18

Arthur se puso en pie de un salto, sobrecogido de miedo, Sería difícil decir de qué estaba más asustado: si de haber hecho daño a la persona sobre la que inadvertidamente se había sentado, o de que la persona sobre la que inadvertidamente se había sentado le hiciera daño a su vez.

La inspección reveló que, después de todo, por el momento no había motivo para alarmarse. Quienquiera que fuese, la persona sobre la que se había sentado estaba inconsciente. Lo que probablemente allanaría bastante el camino hacia la explicación de qué hacía allí tendida. Pero parecía respirar perfectamente. Le tomó el pulso. También estaba bien.

Yacía de costado, medio encogido. Hacía tanto tiempo y estaba tan lejos de la última vez que había suministrado los primeros auxilios, que Arthur no se acordaba de lo que había que hacer. Lo primero, recordó entonces, era disponer de un botiquín de primeros auxilios. Maldita sea.

¿Debía ponerlo de espaldas o no? ¿Y si tenía algún hueso roto? ¿Y si se había tragado la lengua? ¿Y si luego le denunciaba? Pero, aparte de todo, ¿quién era?

En aquel momento, el hombre inconsciente emitió un sonoro gruñido y se puso boca arriba.

Arthur se preguntó si debía…

Lo miró.

Volvió a mirarlo.

Lo miró de nuevo, sólo para estar completamente seguro.

Pese a su creencia de que se sentía más deprimido de lo que jamás estaría, experimenta una terrible sensación de hundimiento.

El hombre volvió a quejarse y abrió despacio los ojos. Tardó un poco en ajustar la visión, luego parpadeó y se puso rígido.

—¡Tú!— exclamó Ford Prefect.

—¡Tú!— exclamó Arthur Dent.

Ford se quejó de nuevo.

—¿Qué necesitas que te explique esta vez?— le preguntó, cerrando los ojos con cierta desesperación.

Cinco minutos después estaba sentado y frotándose la sien, donde tenía un chichón bastante grande.

—¿Quién coño era esa mujer?— inquirió—. ¿Por qué estamos rodeados de ardillas y qué es lo que quieren?

—Las ardillas me han estado molestando toda la noche— contestó Arthur—. Insisten en darme revistas y cosas.

—¿De verdad?— dijo Ford, frunciendo el ceño.

—Y trapos.

Ford reflexionó.

—Ah. ¿Estamos cerca de donde se estrelló tu nave?

—Sí— contestó Arthur, un tanto tenso.

Pues será eso. Puede ocurrir. Los robots de cabina de la nave quedan destruidos. Los cibercerebros que los controlan sobreviven y empiezan a infestar la flora y la fauna de la comarca, Pueden transformar todo un ecosistema en una especie de inútil y abrumadora empresa de servicios que ofrece toallitas calientes y bebidas a los transeúntes. Debería haber una ley que lo prohibiera. Quizá la haya. Probablemente también otra ley que prohibiera que hubiese una ley que prohibiera eso, para que todo el mundo estuviera contento y motivado. Vaya. ¿Qué has dicho?

—He dicho que esa mujer es mi hija.— Ford dejó de frotarse la sien.

—Repítelo.

—He dicho— dijo Arthur en tono resentido— que esa mujer es mi hija.

—No sabía que tuvieras una hija.

—Bueno, posiblemente hay muchas cosas que ignoras de mí. Y ya que lo mencionamos, quizá haya muchas cosas que yo tampoco sepa de mí.

—Vaya, vaya, vaya. ¿Cuándo ocurrió eso, entonces?

No estoy muy seguro.

—Eso ya parece un territorio más familiar— aseguró Ford—. ¿Hay una madre de por medio?

—Trillian.

—¿Trillian? No creía que…

—No. Es un poco enrevesado, ¿entiendes?

—Recuerdo que una vez me dijo que tenía una niña, pero sólo como de pasada. La veo de cuando en cuando. Pero nunca con la niña.

Arthur no dijo nada.

Con cierta perplejidad, Ford empezó a tocarse de nuevo la sien.

—¿Estás seguro de que era tu hija?— preguntó.

—Cuéntame lo que ha pasado.

—Uf. Es una larga historia. Venía a recoger el paquete que envié a tu casa, a mi nombre…

—Bueno, ¿y qué era?

—Creo que puede ser algo inconcebiblemente peligroso.

—¿Y me lo enviaste a mi?— protestó Arthur.

—Al sitio más seguro que se me ocurrió. Pensé que con tu manera de ser podía confiar en que no lo abrirías. En cualquier caso, como he venido de noche no he podido encontrar el pueblo ese. Venía con información bastante general. No he encontrado indicación alguna. Supongo que aquí no tendréis señales ni nada.

—Eso es lo que me gusta de aquí.

—Entonces capté una débil señal de tu viejo ejemplar de la Guía, y localicé su posición pensando que me conduciría hasta ti. Me encontré con que había aterrizado en un bosque. No sabía lo que estaba pasando. Salí de la nave y entonces vi a esa mujer allí de pie. Fui a saludarla cuando de pronto me di cuenta de que tenía eso.

—¿El qué?

—¡Lo que te envié! ¡La nueva Guía! ¡El pájaro! Lo que tú debías tener a buen recaudo, idiota, pero estaba justo encima del hombro de la mujer. Eché a correr hacia ella y entonces me dio una pedrada.

—Ya veo— dijo Arthur—. ¿Y tú qué hiciste?

—Pues me caí al suelo, claro. Quedé muy maltrecho. Ella y el pájaro se dirigieron a mi nave. Y cuando digo mi nave, me refiero a una RW6.

—¿Una qué?

—Una RW6, por amor de Zark. Ahora mantengo grandes relaciones entre mi tarjeta de crédito y el ordenador central de la Guía. Esa nave es increíble, Arthur, es…

—Entonces, una RW6 es una nave espacial, ¿no?

—¡Sí! Es…, bueno, no importa. Mira, entérate por tu cuenta, ¿vale, Arthur? O consulta algún catálogo. A esas alturas estaba muy preocupado. Y medio aturdido, supongo. Estaba de rodillas y sangrando profusamente, así que hice lo único que se me ocurrió, que fue pedirles que por favor, por amor de Zark, no se llevaran mi nave. Les dije: No me dejéis abandonado aquí, en medio de un bosque dejado de la mano de Zark, sin instalaciones sanitarias y con una herida en la cabeza. Podía tener serios problemas, y ella también.

—¿Y qué dijo ella?

—Me dio otra pedrada en la cabeza.

—Me parece que puedo confirmar que era mi hija.

—Una niña muy tierna.

—Hay que conocerla.

—¿Llega a ablandarse?

—No, pero uno llega a saber cuándo agacharse. Ford apoyó la cabeza en las manos y trató de entender las cosas.

El cielo empezaba a clarear por el Oeste, que es por donde salía el sol. Arthur no tenía especial interés en verlo. Después de una noche infernal como aquella, sólo le faltaba que se presentara el puñetero día.

—¿A qué te dedicas en un sitio como éste, Arthur?

—Pues, principalmente, a hacer bocadillos.

—¿Qué?

—Hago, o mejor dicho, hacía bocadillos para una pequeña tribu. En realidad era un poco molesto. Cuando llegué, es decir, cuando me rescataron de los restos de aquella nave espacial de tecnología superavanzada que se había estrellado en su planeta, se portaron muy bien conmigo y pensé que debía ayudarlos un poco. Ya sabes, soy un tipo educado, procedente de una cultura de avanzada tecnología, podía enseñarles algunas cosas. Y por supuesto, fui incapaz. A la hora de la verdad, no tengo la menor idea de cómo funciona nada. No me refiero a los magnetoscopios, que nadie sabe cómo funcionan. Me refiero simplemente a una pluma, un pozo artesiano o algo así. Ni puñetera. No podía remediarlo. Un día me dio la depre y me hice un bocadillo. Todos se quedaron boquiabiertos. Nunca habían visto nada igual. Era una idea que jamás se les había ocurrido, y da la casualidad de que a mí me encanta hacer bocadillos, así que todo surgió de ahí.

—¿Y a ti te gustaba eso?

—Pues sí. En cierto modo, creo que sí. Disponer de un buen juego de cuchillos, esas cosas.

—¿Y no te pareció, por ejemplo, agotadora, fulminante, pasmosa, cargantemente aburrido?

—Pues, bueno, no. En realidad, no era cargantemente aburrido.

—Qué raro. A mí me lo habría parecido.

—Bueno, supongo que tenemos diferentes puntos de vista.

—Sí.

—Como los pájaros pikka.

Ford no tenía ni idea de a qué se refería, y no se molestó en averiguarlo. En cambio, le preguntó:

—Entonces, ¿cómo coño salimos de aquí?

—Pues creo que lo más sencillo es seguir valle abajo hasta la llanura, lo que probablemente nos llevará una hora, y luego dar un rodeo desde allí. No creo que soportara volver por el mismo sitio.

—¿Dar un rodeo hacia dónde?

—Pues hacia el pueblo, supongo— contestó Arthur, suspirando con cierta desesperación.

—¡No quiero ir a ningún jodido pueblo!— replicó Ford—. ¡Tenemos que salir de aquí!

—¿Adonde? ¿Cómo?

—No sé, dímelo tú. ¡Tú vives aquí! Tiene que haber algún medio de salir de este zarkoniano planeta.

—Pues no sé. ¿Tú qué sueles hacer? Quedarte a esperar tranquilamente alguna nave espacial, supongo.

—¿Ah, sí? ¿Y cuántas naves espaciales han visitado recientemente este nido de pulgas olvidado de Zark?

—Pues hace unos años la mía se estrelló aquí por equivocación. Luego, vino, humm, Trillian, luego el paquete, y ahora tú, y…

—Sí, bueno, ¿y aparte de los sospechosos habituales?

—Pues, bueno, creo que nadie, que yo sepa. Por aquí hay mucha tranquilidad.

Como para demostrarle que estaba equivocado, se oyó retumbar un trueno, largo y lejano.

Ford se puso precipitadamente en pie y echó a andar de un lado para otro bajo la tenue y penosa luz del amanecer, que veteaba el cielo como si alguien hubiera arrastrado un trozo de hígado por él.

—No comprendes lo importante que es esto.

—¿Cómo? ¿Te refieres a mi hija, ahí sola en la Galaxia? ¿Crees que yo no…?

—¿No podemos lamentarnos de la Galaxia después?— le interrumpió Ford—. Esto es muy, pero que muy serio en realidad. Han absorbido a la Guía. La han vendido.

—¡Ah, sí, muy serio!— exclamó Arthur, levantándose de un salto—. ¡Infórmame ahora mismo, por favor, de las actividades de las compañías editoriales! ¡No te imaginas lo mucho que he pensado en eso últimamente!

—¡No lo entiendes! ¡Han hecho una Guía nueva!

—¡Ah!— gritó Arthur de nuevo—. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡La emoción me vuelve incoherente! Estoy impaciente por conocer los aeropuertos espaciales más interesantes para aburrirse mientras se deambula por algún núcleo globular del que jamás haya oído hablar. Por favor, ¿podemos ir ahora mismo a una tienda que ya la tenga?

Ford entornó los ojos.

—Eso es lo que llamas sarcasmo, ¿verdad?

—Sabes lo que creo que es?— aulló Arthur—. ¡Me parece que podría ser una cosa verdaderamente absurda que se cuela superficialmente en mi forma de hablar! ¡He tenido una noche jodidamente mala, Ford! ¿Podrías tenerlo en cuenta mientras se te ocurren otras fascinantes bagatelas con que fastidiarme como si me lanzaras un lapo?

—¡ntenta descansar— repuso Ford—. Necesito pensar.

—¿Por qué necesitas pensar? ¿Por qué no podemos sentarnos un rato a hacer buredumburedumburedum con los labios? ¿O babear tranquilamente unos minutos con la lengua colgando un poco hacia la izquierda? ¡No lo soporto, Ford! Ya no aguanto más eso de pensar para tratar de solucionar las cosas. Quizá creas que lo único que hago es dar gritos…

—No se me ha ocurrido, en realidad.

—¡…pero lo digo en serio! ¿Qué sentido tiene? Partimos de la base de que cada vez que hacemos algo conocemos sus consecuencias, es decir, las que más o menos pretendemos provocar. Y eso no siempre es acertado. ¡Sino un imprudente, absurdo, ridículo, avieso y absolutamente lamentable error!

—Ésa es exactamente mi opinión.

—Gracias— dijo Arthur, volviendo a sentarse—. ¿Cómo?

—Ingeniería temporal inversa.

Arthur se llevó las manos a la cabeza y la movió despacio de un lado a otro.

—¿Hay forma humana— se lamentó— de que pueda impedirte que me expliques lo que es esa puñetera ingeniería inversa de mierda?

—No— replicó Ford— , porque tu hija está envuelta en eso y es algo tremendamente serio.

Hubo una pausa en la que resonó un trueno.

—De acuerdo— dijo Arthur—. Explícamelo.

—Me tiré por la ventana de un piso alto de un edificio de oficinas.

—¡Ah!— exclamó Arthur, animándose—. ¿Y por qué no lo haces otra vez?

—Ya lo hice.

—Humm— dijo Arthur, decepcionado—. Está claro que no sirvió de nada.

—La primera vez logré salvarme por la más asombrosa— lo digo con toda modestia— y fabulosa muestra de ingenio, reflejos mentales, agilidad, fantástico juego de pies y autosacrificio.

—¿Qué fue lo del autosacrificio?

—Tiré la mitad de un par de zapatos muy queridos y, según me temo, irreemplazables.

—¿Y por qué lo llamas autosacrificio?

—¡Porque eran míos!— repuso Ford, picado.

—Creo que tenemos diferente escala de valores.

—Bueno, la mía es mejor…

—Eso es según tu…, bueno, no importa. Así que, después de salvarte una vez con mucho ingenio, fuiste y volviste a saltar. No me digas por qué, te lo ruego. Sólo cuéntame lo que pasó, si es que no hay más remedio.

—Caí directamente en la cabina abierta de un coche a reacción que pasaba por allí y cuyo piloto acababa de tocar accidentalmente el botón expulsor cuando sólo pretendía cambiar de banda en el estéreo. Pero ni a mí se me ocurre que eso fuese un gesto de inteligencia por mi parte.

—Bueno, pues no sé— comentó Arthur en tono cansado—. Supongo que la noche anterior te introducirías a escondidas en ese coche a reacción y pusiste en funcionamiento la banda que menos le gustaba al piloto o algo así.

—No, no lo hice— aseguró Ford

—Sólo me aseguraba.

Pero por extraño que parezca, alguien lo hizo. Y ése es el quid de la cuestión. La cadena y las ramificaciones de coincidencias y acontecimientos cruciales pueden rastrearse hasta el infinito. Resultó que había sido la nueva Guía. Ese pájaro.

—¿Qué pájaro?

—¿Es que no lo has visto?

—No

—Ah. Es algo mortífero. Es bonito, dice elevadas palabras y disuelve configuraciones de onda de manera selectiva, a voluntad.

—¿Qué quiere decir eso?

—Ingeniería temporal inversa.

—Ah— dijo Arthur—. Pues, claro.

—La cuestión es, ¿para quién lo hace realmente?

—Pues resulta que tengo un bocadillo— dijo Arthur, rebuscándose en el bolsillo ¿Quieres un poco?

—Sí, venga.

Me temo que está un poco húmedo y reblandecido.

—No importa.

Comieron un poco.

—En realidad está muy bueno— comentó Ford—. ¿Qué carne es?

—Animal Completamente Normal.

—Nunca me he tropezado con ese bicho. Así que la cuestión es— prosiguió Ford— , ¿para quién está actuando el pájaro? ¿Qué es lo que persiguen realmente?

—Mmmm— murmuró Arthur sin dejar de comer.

—Cuando encontré el pájaro— continuó Ford— , tras una serie de coincidencias que son interesantes por sí mismas, la criatura hizo la más fantástica exhibición de pirotecnia multidimensional que hubiera visto jamás. Luego dijo que ponía sus servicios a mi disposición en mi universo. Le di las gracias y le contesté que no, gracias. Repuso que lo haría de todas formas, me gustase o no. Yo le dije que se atreviera a intentarlo, él contestó que lo haría y que, en realidad, ya lo había hecho. Le dije que ya lo veríamos, y él me aseguró que sí, que lo veríamos. Entonces fue cuando decidí empaquetarlo y sacarlo de allí. Así que te lo envié, por simple precaución.

—¿Ah, sí? ¿De quién?

—No importa. Luego, a la vista de unas cosas y otras, consideré prudente tirarme otra vez por la ventana, ya que en aquel momento no tenía más opción. Afortunadamente el coche a reacción pasaba por allí, si no habría tenido que recurrir de nuevo a la rapidez mental, al ingenio, a la agilidad, quizá al otro zapato o, en caso de fallar todo eso, al suelo. Pero aquello significaba que, me gustara o no, la Guía estaba, bueno, trabajando para mí, y eso era muy preocupante.

—¿Por qué?

—Porque si está a tu disposición, te crees que trabaja para ti. Todo me resultó maravillosamente fácil a partir de entonces, justo hasta el momento en que me encontré a la mocosa con la piedra, y luego, paf, ya soy historia. Estoy fuera de onda.

—¿Te refieres a mi hija?

—Con la mayor cortesía posible. Es la próxima en la cadena que pensará que todo le va fabulosamente. Podrá sacudir en la cabeza a quien le apetezca con trozos de paisaje, todo le saldrá a pedir de boca hasta que haya hecho lo que tenga que hacer y después todo terminará para ella también. ¡Se trata de ingeniería temporal inversa, y está claro que nadie ha comprendido lo que se estaba desencadenando!

—Como yo, por ejemplo.

—¿Qué? Venga, Arthur, despiértate. Mira, déjame intentarlo otra vez. La nueva Guía se ha creado en los laboratorios de investigación. Utiliza la nueva tecnología de Percepción Sin Filtros. ¿Sabes lo que significa eso?

—¡Oye, que yo he estado haciendo bocadillos, por amor de Bob!

—¿Quién es Bob?

—Olvídalo. Continúa.

—La Percepción Sin Filtros significa que se percibe todo. ¿Entiendes? Yo no percibo nada. Tú no percibes nada. Tenemos filtros. La nueva Guía no posee filtro sensorial alguno. Percibe todo. Técnicamente no era una idea complicada. Sólo era cuestión de no incluir algunas cosas. ¿Comprendes?

—¿Por qué no me limito a decir que sí lo comprendo, para que tú puedas seguir a pesar de todo?

—De acuerdo. Ahora bien, como el pájaro es capaz de percibir cualquier universo posible, podrá estar presente en todos los universos posibles, ¿no?

—S… i… í. Ah.

—De manera que lo que ocurre es que los tipos de los departamentos de mercadotecnia y contabilidad dicen: Pero es estupendo, ¿no significa eso que sólo tenemos que fabricar una unidad y venderla una cantidad infinita de veces? ¡No me mires con los ojos bizcos, Arthur, así es como piensan los contables!

—Es una idea muy inteligente, ¿verdad?

—¡No! Es fantásticamente absurda. Mira, el aparato no es más que una pequeña Guía. Tiene una cibertecnología muy adelantada, pero como también dispone de Percepción Sin Filtros, el menor movimiento tiene el poder de un virus. Puede propasarse a través del espacio, del tiempo y de un millón de otras dimensiones. Todo puede concentrarse en cualquier parte de cualquiera de los universos en los que nos movemos tú y yo. Su poder es recurrente. Piensa en un programa informática. En algún sitio tiene una instrucción clave, y todo lo demás no son más que funciones que se llaman a sí mismas, o corchetes que se extienden interminablemente por un espacio direccional infinito. ¿Qué ocurre cuando los corchetes se disuelven? ¿Cuál es el definitivo «fin de cláusulas hipotéticas»? ¿Tiene algún sentido todo esto? ¿Arthur?

—Disculpa, me he quedado traspuesto un momento. Algo del Universo, ¿no?

—Algo del Universo, sí— dijo Ford en tono cansado. Volvió a sentarse—. Muy bien. A ver qué te parece esto. ¿Sabes a quiénes me pareció ver en las oficinas de la Guía? A los vogones. Ah. Veo que por fin he dicho una palabra que entiendes.

Arthur se puso en pie de un salto.

—Ese ruido— dijo.

—¿Qué ruido?

—El trueno.

—¿Qué pasa con él?

—No es un trueno. Es la migración de primavera de los Animales Completamente Normales. Ya ha empezado.

—¿Qué son esos animales en los que tanto insistes?

—No insisto en ellos. Sólo hago bocadillos con sus tajadas.

—¿Por qué se llaman Animales Completamente Normales? Arthur se lo explicó.

No era muy frecuente que Arthur tuviese la satisfacción de ver a Ford con los ojos desencajados de asombro.