15

El primer mes, que emplearon en conocerse el uno al otro, fue un poco difícil.

El segundo mes, en que intentaron asimilar los descubrimientos del primer mes, fue mucho más fácil.

El tercer mes, cuando llegó el paquete, fue verdaderamente muy delicado.

Al principio, fue un problema hasta tratar de explicar qué era un mes. En Lamuella, para Arthur había sido una cuestión sencilla y agradable. El día duraba algo más de veinticinco horas, lo que fundamentalmente suponía una hora más en la cama todos los días y, naturalmente, poner sistemáticamente en hora el reloj, cosa que a Arthur le encantaba hacer.

Además se sentía en casa con el número de soles y lunas que tenía Lamuella— uno de cada-, a diferencia de otros planetas a los que había ido a parar de vez en cuando, que tenían una cantidad ridícula de ellos.

El planeta tardaba trescientos días en completar la órbita de su único sol, y ese número estaba muy bien porque significaba que el año no se alargaba demasiado. La luna giraba en torno a Lamuella unas nueve veces al año, con lo que un mes tenía algo más de treinta días, lo que era absolutamente perfecto porque le daba a uno un poco más de tiempo para hacer las cosas. No es que se pareciese simplemente a la Tierra, sino que en realidad era mejor.

Por su parte, Random creía estar atrapada en una pesadilla recurrente. Tenía accesos de llanto y pensaba que la luna quería cogerla. Allí la tenía todas las noches, y luego, cuando desaparecía, salía el sol y la perseguía. Una y otra vez.

Trillian le había advertido de que Random podría tener ciertas dificultades para habituarse a una vida más regular de la que había llevado hasta entonces, pero en realidad Arthur no estaba preparado para ladrar a la luna.

No estaba preparado para nada de aquello, por supuesto.

¿Su hija?

¿Su hija? Trillian y él nunca habían ni siquiera… ¿nunca?. Tenía la absoluta seguridad de que lo hubiese recordado. ¿Y qué pasaba con Zaphod?

—No es la misma especie, Arthur— le contestó Trillian—. Cuando decidí tener un hijo me hicieron toda clase de pruebas genéticas y sólo encontraron una pareja que me fuese bien. No caí en la cuenta hasta más tarde. Lo comprobé y tenía razón. Normalmente no les gusta decirlo, pero yo insistí.

—¿Quieres decir que fuiste a un banco de ADN?— preguntó Arthur, con los ojos saltones.

—Sí. Pero la niña no salió tan al azar como su nombre indica, porque desde luego tú eras el único homo sapiens donante. Aunque debo añadir que, según parece, volabas con muchísima frecuencia.

Arthur miraba con los ojos en blanco a la niña de infeliz aspecto que, en una postura desgarbada, le miraba tímidamente desde el marco de la puerta.

—Pero ¿cuándo… cuánto tiempo…?

—¿Te refieres a qué edad tiene?

—Sí.

—La que no debiera.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no tengo ni idea.

—¿Cómo?

—Bueno, pues según mis cálculos creo que la tuve hace unos diez años, pero está claro que es mucho mayor. Me paso la vida yendo hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, ¿sabes? El trabajo. Solía llevarla conmigo cuando podía, pero no siempre era posible. Luego la dejaba en guarderías de zonas temporales, pero ya no te puedes fiar de cómo calculan el tiempo. Las dejas por la mañana y sencillamente no tienes ni idea de la edad que tendrán por la tarde. Te quejas hasta desgañitarte pero no consigues nada. Una vez la dejé unas horas en uno de esos sitios y cuando volví ya había pasado la pubertad. He hecho lo que he podido, Arthur, ahora te toca a ti. Tengo que cubrir una guerra.

Los diez segundos que pasaron tras la marcha de Trillian fueron los más largos de la vida de Arthur Dent. El tiempo, como sabemos, es relativo. Se puede hacer un viaje espacial de ida y vuelta que dure años luz, pero si se va a la velocidad de la luz al volver se puede haber envejecido simplemente unos segundos mientras tu hermano o hermana gemela habrá envejecido veinte, treinta, cuarenta o los años que sean, depende de lo lejos que se haya viajado.

Eso puede causar una profunda conmoción personal, sobre todo si uno ignora que tiene un hermano gemelo. Los segundos que se ha estado ausente no bastarán para prepararle a uno al sobresalto de la vuelta, cuando se vea ante una familia nueva y extrañamente aumentada.

Diez segundos de silencio no fue tiempo suficiente para que Arthur volviera a rehacer toda la idea que tenía de sí mismo y de su vida para incluir de pronto en ella a una hija de cuya mera existencia no había tenido el menor indicio de sospecha al levantarse por la mañana. Unos lazos familiares profundos y efectivos no pueden establecerse en diez segundos, por muy lejos y muy deprisa que se viaje en busca de ellos, y Arthur no pudo menos que sentirse incapaz, perplejo y aturdido mientras miraba a la niña, que seguía de pie en la puerta con la vista fija en el suelo de su casa.

Suponía que no tenía sentido hacer como si no se sintiera incapaz.

Se acercó a ella y la abrazó.

—No te quiero— le dijo—. Lo siento. Ni siquiera te conozco todavía. Pero dame unos minutos.

Vivimos en una época extraña.

También vivimos en sitios extraños: cada uno en su propio universo. La gente con quien poblamos nuestros universos son sombras de otros mundos que se cruzan con el nuestro. El hecho de advertir esa pasmosa complejidad del infinito retorno y decir cosas como: «¡Ah, hola, Ed! Qué moreno estás. ¿Cómo está Carol?», requiere una buena dosis de trascendencia, capacidad que todos los seres conscientes han de desarrollar con objeto de protegerse a sí mismos de la contemplación del caos por el que tropiezan y caen. Así que déle a su hijo una oportunidad, vale?

Fragmento de Paternidad práctica en un universo fractalmente enloquecido

—¿Qué es esto?

Arthur casi había renunciado. Es decir, no iba a renunciar. No abandonaría de ninguna manera. Ahora no. Ni nunca.

Pero si hubiera sido de las personas que renuncian, ése era probablemente el momento en que lo hubiera hecho.

No satisfecha con ser arisca, tener mal genio, querer marcharse a jugar a la era paleozoica, no comprender por qué tenían puesta la gravedad todo el tiempo y gritar al sol para que dejara de perseguirla, Random además había utilizado el cuchillo de trinchar de Arthur para arrancar piedras del suelo y lanzarlas contra los pájaros pikka por mirarla de aquel modo.

Arthur ni siquiera sabía si en Lamuella había habido era paleozoica. Según el Anciano Thrashbarg, el planeta se había descubierto plenamente formado en el ombligo de un gigantesco tijereta un viernes a las cuatro y media de la tarde, y pese a que Arthur, curtido viajero galáctico con buenas notas en Física y Geografía, albergaba sobre ello dudas bastante serias, discutir con el Anciano Thrashbarg era más bien una pérdida de tiempo y nunca había tenido mucho sentido.

Suspiró mientras acariciaba el cuchillo torcido y mellado. Iba a quererla aunque le costara la vida, a él, a ella o a los dos. No era fácil ser padre. Era consciente de que nadie había dicho nunca que fuese fácil, pero no se trataba de eso porque en primer lugar él nunca había pedido ser padre.

Hacía lo que podía. Pasaba con ella cada momento que podía sustraer a los bocadillos, hablaba, se sentaba con ella en la colina para ver la puesta de sol sobre el valle en que se asentaba el pueblo, intentando averiguar cosas de su vida, tratando de explicarle la suya. Tarea difícil. Lo que tenían en común, aparte del hecho de tener genes casi idénticos, era del tamaño de un guijarro. O mejor dicho, la divergencia de sus puntos de vista equivalía a la diferencia de tamaño entre Trillian y ella.

—¿Qué es esto?

De pronto comprendió que le estaba hablando y él no se había dado cuenta. O más bien no había reconocido su voz.

En lugar de dirigirse a él en su tono habitual, amargo y truculento, le estaba haciendo una simple pregunta.

Volvió la cabeza, sorprendido.

Estaba sentada en un taburete en un rincón de la cabaña, en aquella postura suya de hombros encogidos, rodillas juntas, pies extendidos hacia afuera, con el pelo negro colgándole sobre la cara mientras miraba algo que tenía entre las manos.

Con cierto nerviosismo, Arthur se acercó a ella.

Sus cambios de humor eran imprevisibles, pero hasta entonces todos habían oscilado entre distintos tipos de mal genio. Crisis de amarga recriminación daban paso sin previo aviso a un absoluto desprecio de sí misma, seguido de largos accesos de sombría desesperación marcados por repentinos actos de absurda violencia contra objetos inanimados y exigencias de que fueran a clubs electrónicos.

En Lamuella no sólo no había clubs electrónicos, sino que no había clubs de ninguna clase ni, en realidad, tampoco electricidad. Había una fragua y una panadería, unos cuantos carros y un pozo, pero aquél era el nivel más alto de la técnica lamuellana, y una buena parte de los inextinguibles accesos de cólera de Random iba dirigida contra el atraso absolutamente incomprensible del planeta.

Cogía televisión Sub-Etha en un diminuto Panel-O-Flex que le habían implantado quirúrgicamente en la muñeca, pero eso no la animaba lo más mínimo porque no daban más que noticias demenciales y apasionantes de cosas que ocurrían en cualquier otra parte de la Galaxia menos allí. También le daba frecuentes noticias de su madre, que la había abandonado para cubrir alguna guerra que, según parecía ahora, jamás había ocurrido, o al menos que había salido muy mal en algún sentido por falta de una adecuada recopilación de datos. Además, le daba acceso a montones de programas de espectaculares aventuras con toda clase de naves espaciales fantásticamente lujosas que se estrellaban unas contra otras.

Los aldeanos estaban completamente hipnotizados por aquellas maravillosas imágenes que le salían de la muñeca. Sólo una vez habían visto estrellarse a una nave espacial, y había sido algo tan aterrador, violento y espantoso, y había producido tan horribles estragos, incendios y muertes que, estúpidamente, no comprendían que se trataba de un pasatiempo.

El Anciano Thrashbarg se quedó tan pasmado que en seguida vio a Random como emisaria de Bob, pero muy poco después decidió que en realidad había sido enviada para probar su fe, si no su paciencia. También estaba alarmado por el número de accidentes de naves espaciales que debía incorporar a sus historias religiosas si es que quería antener la atención de los aldeanos para que no se precipitaran continuamente a ver la muñeca de Random.

En aquel momento, Random no se miraba la muñeca, que estaba apagada. Sin decir nada, Arthur se puso en cuclillas a su lado para ver qué estaba mirando.

Era su reloj. Se lo había quitado para ir a ducharse en la cascada del pueblo, Random lo había encontrado y trataba de averiguar para qué servía.

—Sólo es un reloj— le explicó—. Sirve para saber la hora.

—Ya lo sé— repuso ella—. Pero a pesar de que no dejas de manipularlo, sigue sin decirte la hora exacta. Ni siquiera de forma aproximada.

Descubrió la ventanilla de lectura del panel de la muñeca, que automáticamente mostró la hora local. El panel de su muñeca se había dedicado tranquilamente a medir la gravedad y el impulso orbital del planeta, observando la situación del sol y siguiendo su trayectoria celeste, todo ello a los pocos minutos de la llegada de Random a Lamuella. Luego recogió rápidamente datos del entorno para averiguar las convenciones de medida locales y volver a programarse de forma adecuada. Hacía esas cosas continuamente, lo que era especialmente valioso si se emprendían muchos viajes tanto en el tiempo como en el espacio.

Random frunció el ceño ante el reloj de su padre, que no hacía nada de aquello.

Arthur le tenía mucho cariño al reloj. Era mejor del que él hubiera podido adquirir jamás. Se lo había regalado en su vigesimosegundo cumpleaños un padrino rico y abrumado de sentimientos de culpa que hasta entonces se había olvidado de todos sus aniversarios, aparte de no acordarse ni de su nombre. Decía el día, la fecha, las fases de la luna; tenía las palabras «Para Albert en su vigesimoprimer cumpleaños» grabadas en la abollada y arañada parte de atrás en letras que aún eran visibles.

El reloj había pasado en los últimos años por multitud de pruebas, la mayoría de las cuales ni entraban en la garantía. Claro que él no pensaba que la garantía mencionase especialmente que el reloj sólo era exacto dentro del particular campo gravitatorio y magnético de la Tierra, y siempre que el día tuviese veinticuatro horas y el planeta no estallase y esas cosas. Eran suposiciones tan fundamentales que hasta los juristas las habrían pasado por alto.

Afortunadamente, el reloj era de cuerda, o al menos de cuerda automática. En ninguna parte de la Galaxia habría encontrado pilas del tamaño, dimensiones y especificaciones de potencia que eran perfectamente normales en la Tierra.

—¿Y qué son todos esos números?— preguntó Random.

Arthur le cogió el reloj.

—Los números del borde de la esfera indican las horas. En la ventanita de la derecha dice ju, que significa jueves, y ese número catorce quiere decir que hoy es el 14 de MAYO, mes que aparece en esta otra ventanita de aquí.

—Y esa ventanita semicircular de ahí arriba te dice las fases de la luna. En otras palabras, te indica qué parte de la luna está iluminada de noche por el sol, lo que depende de las respectivas posiciones del Sol, de la Luna y, bueno…, de la Tierra.

—La Tierra— repitió Random.

—Sí.

—Y de ahí eres tú, y mami también.

—Sí.

Random cogió el reloj de nuevo y volvió a mirarlo, claramente desconcertada por algo. Luego se lo llevó a la oreja y lo escuchó asombrada.

—¿Qué es ese ruido?

—El tictac. La maquinaria que hace andar al reloj. Se llama mecanismo de relojería. Se compone de una serie de ruedecillas dentadas y muelles entrelazados que hacen girar las manecillas a la velocidad justa para que indiquen las horas, los minutos, los días, etcétera.

Random continuó mirándolo.

—Hay algo que te tiene perpleja. ¿Qué es?— preguntó Arthur.

—Sí— contestó Random, al cabo—. ¿Por qué es todo de metal?

Arthur propuso dar un paseo. Pensaba que debían hablar de algunas cosas y parecía que Random, si no precisamente dócil y bien dispuesta, al menos por una vez no gruñía.

Desde el punto de vista de Random, eso también era muy extraño. No es que pretendiera ser difícil porque sí, sino que no sabía ser de otra manera.

¿Quién era aquel individuo? ¿Qué era esa vida que ella debía llevar? ¿Y qué era aquel universo que no dejaba de entrarle por los ojos y los oídos? ¿Para qué era? ¿Qué pretendía?

Había nacido en una nave espacial que iba de alguna parte a otro sitio, y cuando tenía que ir a otro sitio, ese otro sitio resultaba ser simplemente alguna parte de la cual había que volver a ir a otro sitio, y así sucesivamente.

Para ella era normal suponer que estaba en otro sitio. Era normal pensar que estaba en el sitio menos indicado.

No se daba cuenta de que sentía eso porque eso era lo único que siempre había sentido, igual que nunca le parecía extraño que en casi todos los sitios adonde iba necesitara llevar pesos o trajes antigravedad, y normalmente también algún aparato especial para respirar. Los únicos sitios en que se encontraba a gusto eran mundos que uno concebía para habitarlos personalmente: realidades virtuales en los clubs electrónicos. Jamás se le había ocurrido que el Universo real era algo donde se podía encajar de verdad.

Y eso incluía aquel sitio llamado Lamuella, donde su madre la había dejado tirada. Y también a aquella persona que le había otorgado el precioso y mágico don de la vida a cambio de un asiento mejor y más caro. Menos mal que había resultado ser muy amable y simpático, pues si no habría habido lío. De los buenos. En el bolsillo llevaba una piedra especialmente afilada con la que podía dar un montón de problemas.

Puede ser muy peligroso ver las cosas bajo el punto de vista de otros sin el adecuado entrenamiento.

Se sentaron en el sitio que más le gustaba a Arthur, en la ladera que daba al valle. El sol iba a ponerse sobre el pueblo.

Lo que a Arthur no le gustaba tanto era mirar un poco más allá, al siguiente valle, donde un surco profundo, negro y desolado indicaba el lugar del bosque donde se había estrellado su nave. Pero quizá era por eso por lo que seguía yendo allí. El frondoso y ondulado paisaje de Lamuella podía contemplarse desde muchos sitios, pero Arthur se sentía atraído por aquél, con su insistente sombra de miedo y dolor acechando justo en el límite de su visión.

Nunca había vuelto desde que lo sacaron de los restos de la nave.

Ni volvería.

No podría soportarlo.

En realidad, intentó volver al día siguiente, aún atontado y con la cabeza dándole vueltas por la conmoción. Tenía una pierna y varias costillas rotas, aparte de algunas quemaduras serias, y aunque no pensaba de forma coherente insistió en que los aldeanos le llevaran, lo que ellos hicieron no sin cierta inquietud. Pero no logró llegar al sitio exacto donde la tierra ardió y se disolvió, y finalmente, cojeando, se alejó para siempre del horror.

Pronto corrió el rumor de que toda la zona estaba encantada, y desde entonces nadie se aventuró hasta allá. La comarca estaba llena de magníficos y deliciosos valles verdes, no tenía sentido dirigirse a uno que causaba tanta zozobra. Que el pasado se ocupara del pasado y que el presente siguiese su camino hacia el futuro.

Random mecía el reloj entre las manos, volviéndolo despacio para dejar que los largos rayos del sol poniente arrancaran cálidos destellos a los rasguños y arañazos del grueso cristal. La fascinaba ver el recorrido de la fina manilla del segundero. Siempre que describía un círculo completo, la más larga de las otras dos manecillas se situaba en la siguiente de las sesenta pequeñas divisiones que rodeaban la esfera. Y cuando la manilla larga completaba su propio círculo, la pequeña se adelantaba al siguiente número.

—Hace una hora que lo estás mirando— observó Arthur.

—Lo sé— repuso ella—. Una hora es cuando la manecilla grande ha recorrido un círculo completo, ¿no?

—Eso es.

—Entonces lo llevo mirando desde hace una hora y diecisiete… minutos.

Sonrió con un placer hondo y enigmático y se movió un poco, lo justo para apoyarse ligeramente contra el brazo de su padre. Arthur sintió que se le escapaba un pequeño suspiro que le reptaba por el pecho desde hacía semanas. Sintió deseos de rodear los hombros de su hija con el brazo, pero pensó que aún era demasiado pronto y que ella se apartaría. Sin embargo, algo estaba haciendo efecto. Algo se ablandaba en el interior de Random. El reloj tenía para ella un significado como nada lo había tenido en su vida hasta ahora. Arthur no estaba seguro todavía de haber comprendido realmente lo que era, pero estaba profundamente contento y aliviado de que algo hubiera hecho mella en ella.

—Explícamelo otra vez— le pidió Random.

—No tiene nada de especial— contestó Arthur—. El mecanismo de relojería es algo que se fue desarrollando a lo largo de cientos de años…

—Años terrestres.

—Sí. Se fue haciendo cada vez más fino y complejo. Era un trabajo delicado que requería un alto grado de especialización. Tenía que ser muy pequeño y seguir funcionando con precisión por mucho que se moviera o se cayese.

—Pero ¿sólo en un planeta?

—Bueno, allí es donde se inventó, ¿entiendes? Nunca se pensó que pudiera llevarse en otra parte y que funcionase en diferentes soles, lunas, campos magnéticos y esas cosas. Quiero decir que ese reloj todavía marcha perfectamente bien, pero eso no significa mucho tan lejos de Suiza.

—¿De dónde?

—Suiza. Ahí es donde los hacían. Un país pequeño y montañoso. Aburridamente limpio. La gente que los fabricaba no sabía que hay otros mundos.

—Qué cosa tan tremenda, no saberlo.

—Pues, sí.

—¿Y de dónde era esa gente?

—La gente, es decir, nosotros…, nos desarrollamos allí, como si dijéramos. Evolucionamos en la Tierra. No sé a partir de dónde, del barro o algo así.

—Como este reloj.

—Humm. No creo que el reloj se formara del barro.

—¡No entiendes!

Random se puso en pie de un salto, gritando.

—¡No entiendes! ¡No me entiendes, no entiendes nada! ¡Te odio por ser tan estúpido!

Echó a correr frenéticamente colina abajo, sin soltar el reloj y gritando que le odiaba.

Arthur se incorporó bruscamente, sorprendido y sin saber qué hacer. Echó a correr tras ella por la alta y tupida hierba. Le resultaba difícil y penoso. En el accidente se rompió una pierna que no se le soldó bien porque no había sido una fractura limpia. Daba traspiés y respingos al correr.

Random se dio la vuelta de pronto y se encaró con él, el semblante ensombrecido de cólera.

—¡No ves que esto es de algún sitio!— gritó, blandiendo el reloj—. ¡De algún sitio donde funciona! ¡De algún sitio donde encaja!

Se dio la vuelta de nuevo y siguió corriendo. Estaba en forma y era ligera de pies. Arthur no era ni remotamente capaz de seguirle el paso.

No era que no esperase que ser padre fuera tan difícil, sino que no esperaba ser padre en absoluto, sobre todo en un planeta extraño y de forma tan repentina e inesperada.

Random se volvió a gritarle otra vez. Por alguna razón, siempre se paraba para hacerlo.

—¿Quién te crees que soy?— preguntó con rabia—. ¿Tu billete de primera clase? ¿Por quién supones que me tomaba mamá? ¿Por un billete para la vida que no tenía?

—No sé qué quieres decir con eso— contestó Arthur, jadeante y lleno de dolores.

—¡Tú no sabes lo que nadie quiere decir con nada!

—¿Qué quieres decir?

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!.

—¡Dímelo! ¡Dímelo, por favor! ¿Qué quiere decir ella con eso de la vida que no tuvo?

—¡Deseaba haberse quedado en la Tierra! ¡Se arrepentía de haberse largado con el imbécil de Zaphod, ese estúpido subnormal! ¡Cree que su vida habría sido diferente!

—¡Pero entonces habría muerto!— objetó Arthur—. ¡Habría muerto cuando destruyeron el mundo!

—Eso habría sido una vida diferente, ¿no?

—Eso es…

—¡No tenía que haberme tenido! ¡Me odia!

—¡Eso no lo dices en serio! Cómo es posible que alguien, humm, quiero decir…

—Me tuvo porque yo estaba destinada a hacer que las cosas le fueran bien. Ése era mi cometido. ¡Pero a mí me fueron aún peor que a ella! Así que se ha deshecho de mí para continuar con su absurda vida.

—¿Qué hay de absurdo en su vida? Tiene un éxito fabuloso, ¿no? Se mueve por todo el tiempo y el espacio, en todas las redes de televisión Sub-Etha…

—¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido!

Random se volvió y echó a correr de nuevo. Arthur no pudo seguirla y acabó sentándose un poco para calmar el dolor de la pierna. En cuanto al tumulto que tenía en la cabeza, no tenía la menor idea de qué hacer.

Una hora después entró renqueando en el pueblo. Estaba oscureciendo. Los aldeanos con los que se cruzaba lo saludaban, pero había en el aire una sensación de nerviosismo, de no saber exactamente qué pasaba ni de qué hacer al respecto. Habían visto al Anciano Thrashbarg tirarse de la barba y mirar a la luna durante bastante tiempo, y eso tampoco era buena señal.

Arthur entró en su cabaña.

Random estaba en silencio, encogida sobre la mesa.

—Lo siento— dijo—. Lo siento mucho.

—Está bien— repuso Arthur en el tono más suave que pudo—. No viene mal tener…, bueno, una pequeña charla. Hay tantas cosas que tenemos que conocer y entender el uno del otro, y la vida no es…, bueno, no todo es té y bocadillos…

—Lo siento tanto— repitió Random entre sollozos.

Arthur se acercó a ella y le rodeó los hombros con el brazo. Ella no se resistió ni se apartó. Entonces vio Arthur qué era lo que tanto sentía.

En el círculo de luz arrojado por un quinqué lamuellano yacía el reloj de Arthur. Random había forzado la tapa trasera con el cuchillo de untar la mantequilla, y todas las ruedecillas dentadas, los muelles y palancas estaban desperdigados en una caótica confusión justo en el sitio donde los había estado manipulando.

—Sólo quería ver cómo funcionaba— explicó Random— , cómo encajaba todo. ¡Lo siento tanto! No sé volver a montarlo. Lo siento, lo siento, lo siento. No sé qué hacer. ¡Haré que lo arreglen! ¡De verdad! ¡Lo llevaré a arreglar!

Al día siguiente apareció Thrashbarg y empezó a decir toda clase de cosas sobre Bob. Trató de ejercer una influencia conciliadora invitando a Random a recrearse la mente en el inefable misterio de la tijereta gigante, pero Random replicó que no existían tijeretas gigantes y Thrashbarg se quedó muy parado y silencioso y afirmó que acabaría siendo arrojada a la oscuridad exterior. Random dijo que muy bien, que ella había nacido allí, y al día siguiente llegó el paquete.

Estaban empezando a ocurrir demasiadas cosas.

En realidad, cuando llegó el paquete, entregado por una especie de robot que cayó del cielo con un zumbido de abejón, se suscitó la impresión, que poco a poco empezó a cundir por el pueblo entero, de que aquello ya casi pasaba de castaño oscuro.

La culpa no fue del robot abejón. Lo único que le hacía falta para marcharse era la firma o la huella del pulgar de Arthur Dent. Se quedó esperando, sin saber exactamente a qué venía todo aquel resentimiento. Mientras, Kirp había pescado otro pez con una cabeza en cada extremo, pero al examinarlo con más detenimiento resultó que en realidad eran dos peces cortados por la mitad y cosidos de mala manera, de modo que Kirp no sólo no logró reanimar el interés por los peces de dos cabezas, sino que además arrojó serias dudas sobre la autenticidad del primero. únicamente los pájaros pikka parecían pensar que todo era absolutamente normal.

El robot abejón recibió la firma de Arthur y salió a escape. Arthur llevó el paquete a su cabaña, se sentó y lo observó.

—¡Vamos a abrirlo!— exclamó Random, que aquella mañana se sentía más animada, ya que todo lo que la rodeaba se había vuelto absolutamente extraño, pero Arthur dijo que no.

—¿Por qué no?

—No viene dirigido a mí.

—Sí, es para ti.

—No, no lo es. Viene a mi dirección, pero para entregar a… bueno, es para Ford Prefect.

—¿Ford Prefect? ¿No es ése el que…?

—Sí— contestó Arthur en tono agrio.

—He oído hablar de él.

—Supongo que sí.

—Abrámoslo de todos modos. ¿Qué vamos a hacer si no?

—No sé— confesó Arthur, que en realidad no estaba seguro.

Había llevado a la fragua los cuchillos estropeados a primera hora de aquella radiante mañana, y Strinder los había mirado y había dicho que vería lo que podía hacer.

Habían hecho lo de siempre, agitar los cuchillos por el aire para determinar el contrapeso, la flexión y esas cosas, pero faltaba alegría y Arthur tuvo la triste sensación de que sus días como Hacedor de Bocadillos estaban probablemente contados.

Agachó la cabeza.

La próxima aparición de los Animales Completamente Normales era inminente, pero Arthur pensó que las habituales celebraciones de la caza y los festines iban a ser más bien apagados y problemáticos. Algo había pasado en Lamuella, y Arthur tuvo la horrible sensación de que él tenía la culpa.

—¿Qué crees que será?— insistió Random, dando vueltas al paquete entre las manos.

—No sé— contestó Arthur—. Pero será algo malo y preocupante.

—¿Cómo lo sabes?— protestó Random.

—Porque todo lo que tiene que ver con Ford Prefect acaba siendo peor y más preocupante que cualquier cosa que no tenga nada que ver con él. Créeme.

—Estás preocupado por algo, ¿verdad?

Arthur suspiró.

—Sólo estoy un poco inquieto y nervioso.

—Lo siento— dijo Random, volviendo a dejar el paquete. Comprendía que, si lo abría, le preocuparía verdaderamente. No tenía más remedio que abrirlo cuando él no mirase.