13

La nave aterrizó suavemente en vertical al borde del ancho claro, a unos cien metros del pueblo.

Llegó súbita e inesperadamente, pero con un mínimo de alboroto. Poco antes era una tarde absolutamente normal de principios de otoño— las hojas empezaban a cobrar un tono rojizo y dorado, el río volvía a ensancharse con las lluvias de las montañas del Norte, el plumaje de los pájaros pikka se espesaba ante el presentimiento de las próximas heladas del invierno, los Animales Completamente Normales iniciarían en cualquier momento su atronadora migración por las llanuras y el Anciano Thrashbarg empezaba a murmurar mientras caminaba renqueante por el pueblo, murmullo que significaba ensayo y elaboración de las historias ocurridas el año pasado y que contaría cuando las tardes se acortaran y la gente no tuviera otro remedio que reunirse en torno al fuego para escucharle, refunfuñar y decir que no lo recordaban así-, y en un momento se había plantado allí una nave espacial, reluciente bajo el cálido sol otoñal.

Emitió unos zumbidos y luego se inmovilizó.

No era una nave grande. Si los habitantes del pueblo hubiesen sido expertos en naves espaciales, habrían visto en seguida que era bien maja, una pequeña y elegante Hrundi de cuatro camarotes con todas las opciones del folleto menos la Estabilisis Vectoidal Avanzada, que sólo gustaba a los horteras. Con la Estabilisis Vectoidal Avanzada se podía tomar limpiamente una curva bien cerrada en torno a un eje temporal trilateral. De acuerdo, es un sistema algo más seguro, pero la conducción se hace pesada.

Los aldeanos ignoraban todo eso, desde luego. Allí, en el remoto planeta de Lamuella, la mayoría de la gente no había visto nunca una nave espacial, desde luego ninguna en una sola pieza, y aquélla, con sus cálidos destellos a la luz del atardecer, era lo más extraordinario que les había ocurrido desde el día que Kirp pescó un pez con una cabeza en cada extremo.

Todos enmudecieron.

Mientras que momentos antes dos o tres docenas de personas andaban de un lado para otro, charlando, cortando leña, acarreando agua, molestando a los pájaros pikka o simplemente intentando apartarse con toda cortesía del camino del Anciano Thrashbarg, de pronto se interrumpió toda actividad y todos se volvieron a mirar pasmados aquel objeto extraño.

Bueno, no todos. Los pájaros pikka tendían a asombrarse de cosas completamente distintas. Una hoja de lo más corriente inesperadamente caída sobre una piedra les hacía dar saltitos en un paroxismo de confusión; todas las mañanas la salida del sol les pillaba enteramente por sorpresa, pero la llegada de una nave extraña procedente de otro mundo simplemente no lograba despertarles el mínimo interés. Prosiguieron con su kar, rit y huk mientras picoteaban la tierra en busca de semillas; el río continuó con su tranquilo y espacioso burbujeo.

Además, no cesó el fuerte rumor de una canción desentonada que salía de la última choza.

De pronto, con un clic y un leve zumbido, en la nave se abrió una rampa que se desplegó hacia abajo. Luego, aparte de la estrepitosa canción de la última choza a la izquierda, durante unos minutos no pareció pasar nada más. El objeto permaneció simplemente donde estaba.

Algunos aldeanos, sobre todo los niños, empezaron a acercarse un poco para verlo más de cerca. El Anciano Thrashbarg trató de alejarlos a gritos. Lo que estaba pasando precisamente era algo que al Anciano Thrashbarg no le gustaba que pasara. No lo había vaticinado, ni siquiera aproximadamente, y aunque podría incorporar como fuese todo aquel acontecimiento en su historia continua, realmente empezaba a resultar un poco difícil.

Se adelantó, hizo retroceder a los niños y alzó los brazos enarbolando su antiguo y nudoso bastón. La larga y cálida luz del atardecer realzaba su aspecto. Se preparó a recibir a aquellos dioses como si los estuviera esperando desde siempre.

Siguió sin ocurrir nada.

Poco a poco resultó evidente que dentro de la nave había una especie de discusión. Pasó cierto tiempo y al Anciano Thrashbarg empezaron a dolerle los brazos.

De pronto la rampa volvió a replegarse.

Eso se lo puso fácil a Thrashbarg. Eran demonios y él los había rechazado. El motivo por el cual no lo había vaticinado era que se lo impedían la prudencia y la modestia.

Casi inmediatamente, otra rampa se extendió por el lado opuesto de la nave y al fin aparecieron dos figuras, que siguieron discutiendo sin hacer caso de nadie, ni siquiera de Thrashbarg, a quien ni siquiera veían desde donde estaban.

El Anciano Thrashbarg se mascó airadamente la barba. ¿Seguir allí parado con los brazos en alto? ¿Arrodillarse con la cabeza inclinada hacia adelante y apuntándoles con el bastón? ¿Caerse hacia atrás como abrumado por alguna titánica lucha interior? ¿O quizá largarse al bosque a vivir en un árbol durante un año sin dirigir la palabra a nadie?.

Se decidió por dejar caer los brazos vigorosamente, como si hubiera hecho lo que pretendía hacer. Le dolían de verdad, así que no lo tuvo que pensar mucho. Hizo una pequeña señal secreta que acababa de inventarse hacia la rampa cerrada y luego dio tres pasos y medio hacia atrás, de forma que pudiera echar una buena ojeada a aquella gente, quienquiera que fuese, para decidir qué hacer a continuación.

La figura más alta era una mujer muy atractiva que llevaba ropa suave y arrugada. El Anciano Thrashbarg no lo sabía, pero aquella ropa era de Rymplon, un nuevo tejido sintético que era estupendo para los viajes espaciales porque ofrecía su mejor aspecto cuando estaba completamente arrugado y sudado.

La más baja era una niña. Parecía incómoda y enfadada, llevaba una ropa que ofrecía absolutamente su peor aspecto cuando estaba completamente arrugada y sudada, cosa que ella debía saber casi sin lugar a dudas.

Todo el mundo las observaba, salvo los pájaros pikka, que se fijaban en sus cosas.

La mujer se detuvo y miró a su alrededor. Tenía un aire resuelto. Era evidente que quería algo en concreto, pero no sabía dónde encontrarlo exactamente. Recorrió los rostros de los curiosos aldeanos congregados en torno a ella sin dar muestras de ver lo que estaba buscando.

Thrashbarg no tenía ni idea de qué actitud tomar, y decidió recurrir al cántico. Echó la cabeza atrás y empezó a gemir, pero en seguida le interrumpió un nuevo estallido de la canción procedente de la cabaña del Hacedor de Bocadillos: la última a la izquierda. La mujer volvió bruscamente la cabeza y una sonrisa le afloró poco a poco al rostro. Sin dirigir siquiera una mirada al Anciano Thrashbarg, echó a andar hacia la choza.

Hay un arte en la actividad de hacer bocadillos, y a pocos les está siquiera dado el tiempo necesario para explorarlo en detalle. Es una tarea sencilla, pero las ocasiones de hallar satisfacción son muchas y profundas: elegir el pan adecuado, por ejemplo. El Hacedor de Bocadillos se había pasado muchos meses consultando y experimentando diariamente con Grarp, el panadero, y acabaron creando entre los dos una hogaza de la consistencia y densidad precisas para cortarla en rebanadas delgadas e iguales que al mismo tiempo conservaran su ligereza y humedad junto con lo mejor de ese aroma delicado y estimulante que tan bien realza el sabor de la carne asada del Animal Completamente Normal.

También había que refinar la geometría de la rebanada: la relación exacta entre anchura y profundidad, como también el grosor que daría el adecuado sentido de peso y volumen al bocadillo acabado; en esto, la ligereza también era una virtud, pero también la firmeza, la generosidad y la promesa de jugosidad y deleite que constituye el sello distintivo de una experiencia bocadilleril verdaderamente intensa.

Disponer de los utensilios adecuados era fundamental, por supuesto, y el Hacedor de Bocadillos, cuando no estaba atareado con el Panadero en el horno, pasaba muchos días con Strinder, el Tallador de Herramientas, pesando y equilibrando cuchillos, llevándolos y trayéndolos a la forja. Flexibilidad, fuerza, agudeza dé filo, longitud y equilibrio se discutían con entusiasmo, se exponían teorías, se ensayaban, se perfeccionaban, y muchas tardes se vieron las siluetas del Hacedor de Bocadillos y del Tallador de Herramientas recortadas al contraluz de la forja y el sol poniente, haciendo lentos movimientos circulares en el aire, probando un cuchillo tras otro, comparando el peso de éste con el equilibrio de aquél, la flexibilidad de un tercero y la guarnición de la empuñadura de un cuarto.

En total hicieron falta tres cuchillos. El primero para cortar el pan: una hoja firme, autoritaria, que imponía una voluntad clara y definida ante la hogaza. Luego, el cuchillo para untar la mantequilla, que era un objeto liviano y maleable pero de firme espinazo a pesar de todo. Las versiones primitivas habían sido demasiado elásticas, pero ahora, la combinación de flexibilidad con un núcleo firme era exactamente lo justo para lograr el máximo de gracia y suavidad en la untura.

El instrumento principal era, desde luego, el cuchillo de trinchar. Esa hoja no se limitaba a imponer su voluntad sobre el medio en que se movía, como el cuchillo del pan; debía trabajar con él, guiarse por la fibra de la carne, producir ronchas de la más exquisita consistencia y finura que se separaban del trozo de carne en diáfanos pliegues. El Hacedor de Bocadillos, con un suave movimiento de muñeca, colocaba entonces la loncha en la rebanada inferior del pan, magníficamente equilibrada, la recortaba con cuatro hábiles toques y finalmente realizaba la magia que los niños del pueblo esperaban con tanta ansia para congregarse a su alrededor y contemplarla extasiados con arrobada atención. Con sólo otras cuatro diestras pasadas de cuchillo reunía los recortes en un rompecabezas cuyas piezas encajaban perfectamente y los colocaba sobre la rebanada de arriba. El tamaño y la forma de los recortes eran diferentes para cada bocadillo, pero el Hacedor de Bocadillos siempre los disponía sin esfuerzo ni vacilación en un perfecto dibujo geométrico. Una segunda capa de carne y otra capa de recortes, y el primer acto de creación quedaba consumado.

El Hacedor de Bocadillos pasaba entonces la obra a su ayudante, que añadía unas ronchas de frespinillo y flábano con un toque de salsa de pasifresa para luego colocar la rebanada de encima y cortar en dos el bocadillo con un cuarto cuchillo de lo más corriente. No es que tales operaciones no requiriesen también su destreza, pero eran habilidades menores ejecutadas por un aprendiz aplicado que algún día sucedería al Hacedor de Bocadillos cuando éste acabara colgando las herramientas. Era una posición privilegiada y aquel aprendiz, Drimple, atraía la envidia de sus semejantes. En el pueblo los había que se contentaban con cortar leña y otros que eran dichosos acarreando agua, pero ser el Hacedor de Bocadillos era la felicidad suma.

De manera que el Hacedor de Bocadillos cantaba al trabajar.

Estaba utilizando el resto de la carne salada de aquel año. Ya había perdido un poco, pero el exquisito sabor de la carne del Animal Completamente Normal seguía siendo algo insuperable con respecto a toda la experiencia anterior del Hacedor de Bocadillos. Se había previsto que a la semana siguiente los Animales Completamente Normales volverían a aparecer en su habitual migración, con lo que todo el pueblo se vería sumido una vez más en una frenética actividad: cazar Animales, matar seis, incluso siete docenas de los millares que pasaban como una exhalación. Luego había que limpiarlos, descuartizarlos y salar la mayor parte de la carne para conservarla durante los meses de invierno hasta la primavera, cuando se producía la migración de regreso que volvería a abastecerles de provisiones.

La mejor carne se asaba en seguida para la fiesta que señalaba la llegada del otoño. Los festejos duraban tres días de absoluta exuberancia, de bailes e historias que el Anciano Thrashbarg contaba sobre las incidencias de la caza, narraciones que él se dedicaba a inventar en su cabaña mientras el resto del pueblo salía a cazar.

Pero la mejor carne de todas se salvaba del festín y se entregaba fría al Hacedor de Bocadillos que, aplicando sobre ella las artes que los dioses habían enviado a Lamuella por mediación suya, producía los exquisitos Bocadillos de la Tercera Estación que todos los del pueblo consumirían al día siguiente, antes de empezar a prepararse para los rigores del Próximo invierno.

Hoy sólo hacía bocadillos corrientes, si es que tales exquisiteces, tan amorosamente preparadas, pudieran calificarse alguna vez de corrientes. Su ayudante estaba ausente, de modo que el Hacedor de Bocadillos aplicaba su propia guarnición, cosa que le encantaba. En realidad disfrutaba con casi todo.

Cortaba una loncha, cantaba. Colocaba cuidadosamente cada loncha de carne en una rebanada de pan, la recortaba y armaba un rompecabezas con todos los recortes. Un poco de ensalada, algo de salsa, otra rebanada de pan, otro bocadillo, otra estrofa de «Yellow Submarine».

—Hola, Arthur.

El Hacedor de Bocadillos casi se rebanó el pulgar.

Los aldeanos observaron consternados cómo la mujer se dirigía resueltamente a la cabaña del Hacedor de Bocadillos. Bob Todopoderoso les había enviado al Hacedor de Bocadillos en un carro de fuego. Al menos eso decía Thrashbarg, que era la autoridad en esas cosas. Bueno, al menos eso afirmaba Thrashbarg, y Thrashbarg era…, etcétera, etcétera. No merecía la pena discutir sobre eso.

Algunos aldeanos se preguntaban por qué Bob Todopoderoso iba a enviarles su único divino Hacedor de Bocadillos en un carro de fuego en lugar de, pongamos, en otro que hubiera aterrizado tranquilamente sin destruir medio bosque, llenándolo de espíritus y además lesionando seriamente al propio Hacedor de Bocadillos. El Anciano Thrashbarg explicó que ésa era la voluntad inefable de Bob, y cuando le preguntaron qué significaba inefable, él les dijo que buscaran la palabra en el diccionario.

Lo que constituyó un problema, porque el único diccionario lo tenía el Anciano Thrashbarg y no quería prestárselo. Le preguntaron por qué no se lo dejaba y él contestó que ellos no tenían por qué saber cuál era la voluntad de Bob Todopoderoso, y cuando le preguntaron por qué no, volvió a responderles que porque lo decía él. De todas formas, alguien entró un día subrepticiamente en la cabaña del Anciano Thrashbarg mientras él había salido a bañarse y buscó «inefable». Al parecer, «inefable» significaba «incognoscible, indescriptible, indecible, algo imposible de conocer y que no puede expresarse con palabras». Así que aquello aclaraba las cosas.

Por lo menos tenían los bocadillos.

El Anciano Thrashbarg dijo un día que Bob Todopoderoso había decretado que él, Thrashbarg, fuese el primero en escoger bocadillos. Los aldeanos le preguntaron cuándo había ocurrido eso exactamente, y él les contestó que el día anterior, cuando ellos no miraban.

—¡Tened fe o arderéis en la hoguera!— sentenció el Anciano Thrashbarg.

Le dejaron ser el primero en escoger bocadillos. Parecía lo más fácil.

Y ahora aquella mujer que venía de muy lejos había ido derecha a la cabaña del Hacedor de Bocadillos. Estaba claro que se había extendido su fama, aunque era difícil saber a dónde, ya que según el Anciano Thrashbarg no existía ningún otro sitio. En cualquier caso, viniera de donde viniese, probablemente de alguna parte inefable, ya estaba allí y en aquellos momentos se encontraba en la choza del Hacedor de Bocadillos. ¿Quién era aquella mujer? ¿Y quién era la extraña niña malhumorada que se había quedado frente a la cabaña, dando patadas a las piedras y con todas las muestras de no querer estar allí? ¿No resultaba raro que alguien viniese de algún lugar inefable en un carro que a todas luces era mucho mejor que aquel de fuego en que les habían enviado al Hacedor de Bocadillos, si ni siquiera quería estar allí?

Todos miraron a Thrashbarg, pero estaba de rodillas, murmurando, con los ojos fijos en el cielo y decidido a no cruzar la mirada con nadie hasta que se le ocurriera algo.

—¡Trillian!— exclamó el Hacedor de Bocadillos, chupándose la sangre del pulgar—. ¿Qué…? ¿Quién…? ¿Cuándo…? ¿Dónde…?

—Justo las preguntas que yo iba a hacerte— repuso Trillian, echando una mirada por la cabaña de Arthur.

Estaba limpia, con los utensilios de cocina bien ordenados. Había armarios y estantes bastante sencillos, y un camastro en un rincón. Al fondo de la habitación había una puerta que Trillian no supo adónde daba porque estaba cerrada.

—Bonito— comentó, aunque en tono inquisitivo. No llegaba a comprender la situación.

—Muy bonito— convino Arthur—. Maravilloso. No sé si alguna vez he estado en algún sitio tan bonito. Soy feliz aquí. Me aprecian, les hago bocadillos y…, bueno, eso es todo. Me aprecian y les hago bocadillos.

—Parece, humm…

—¡dílico— concluyó Arthur en tono firme—. Lo es. Verdaderamente, lo es. No espero que te guste mucho, pero para mí es, bueno, perfecto. Oye, siéntate, por favor, ponte cómoda. ¿Puedo ofrecerte algo, humm, un bocadillo?

Trillian cogió un bocadillo y lo observó. Lo olió con atención.

—Pruébalo— sugirió Arthur—. Está bueno.

Trillian dio un mordisquito, luego un bocado y lo masticó con aire Pensativo.

—Está bueno— confirmó, mirándolo.

—La obra de mi vida— sentenció Arthur, tratando de imprimir orgullo a la voz y esperando no parecer un completo imbécil. Estaba acostumbrado a que le reverenciaran un poco, y de pronto tenía que realizar algunos cambios de velocidad mental.

—¿De qué es la carne?— preguntó Trillian.

—Ah, sí. Es, humm, es de Animal Completamente Normal.

—¿De qué?

—De Animal Completamente Normal. Es parecido a una vaca, o mejor dicho, a un toro. Una especie de búfalo, en realidad, Un animal grande, que embiste.

—¿Y qué tiene de raro!

—Nada, es completamente normal.

—Ya veo.

—Sólo es raro el sitio de dónde viene.

Tricia frunció el ceño y dejó de masticar.

—¿De dónde viene?— preguntó con la boca llena. No tragaría hasta saberlo.

—Pues, bueno, no es sólo de dónde viene, sino también de adónde va. La carne está muy bien, se puede comer perfectamente. Yo he consumido toneladas. Es estupenda. Muy jugosa. Muy tierna. Un sabor ligeramente dulce con un regusto enigmático y prolongado.

Trillian seguía sin tragar.

—¿De dónde viene?— preguntó— , ¿y adónde va?

—Vienen de un sitio que está un poco al este de las Montañas Hondo. Son las mas grandes que tenemos por aquí, debes haberlas visto al venir, luego se precipitan a millares por las llanuras Anhondo y, bueno, eso es todo. De ahí es de donde vienen. Ahí es adonde van.

Trillian frunció el ceño. En todo aquello había algo que no acababa de comprender.

—Quizá no me haya explicado con la suficiente claridad— añadió Arthur—. Cuando digo que vienen de un lugar al este de las Montañas Hondo, me refiero a que ahí es donde aparecen de repente. Luego pasan a toda velocidad por las llanuras Anhondo y, bueno, desaparecen. Disponemos de unos seis días para cazar lo más posible antes de que se esfumen. En primavera hacen lo mismo, sólo que al revés, ¿comprendes?

De mala gana, Trillian tragó. O eso o escupirlo, y en realidad tenía muy buen sabor.

—Entiendo— aseguró, después de comprobar que no le había sentado mal—. ¿Y por qué los llaman Animales Completamente Normales?

—Pues creo que, porque si no, la gente podría pensar que era un poco raro. Me parece que fue el Anciano Thrashbarg quien les puso ese nombre. Dice que vienen de donde vienen y que van adonde van, que ésa es la voluntad de Bob y sanseacabó.

—¿Quién…?

—Ni se te ocurra preguntarlo.

—Bueno, parece que te va bien.

—Me encuentro bien. Tú tienes buen aspecto.

—Estoy bien. Muy bien.

—Pues eso es bueno.

—Sí.

—Bien.

—Bien.

—Muy amable de tu parte haber venido a verme.

—Gracias.

—Bueno— repitió Arthur, buscando algo que decir. Era asombroso lo difícil que resultaba pensar en algo que decir a alguien después de tanto tiempo.

—Supongo que te preguntarás cómo he dado contigo— dijo Trillian.

—¡Sí!— exclamó Arthur—. Precisamente eso me estaba preguntando. ¿Cómo me has encontrado?

—Bueno, pues no sé si lo sabes o no, pero ahora trabajo en una gran emisora Sub-Etha, de esas que…

—Sí, lo sabía— afirmó Arthur, recordando de pronto—. Sí, lo has hecho muy bien. Es estupendo. Muy interesante. Bien hecho. Debe ser muy divertido.

—Agotador.

—Toda esa precipitación de un lado para otro. Supongo que sí, ya lo creo.

—Tenemos acceso prácticamente a toda clase de información. Encontré tu nombre en la lista de pasajeros de la nave que se estrelló.

Arthur se quedó pasmado.

—¿Quieres decir que sabían lo del accidente?

—Pues claro que lo sabían. Una nave espacial de línea no puede desaparecer sin que nadie se entere.

—Pero ¿quieres decir que sabían dónde había ocurrido? ¿Sabían que yo había sobrevivido?

—Sí.

—Pero nadie ha salido a mirar, ni a buscar ni a rescatar a nadie. No han hecho absolutamente nada.

—Bueno, no podían. Lo del seguro era toda una complicación. Simplemente echaron tierra a todo el asunto. Hicieron como si no hubiera pasado nada. Lo de los de seguros se ha convertido en una verdadera estafa. ¿Sabes que han vuelto a establecer la pena de muerte para los directores de las empresas de seguros?

—¿De verdad?— repuso Arthur—. No, no lo sabía. ¿Por qué delito?

Trillian frunció el ceño.

—¿Delito? ¿A qué te refieres?

—Ya entiendo.

Trillian dirigió una larga mirada a Arthur y luego, con otro tono de voz, le conminó:

—Es hora de que afrontes tus responsabilidades, Arthur.

Arthur trató de entender aquella observación. Con frecuencia tardaba unos momentos en comprender exactamente adónde quería ir a parar la gente, así que dejó pasar unos momentos, sin prisa. La vida era muy agradable y relajada en aquellos días, había tiempo para calar el significado de las cosas. Dejó que la observación calara en su mente.

Pero siguió sin comprender qué quería decir, así que terminó confesándoselo.

Trillian le respondió con una sonrisa fría y luego se volvió a la puerta de la cabaña.

—¿Random?— llamó—. Pasa. Ven a conocer a tu padre.