecer, mientras los grandiosos animales embestían entre el fino vapor que ascendía de sus cuerpos sudorosos y el barro que levantaban sus cascos, su aspecto parecía un tanto irreal y en cualquier caso fantasmagórico, pero lo que realmente cortaba la respiración era su punto de origen y destino que, sencillamente, parecía no existir.
Formaban una falange compacta y en marcha que se extendía aproximadamente a lo largo de un kilómetro con una anchura de cien metros. La falange no se movía, sino que mostraba una ligera y gradual desviación a un lado y hacia atrás durante los ocho o nueve días que solía durar su aparición. Pero si su presencia era más o menos fija, las grandes bestias corrían a un ritmo constante de más de treinta kilómetros por hora, surgían como por ensalmo a un extremo de la llanura y desaparecían por el otro con la misma brusquedad.
Nadie sabía de dónde venían, nadie sabía adónde iban. Tenían tanta importancia en la vida de los Lamuellanos, que era como si nadie se atreviera a preguntar. El Anciano Thrashbarg había dicho en una ocasión que, a veces, si se daba una respuesta, podría retirarse la pregunta. Algunos aldeanos afirmaban en privado que ésa era la única muestra de sabiduría que habían oído en la labios de Thrashbarg, y tras un breve debate sobre la materia concluyeron que había sido fruto del azar.
El estrépito de los cascos era tan intenso que resultaba difícil oír nada más.
—¿Qué has dicho?— gritó Arthur.
—He dicho— aulló Ford— que esto quizá pueda servir como una prueba de deriva dimensional.
—¿Y eso qué es?
—Bueno, mucha gente está preocupada porque el espacio-tiempo empieza a resquebrajarse debido a todas las cosas que le están ocurriendo. Hay un montón de mundos donde puede apreciarse cómo grandes extensiones de terreno se han cuarteado y desplazado precisamente por las rutas extrañamente largas o sinuosas que siguen los animales en sus migraciones. Esto podría ser algo así. Vivimos en una extraña época. Sin embargo, a falta de un puerto espacial decente…
—¿Qué quieres decir?— le preguntó Arthur, mirándolo como petrificado.
—¿Qué quieres decir con eso de qué quiero decir?— gritó Ford—. Sabes perfectamente qué quiero decir. Vamos a salir de aquí cabalgando.
—¿Estás proponiendo seriamente que intentemos montar un Animal Completamente Normal?
—Sí. Para ver adónde va.
—¡Nos mataremos! No— se corrigió al momento Arthur—. No nos mataremos. Al menos yo. Ford, ¿has oído hablar alguna vez de un planeta llamado Stavrómula Beta.
—Me parece que no— contestó Ford, frunciendo el ceño. Sacó su destartalado ejemplar de la Guía del autoestopista galáctico y la puso en funcionamiento—. ¿Se escribe de alguna forma rara?
—No lo sé. Sólo lo he oído mencionar, y a alguien que tenía un montón de dientes ajenos. ¿Recuerdas que te hablé de Agrajag?
—¿Te refieres— dijo Ford, después de pensar un momento— a aquel individuo que estaba convencido de que moriría una y otra vez por culpa tuya?
—Sí. Según él, uno de lo sitios donde causaría su muerte era Stavrómula Beta. Por ejemplo, si alguien trata de matarme de un disparo, me agacho y el que resulta alcanzado es Agrajag, o al menos una de sus múltiples reencarnaciones. Al parecer, eso ya ha pasado realmente en algún punto del tiempo, así que supongo que no podré morir hasta haberme agachado en Stavrómula Beta. Sólo que nadie ha oído hablar de ese planeta.
—Hummm.
Ford hizo otra serie de búsquedas en la Guía del autoestopista, pero sin resultado.
—Nada— concluyó.
—Sólo que me parece…, no, nunca he oído hablar de él— concluyó Ford. Sin embargo, se preguntó por qué le sonaba vagamente.
—De acuerdo— convino Arthur—. He visto cómo los cazadores Lamuellanos cazan el Animal Completamente Normal. Si alancean a uno en medio de la manada, simplemente resulta pisoteado, así que tienen que apartarlos uno a uno con algún engaño para luego darles muerte. Es un procedimiento parecido al del torero, sabes, con una capa de colores vivos. El animal te embiste y entonces te apartas y con la capa ejecutas un elegante movimiento de vaivén. ¿Llevas algo parecido a una capa de colores de vivos?
—¿Vale esto?— preguntó Ford, mostrándole su toalla.