12

Ford se desplomó por el aire entre una nube de esquinas de cristal y trozos de silla. No había pensado bien las cosas, otra vez, limitándose a improvisar y ganar tiempo. En momentos de crisis importantes, con frecuencia le había resultado provechoso el pasar rápidamente revista a su vida. Le daba la oportunidad de reflexionar, de ver las cosas con cierta perspectiva, y a veces le brindaba una pista fundamental sobre qué hacer a continuación.

El suelo ascendía a su encuentro a una velocidad de diez metros por segundo, pero pensó abordar ese problema cuando llegara a él. Cada cosa a su tiempo.

Ah, ahí estaba. Su niñez. Era una parte monótona, ya la había repasado antes. Las imágenes se sucedieron con rapidez. Época aburrida en Betelgeuse Cinco. Zaphod Beeblebrox de niño. Sí, sabía todo aquello. Deseó tener un mando de rebobinado rápido en el cerebro. La fiesta de su séptimo cumpleaños, cuando le regalaron su primera toalla. Vamos, vamos.

Iba dando vueltas y retorciéndose al caer, y a aquella altura el aire le estremecía los pulmones de frío. Trató de no inhalar cristales.

Los primeros viajes a otros planetas. ¡Oh, por amor de Zark, aquello era como un documental antes de la película! Los primeros tiempos de su trabajo en la Guía.

¡Ah!

Aquéllos sí eran buenos tiempos. Trabajaban frente a una cabaña en el Atolón Bwenelli de Fanalla, antes de la invasión de riktanaralos y los danquedos. Media docena de tíos, unas toallas, un puñado de aparatos informáticos de gran complejidad y, lo más importante, muchos sueños. No, lo más importante era el ron fanallano. Para ser absolutamente precisos, el aguardiente OI Janx era lo más importante, luego el ron fanallano, y también algunas playas del Atolón que frecuentaban las chicas de por allí, pero los sueños también eran importantes. ¿Qué había pasado con ellos?

En realidad no recordaba muy bien en qué consistían, pero entonces tenían una enorme importancia. Desde luego no incluían aquella gigantesca torre de oficinas por cuyo costado estaba cayendo ahora. Todo eso había empezado cuando algunos miembros del equipo original quisieron sentar la cabeza y se volvieron ambiciosos mientras él y otros se quedaban sobre el terreno, investigando, haciendo autoestop, alejándose cada vez más de la pesadilla empresarial en que inevitablemente se había convertido la Guía y de la monstruosidad arquitectónica que había terminado ocupando. ¿Qué pintaban los sueños en todo eso? Pensó en los abogados de la empresa, que ocupaban la mitad del edificio, los «agentes» de los niveles inferiores, los redactores jefe y sus secretarias, los abogados de sus secretarias, las secretarias de los abogados de sus secretarias y, lo peor de todo, los contables y el departamento comercial.

Casi deseó seguir cayendo. Y hacerles a todos el signo de la victoria.

Ahora pasaba por el piso decimoséptimo, donde estaba el departamento comercial. Un montón de borrachuzos que discutían sobre el color que debía darse a la Guía, haciendo gala de su talento infinitamente infalible para ver las cosas muy fáciles después de pasadas. Si alguno de ellos se hubiera asomado a la ventana en aquel momento, se habría alarmado al ver a Ford Prefect caer frente a ellos hacia una muerte segura mientras le hacía rápidamente el signo de la victoria.

Piso dieciséis. Subredactores jefe. Mamones. ¿Qué pasaba con el original que le habían cortado? Quince años de investigaciones que había acumulado yendo de un planeta a otro y se lo dejaban reducido a dos palabras: «Fundamentalmente inofensiva.» Signos de la victoria para ellos también.

Piso quince. Administración logística, a saber qué sería eso. Todos tenían coches grandes. De eso se trataba, pensó.

Piso catorce. Personal. Tenía la muy astuta sospecha de que eran ellos quienes habían tramado sus quince años de exilio mientras la Guía se transformaba en aquel monolito empresarial (o mejor dicho, en un duolito, no había que olvidar a los abogados).

Piso trece. Investigación y desarrollo.

Un momento.

Piso trece,

Tenía que pensar bastante rápido, pues la situación se estaba volviendo un tanto apremiante.

De pronto recordó el panel de pisos del ascensor. No tenía piso trece. No le había dado importancia porque, después de pasar quince años en la Tierra, planeta bastante atrasado y supersticioso con el número trece, estaba acostumbrado a estar en edificios que no tenían piso trece. Pero ahí no había razón.

Las ventanas del piso trece, según observó en el instante en que pasó rápidamente frente a ellas, tenían cristales oscuros.

¿Qué estaba pasando allí? Empezó a recordar todo lo que había dicho Harl. Una sola Guía, nueva y multidimensional, difundida en un número infinito de universos. De la forma en que lo había explicado Harl, parecía un absoluto disparate ideado por el departamento comercial con el apoyo de los contables. Si consistía en algo más serio, entonces era una idea descabellada y muy peligrosa. Había algo de verdad en ello. ¿Qué ocurría tras las oscuras ventanas del clausurado piso trece?

Ford sintió una creciente punzada de curiosidad, seguida de una creciente punzada de pánico. Ésa era su lista completa de sensaciones ascendentes. En todos los demás aspectos, seguía cayendo a toda velocidad. Tendría que empezar realmente a pensar en cómo iba a salir vivo de aquella situación.

Miró hacia abajo. A unos cien metros de sus pies empezaba a congregarse gente. Algunos miraban expectantes hacia arriba. Dejándole sitio. Suspendían la maravillosa y enteramente necia Busca del Wocket.

Lamentaría decepcionarlos, pero no se había dado cuenta hasta entonces de que a unos setenta centímetros debajo de él tenía a Colin, que iba feliz y contento, meciéndose a la espera de que decidiese qué hacer.

—¡Colin!— gritó Ford.

Colin no respondió. Ford se quedó helado. Entonces recordó de pronto que no le había dicho que se llamaba Colin.

—¡Ven aquí!

Colin se puso a su altura con una breve sacudida. Disfrutaba inmensamente del viaje en picado, y esperaba que a Ford también le gustase.

Su mundo se tornó inesperadamente negro cuando la toalla de Ford lo envolvió de pronto. Se sentía muchísimo más pesado. Le encantaba y emocionaba el desafío que Ford le había presentado. Sólo estaba un tanto inseguro de si podría afrontarlo, nada más.

La toalla formaba un cabestrillo sobre Colin. Ford iba colgando de la toalla, agarrado a las puntas. Otros autoestopistas consideraban conveniente modificar las toallas de extraña manera, entretejiéndolas de toda clase de herramientas y cosas prácticas, incluso equipos informáticos. Ford era un purista. Le gustaba que las cosas no perdieran la sencillez. Llevaba una toalla normal y corriente, de una de tantas tiendas de artículos domésticos. Incluso conservaba el dibujo de flores azul y rosa pese a sus repetidos intentos de decolorarla y lavarla a la piedra. Llevaba entretejidos un par de alambres, un lápiz flexible y ciertas sustancias nutritivas embebidas en una de las puntas del tejido para que le resultara fácil chupetearlas en caso de emergencia, pero por lo demás era una toalla sencilla con la que uno se podía secar la cara.

La única modificación real que un amigo le convenció de hacer fue reforzar las costuras.

Ford se agarraba a las costuras como un loco. Seguían bajando, pero a menos velocidad.

—¡Arriba, Colin!— gritó.

Nada.

—¡Te llamas Colin! ¡Así que cuando yo diga «Arriba, Colin», quiero que tú, Colin, empieces a subir! ¿De acuerdo? ¡Arriba, Colin!

Nada. O mejor dicho, una especie de amortiguado gruñido de Colin. Ford estaba muy inquieto. Ahora descendían muy despacio, pero a Ford le inquietaba mucho el tipo de gente que se estaba congregando en el suelo. Los simpáticos habitantes del lugar se estaban dispersando y, de lo que normalmente suele llamarse la nada, parecían surgir unos tipos fuertes, corpulentos, de cuello de toro y cara de babosa armados con lanzacohetes. La nada, como muy bien saben todos los viajeros galácticos experimentados, está en realidad sumamente cargada de problemas multidimensionales.

—¡Arriba!— volvió a gritar Ford—. ¡Arriba, Colin, arriba!

Colin hacía fuerza y gruñía. Se encontraban más o menos parados en el aire. Ford sintió que se le rompían los dedos.

—¡Arriba!

Siguieron inmóviles.

—¡Arriba, arriba, arriba!

Una babosa se estaba preparando para lanzarle un cohete. Ford no podía creerlo. Estaba colgado de una toalla en el aire y una babosa se disponía a dispararle un cohete. No se le ocurrían más cosas que hacer y empezaba a preocuparse seriamente.

Era una de esas situaciones delicadas en que solía acudir a la Guía en busca de consejo, por fácil o exasperante que fuese, pero no era el momento de meter la mano en el bolsillo. Además, la Guía ya no parecía ser un amigo y aliado, sino una fuente de peligros. Estaba suspendido en el aire junto las oficinas de la Guía, por amor de Zark, a punto de perder la vida a manos de sus actuales propietarios. ¿Qué había pasado con los sueños que vagamente recordaba haber tenido en el Atolón Bwenelli? No debieron abandonarlos. Tenían que haberse quedado allí. En la playa. Amando a mujeres buenas. Viviendo de la pesca. En cuanto se pusieron a colgar pianos de cola sobre la piscina de monstruos marinos del patio interior, debió comprender que algo no iba bien. Empezó a sentirse completamente incapaz y desdichado. Los dedos agarrotados le ardían de dolor. Y el tobillo le seguía doliendo.

Ay, tobillo, gracias, pensó amargamente. Gracias por recordarme tus problemas en este momento. Espero que te des un buen baño de pies que te haga sentirte mucho mejor, ¿verdad? ¿O te conformarías con que me…?

Se le ocurrió una idea.

La babosa blindada se llevó el lanzacohetes al hombro. Presumiblemente, el cohete estaba concebido para acertar a cualquier cosa que se cruzase en su camino.

Ford trató de no sudar, notaba que se le escurrían los dedos de las costuras de la toalla. Con la punta del pie bueno golpeó el talón del otro zapato, empujándolo hacia fuera.

—¡Sube, maldita sea!— murmuró en tono desesperado a Colin, que se esforzaba alegremente por subir pero no lo conseguía. Ford siguió apalancando en el talón del zapato.

Intentó calcular el momento preciso, pero no tenía sentido. Había que hacerlo, y se acabó. Sólo tenía una oportunidad, nada más. Ya se había sacado el talón del zapato. Sintió alivio en el tobillo torcido. Vaya, qué bien, ¿no?

Con el otro pie dio una patada al talón del zapato. Se le soltó del pie y cayó por el aire. Medio segundo después un cohete salió disparado por el cañón del lanzador, encontró el zapato en su camino, se dirigió derecho hacia él y estalló con la gran satisfacción del deber cumplido.

Eso ocurría a unos cinco metros del suelo.

La onda expansivo se dirigió hacia abajo. Donde medio segundo antes había estado una patrulla de directivos de Empresas Dimensinfín armados de lanzacohetes en medio de una elegante plaza con pulidas baldosas procedentes de las antiguas canteras de alabastro de Zentalquabula, ahora había un pequeño cráter lleno de repulsivos pedacitos.

Una gran oleada de aire caliente brotó del cráter, lanzando violentamente a Ford y Colin por los aires. Ford luchó desesperada y ciegamente por sujetarse, pero no lo consiguió. Giró inútilmente describiendo una parábola y, cuando llegó al punto más alto, hizo una pausa y empezó a caer de nuevo. Cayó y cayó y de pronto chocó malamente con Colin, que seguía subiendo.

Se aferró desesperadamente al pequeño robot esférico. Colin se desvió bruscamente hacia la fachada de la torre de oficinas, tratando encantado de dominarse y aminorar la marcha.

El mundo giró desagradablemente en torno a la cabeza de Ford mientras ambos daban vueltas y se retorcían el uno sobre el otro y entonces, de forma igualmente nauseabunda, todo se detuvo de pronto.

Ford, aturdido, se encontró depositado en el alféizar de una ventana.

Vio caer la toalla, extendió la mano y la cogió.

Colin se mecía en el aire a unos centímetros de distancia.

Aturdido, magullado, sangrando y sin aliento, Ford miró a su alrededor. El alféizar en donde estaba encaramado de forma precaria sólo tenía treinta centímetros de ancho, y estaba a trece pisos de altura.

Trece.

Sabía que estaban a trece pisos de altura porque las ventanas eran de cristales oscuros. Tenía un enfado tremendo. Había comprado aquellos zapatos a un precio ridículo en una tienda del Lower West Side de Nueva York. A consecuencia de ello, había escrito un artículo entero sobre las alegrías que proporciona el buen calzado, todo lo cual se había ido al garete en el naufragio del «Fundamentalmente inofensiva». Todo a hacer puñetas.

Y ahora había perdido uno de esos zapatos. Echó atrás la cabeza y miró al cielo.

No habría sido una tragedia tan siniestra si aquel planeta no hubiese sido demolido, en cuyo caso podría haberse comprado otro par.

Claro que, dada la infinita extensión oblicua de la probabilidad, había una multiplicidad casi infinita de planetas Tierra. pero, bien pensado, un buen par de zapatos no era al que sé pudiese sustituir vagando a tontas y a locas por el espacio-tiempo multidimensional.

Suspiró.

Vaya, mejor sería que lo tomara por el lado bueno. Al menos le había salvado la vida. De momento.

Estaba encaramado a un alféizar de treinta centímetros de ancho en la fachada de un edificio, y no estaba del todo seguro de que eso valiese un buen zapato.

Miró aturdido por los oscuros cristales.

Estaba tan negro y silencioso como una tumba.

No. Qué idea tan ridícula. Había asistido a fiestas magnificas en algunas tumbas.

¿Percibía algún movimiento? No estaba seguro. Parecía distinguir una especie de extraña sombra aleteante. A lo mejor sólo era sangre que le corría por las pestañas. Se la limpió por si acaso. Vaya, cómo le encantaría tener una granja en alguna parte y criar ovejas. Volvió a atisbar por la ventana, tratando de distinguir la sombra, pero le daba la impresión, tan corriente en el universo de hoy, de que sufría una especie de ilusión óptica y de que sus ojos le estaban gastando auténticas putadas.

¿Había un pájaro allí dentro? ¿Era eso lo que escondían en un piso clausurado detrás de cristales oscuros a prueba de cohetes? ¿La pajarera de alguien? Desde luego, allí había algo que movía las alas, pero más que un pájaro parecía un agujero en forma de pájaro.

Cerró los ojos, cosa que quería hacer desde hacía rato. No sabía qué coño hacer. ¿Saltar? ¿Trepar? No creía que hubiese medio de entrar por las buenas. De acuerdo, el cristal supuestamente a prueba de cohetes no había resistido como debía al recibir un impacto real, pero se trataba de un cohete disparado a corta distancia y desde dentro, cosa que probablemente no habían pensado los ingenieros que lo concibieron. Eso no suponía que pudiese romperlo envolviéndose la mano en la toalla y dando un puñetazo. Qué coño, lo intentó de todas formas y se hizo daño en la mano. Y gracias a que no pudo dar mucho impulso desde donde estaba, pues entonces podría haberse hecho mucho más daño. Al reconstruir el edificio de arriba abajo tras el ataque de Ranastro, le pusieron sólidos refuerzos y, aunque eran las oficinas mejor blindadas del mundo editorial, Ford pensaba que siempre habría algún fallo en cualquier sistema ideado por un comité empresarial. Ya había encontrado uno. Los ingenieros que proyectaron las ventanas no habían contado con que disparasen un cohete a corta distancia y desde dentro, de modo que los cristales habían fallado.

De manera que habría que pensar en algo que los ingenieros no esperasen de una persona sentada en el alféizar.

Se estrujó el cerebro un momento hasta que se le ocurrió.

Lo que no esperaban era que estuviese allí sentado. Sólo un completo imbécil haría eso, así que ya partía con ventaja. Un error corriente que suelen cometer los diseñadores de cualquier cosa a prueba de tontos, es subestimar el ingenio de un tonto de remate.

Sacó del bolsillo su tarjeta de crédito recién adquirida, la introdujo en una grieta entre el cristal y el marco, e hizo algo que un cohete no hubiera podido hacer. La removió un poco. Notó que se deslizaba un pestillo. Abrió la ventana corriéndola hacia un lado y, a causa de la carcajada que soltó, a punto estuvo de caerse del alféizar. Dio las gracias al sistema de la Gran Ventilación y Disturbios Telefónicos de SrDt 3454.

Al principio, la Gran Ventilación y Disturbios Telefónicos de SrDt 3454 era sólo un dispositivo lleno de aire caliente. Ése era precisamente el problema que la ventilación debía solventar, y en general lo había resuelto medianamente bien hasta que se inventó el aire acondicionado, que lo solucionaba con muchas más vibraciones.

Lo que estaba muy bien siempre que se aguantara el ruido y el goteo. Luego apareció otra cosa aún más atractiva y elegante que el aire acondicionado, que se denominó Control Climático de Construcción.

Eso sí que era estupendo.

Las principales diferencias con el aire acondicionado corriente consistían en su precio asombrosamente inferior, y suponía una enorme cantidad de complejos cálculos y aparatos de regulación que, a cada momento, averiguaban mejor que nadie qué clase de aire quería respirar la gente.

También suponía que, para tener la seguridad de que nadie estropeara los complejos cálculos que el sistema hacía en su beneficio, todas las ventanas del edificio estaban cerradas a cal y canto desde el momento de la construcción. Eso es cierto.

Mientras se instalaban los sistemas, mucha gente que trabajaba en los edificios mantenía con los operarios del sistema Respir-O-Ingenio el siguiente tipo de conversaciones:

—Pero ¿qué pasa si queremos abrir las ventanas?

—Con el nuevo Respir-O-Ingenio no tendrán por qué abrirlas.

—Sí, pero supongan que simplemente queremos abrirlas un poquito.

—No tendrán por qué abrirlas ni siquiera un poco. El nuevo sistema Respir-O-Ingenio ya se encargará de eso.

—Hummm.

—¡Que disfruten del Respir-O-lngenio!

—Muy bien, ¿y si el Respir-O-Ingenio se estropea, funciona mal o algo así?

—¡Ah! Una de las características más ingeniosas del Respir-O-Ingenio consiste en que es imposible que funcione mal. Así que ninguna preocupación por ese lado. Disfruten de su respiración y que lo pasen bien.

(Por supuesto, a consecuencia de la Gran Ventilación y Disturbios Telefónicos de SrDt 3454, todos los instrumentos mecánicos, eléctricos, mecánico-cuánticos, hidráulicos, o incluso de aire, vapor o pistones, han de llevar ahora una leyenda grabada en alguna parte. Por pequeño que sea el objeto, los diseñadores han de encontrar el modo de comprimir la leyenda en algún sitio, porque no va destinada necesariamente a la atención del usuario, sino a la suya.

La leyenda dice lo siguiente:

«La principal diferencia entre un objeto que puede funcionar mal y un objeto que no puede estropearse, es que cuando un objeto que no puede funcionar mal se estropea, normalmente resulta imposible repararlo.»

Fuertes oleadas de calor empezaron a coincidir, con una precisión casi mágica, con fallos importantes del sistema Respir-O-Ingenio. Al principio eso simplemente causó un acceso de rabia contenida y algunas muertes por asfixia.

El verdadero horror surgió el día que ocurrieron tres hechos a la vez. El primer acontecimiento fue una declaración formulada por el Respir-O-Ingenio en la que anunciaba que sus sistemas daban mejores resultados en climas templados.

El segundo, la paralización del sistema Respir-O-Ingenio en un día especialmente húmedo y caluroso, con la consiguiente evacuación de muchos centenares de miembros del personal, que al salir a la calle se encontraron con el tercer acontecimiento: una alborotada turba de operadores del servicio interurbano de teléfonos, tan hartos de repetir a todas las horas del día «Gracias por utilizar la BS&S» a cualquier imbécil que descolgaba un teléfono, que acabaron por salir a la calle con cubos de basura, megáfonos y rifles.

Durante las jornadas siguientes a la matanza, todas las ventanas de la ciudad, ya fuesen o no a prueba de cohetes, fueron destrozadas al grito de: «¡Cuelga, gilipollas! Me importa un pito el número que quieras. ¡Métete un cohete por el culo! ¡Yijáaa! ¡ju, ju, ¡u! ¡Bluum! ¡Graj, graj!». Aparte de toda una variedad de ruidos animales que no tenían oportunidad de practicar en sus diarias actividades laborales.

El resultado fue que a los operadores se les concedió el derecho a decir «¡Utilice BS&S y muérase!» al menos una vez por hora cuando contestaban al teléfono, y todas las oficinas debían tener ventanas que pudiesen abrirse, aunque sólo fuese un poquito.

Otra consecuencia inesperada fue un descenso espectacular del índice de suicidios. Toda clase de directivos en ascenso o víctimas del estrés que durante los oscuros tiempos de la tiranía del Respir-O-Ingenio se veían obligados a tirarse al tren o darse una puñalada, ahora podían encaramarse simplemente a sus propias ventanas y saltar al vacío cuando les diera la gana. Pero solía pasar que en el momento en que tenían que mirar alrededor y armarse de valor descubrían de pronto que lo único que verdaderamente les hacía falta era respirar aire fresco, una nueva perspectiva de las cosas y quizá también una granja donde criar unas cuantas ovejas.

Otro resultado absolutamente imprevisto fue que Ford Prefect, encaramado al decimotercer piso de un edificio pesadamente blindado y sin más armas que una toalla y una tarjeta de crédito, pudo ponerse a salvo pasando a través de una ventana supuestamente a prueba de cohetes.

Tras dejar pasar a Colin, cerró cuidadosamente la ventana y empezó a buscar aquel objeto en forma de pájaro.

Lo que descubrió sobre las ventanas fue lo siguiente: como las habían modificado para que pudieran abrirse después de diseñarlas para ser inamovibles, eran, en realidad, mucho menos seguras que si las hubieran concebido desde el principio para que pudieran abrirse.

Vaya, vaya, qué curiosa es la vida, estaba pensando, cuando de pronto se dio cuenta de que la habitación en la que tantos esfuerzos le había costado irrumpir no era muy interesante.

Se detuvo, sorprendido.

¿Dónde estaba la extraña forma aleteante?, ¿Dónde había algo que justificara toda aquella necedad, el extraordinario velo de misterio que parecía cubrir aquella habitación y la igualmente extraordinaria secuencia de acontecimientos que parecían haber conspirado para conducirlo hasta allí?

La habitación, como cualquier otra del edificio, estaba decorada con un color gris de un buen gusto asombroso. En la pared había mapas y dibujos. La mayoría no le decían nada, pero entonces descubrió algo que parecía un boceto de algún cartel.

Tenía un logotipo de una especie de pájaro, y un lema que decía: «Guía del autoestopista galáctico Mk 11: lo más asombroso que jamás se haya visto de cualquier cosa.» Ninguna otra información.

Ford volvió a mirar alrededor. Luego su atención fue centrándose poco a poco en Colin, el robot de seguridad absurdamente feliz que, extrañamente, farfullaba de miedo acurrucado en un rincón.

Qué raro, pensó Ford. Miró en torno para ver qué producía aquella reacción en Colin. Entonces vio algo en lo que no se había fijado antes, tranquilamente colocado sobre un banco de trabajo.

Era un objeto circular, negro, más o menos del tamaño de un disco pequeño. Tanto la parte de arriba como la de abajo eran suaves y convexas, de modo que parecía un disco de lanzamiento de peso ligero.

Sus caras ofrecían el aspecto de ser completamente lisas, continuas y sin rasgos característicos.

No hacía nada.

Entonces Ford observó que tenía algo escrito. Qué raro.

Hacía un momento no había nada escrito y ahora, de repente, tenía eso. Entre ambos estados no pareció haber transición alguna.

Lo único que decía, en letras pequeñas y alarmantes, era una sola palabra:

ASÚSTESE

Hacía un momento no había marca ni grieta alguna en su superficie. Ahora sí. Y aumentaban de tamaño.

Asústese, decía la Guía Mk 11. Ford empezó a seguir la recomendación. Acababa de recordar por qué le resultaban familiares las criaturas semejantes a babosas. Su color básico era una especie de gris empresarial, pero en todos los demás aspectos eran exactamente igual que los vogones.