11

Lo primero que tenía que hacer, comprendió resignado Arthur Dent, era buscarse una vida. Lo que suponía encontrar un planeta en el que hubiese vida. Tenía que ser un planeta donde pudiese respirar, estar de pie y sentarse sin sentir molestias gravitatorias. Debía ser un sitio que tuviese bajos niveles de ácido y donde las plantas no fuesen realmente agresivas.

—No me gustaría parecer antrópico en esto— comentó la extraña criatura sentada tras el mostrador del Centro Asesor de Nuevas Colonizaciones de Pintelton Alfa— , pero preferiría vivir en alguna parte donde la gente se pareciese vagamente a mí. Ya sabe. Seres humanos.

Detrás del mostrador, la extraña criatura movió las antenas, aún más extrañas, y pareció bastante sorprendida. Se escurrió del asiento y avanzó despacio arrastrándose por el suelo, ingirió el viejo archivador metálico y luego, con un gran eructo, excretó el cajón pertinente. Sacó de la oreja dos relucientes tentáculos, extrajo unas carpetas, se tragó de nuevo el cajón y vomitó el archivador. Volvió a rastras, se encaramó de nuevo al asiento dejando un rastro de baba y dio un palmetazo con las carpetas en el mostrador.

—¿Ve algo de su agrado?— preguntó.

Arthur hojeó nerviosamente unos papeles mugrientos y húmedos. Sin duda se encontraba en algún lugar remoto de la Galaxia, a la izquierda del universo que comprendía y reconocía. En el espacio donde debería estar su propia casa había ahora un planeta rústico y abominable, anegado de lluvia, poblado de malhechores y puercos de las marismas. Incluso la Guía del autoestopista galáctico sólo funcionaba de forma irregular en aquella parte, razón por la cual se veía obligado a hacer esa especie de indagaciones en aquellos sitios. Siempre preguntaba por Stavrómula Beta, pero nadie había oído hablar de ese planeta.

Los mundos existentes parecían bastante tétricos. Eran poco prometedores porque él no tenía mucho que ofrecer. Se sintió como una verdadera calamidad al comprender que, aunque procedía de un mundo con automóviles, ordenadores, ballet y armagnac, personalmente no sabía nada de esas cosas. No sabía hacerlas. Abandonado a sus propios recursos, era incapaz de fabricar un tostador. Podía hacerse un bocadillo, eso era todo. No había mucha demanda de sus servicios.

Se le cayó el alma a los pies. Y le sorprendió, porque pensaba que ya se le había caído lo más bajo posible. Cerró un momento los ojos. Tenía tantos deseos de estar en casa. Cómo deseaba que su mundo, la Tierra en la que había crecido, no hubiera sido demolido. Deseaba tanto que cuando volviera a abrir los ojos se encontrara a la puerta de su casita en la campiña occidental de Inglaterra, con el sol brillando sobre las verdes colinas, la furgoneta de correos subiendo por el sendero, los narcisos floreciendo en el jardín, mientras a lo lejos la taberna abría a la hora de comer. Tenía tantas ganas de llevarse el periódico a la taberna para leerlo mientras se bebía una pinta de cerveza, Cuánto le apetecía hacer el crucigrama. Sentía unos enormes deseos de quedarse atascado en el 17 vertical.

Abrió los ojos.

La extraña criatura emitía irritadas pulsaciones hacia él, tamborileando sobre el mostrador con una especie de pseudópodos.

Arthur sacudió la cabeza y miró el siguiente papel.

Siniestro, pensó. Y el siguiente.

Muy tétrico. Y el siguiente.

Ah… Aquél sí parecía mejor.

Era un mundo llamado Bartledán. Tenía oxígeno. Colinas verdes. incluso renombre, según parecía, por su cultura literaria. Pero lo que más despertó su interés fue la fotografía de un grupo de barteldanos en la plaza de un pueblo que sonreían agradablemente a la cámara.

—¡Ah!— exclamó, tendiendo la fotografía a la extraña criatura de detrás del mostrador.

Sus ojos se proyectaron hacia adelante sobre unos pedúnculos y recorrieron el papel de arriba abajo, untándolo todo con un rastro de baba.

—Sí— comentó con desprecio—. Tienen exactamente el mismo aspecto que usted.

Arthur viajó a Barteldán y, con el dinero que le habían dado por la venta de saliva y recortes de uñas de los pies en un banco de ADN, compró una habitación en el pueblo retratado en la fotografía. Era muy agradable. El aire era suave. La gente tenía su mismo aspecto y no parecía importarle su presencia. No le atacaron con nada. Se compró ropa y un armario para guardarla.

Ya tenía una vida. Ahora tenía que encontrarle un sentido.

Al principio trató de sentarse a leer. Pero la literatura de Barteldán, aunque famosa en todo aquel sector de la Galaxia por su gracia y sutileza, no parecía capaz de mantener su interés. El problema era que no versaba efectivamente sobre los seres humanos. Ni sobre lo que querían los seres humanos. Los barteldanos se parecían considerablemente a los seres humanos, pero cuando se les decía «Buenas tardes» tendían a mirar alrededor con cierto aire de sorpresa, olfateaban el aire y contestaban que sí, seguramente hacía buena tarde, ahora que Arthur lo decía.

—No, lo que quiero es desearle que pase usted una buena tarde— decía Arthur o, mejor dicho, solía decir. Pronto empezó a evitar esas conversaciones. Y añadía— : Quiero decir que espero que pase usted una buena tarde.

Más perplejidad.

—¿Desear?— preguntaba al fin el barteldano, desconcertado y cortés.

—Pues sí— decía entonces Arthur—. Sólo expreso la esperanza de que…

—¿Esperanza?

—Sí.

—¿Qué es esperanza?

Buena pregunta, pensaba Arthur, retirándose a su habitación a pensar sobre las cosas de la vida.

Por una parte, no tenía más remedio que reconocer y respetar lo que aprendía de la concepción del universo que tenían los bateldanos, que consistía en que el universo era lo que era, O lo tomas o lo dejas. Por otro lado no podía dejar de pensar que el no querer nada, ni siquiera desear o esperar, era simplemente antinatural.

Natural. Esa era un palabra engañosa.

Tiempo atrás había comprendido que muchas de las cosas que él consideraba naturales, como comprar regalos de Navidad, detenerse ante un semáforo en rojo o caer a razón de diez metros por segundo, no eran más que hábitos de su propio mundo y no significaban necesariamente lo mismo en cualquier otro sitio; pero no desear, eso no podía ser natural, ¿verdad? Sería igual que no respirar.

Respirar era otra cosa que tampoco hacían los barteldanos, pese al oxígeno de su atmósfera. Simplemente estaban ahí. De vez en cuando echaban alguna carrera y jugaban al tenis y a otras cosas (aunque sin deseo de ganar, claro; sólo jugaban y, quien ganara, había ganado), pero en realidad nunca respiraban. Por lo que fuese, era innecesario. Arthur aprendió en seguida que jugar al tenis con ellos resultaba demasiado inquietante. Aunque tenían aspecto humano, se movían y hablaban como personas, no respiraban y no experimentaban deseo alguno.

Por otro lado, respirar y desear era casi todo lo que Arthur hacía a lo largo del día. A veces deseaba cosas con tal intensidad que respiraba con agitación y tenía que tumbarse un rato. Solo. En su pequeña habitación. Tan lejos del mundo donde había nacido que su cerebro ni siquiera podía realizar las necesarias operaciones de cálculo sin quedarse completamente agotado.

Mejor no pensarlo. Prefería sentarse a leer; o lo hubiese preferido en caso de que hubiera habido algo que mereciese la pena leer. Pero en las historias barteldanas nadie quería nunca nada. Ni siquiera un vaso de agua. Si tenían sed iban a buscarlo, desde luego, pero si no estaba a su alcance no volvían a pensar en ello. Acababa de leer un libro entero donde el protagonista, tras realizar diversas actividades a lo largo de una semana, corno trabajar en el jardín, jugar bastantes partidos de tenis, ayudar a reparar una carretera y hacer un hijo a su mujer, moría inesperadamente de sed justo antes del último capítulo. Irritado, había hojeado el libro hacia atrás y al final encontró una referencia de pasada a cierto problema de fontanería en el capítulo segundo. Eso era todo. Así que aquel tipo se moría. Suele pasar.

Eso ni siquiera era el punto culminante del libro, porque no lo había. El personaje moría hacia la tercera parte del penúltimo capítulo, y el resto de la narración versaba de nuevo sobre la reparación de carreteras. La novela simplemente se caía muerta a la palabra número cien mil, porque ésa era la extensión de los libros en Bartledán.

Arthur arrojó el libro al otro extremo del cuarto, vendió la habitación y se marchó. Se puso a viajar con desordenado abandono, dedicándose cada vez más al trueque de saliva, uñas de pies y manos, sangre, pelo y cualquier otra cosa que le pidieran, por viajes. Descubrió que por semen podría viajar en primera clase. No se instalaba en parte alguna, sólo existía en el mundo hermético y crepuscular de las cabinas de naves hiperespaciales, comiendo, bebiendo, durmiendo, viendo películas, parando únicamente en los puertos a donar más ADN y tomar la siguiente nave de largo recorrido. Sin dejar de esperar que le ocurriese otro accidente.

Cuando se intenta que ocurra el accidente que conviene, el problema es que no sucede. Ése no es el sentido de «accidente». El que finalmente ocurrió no era el que Arthur andaba buscando. La nave en que viajaba empezó a emitir señales luminosas en el hiperespacio, fluctuó horriblemente entre noventa y siete puntos diferentes de la Galaxia al mismo tiempo, recibió el inesperado tirón del campo gravitatorio de uno de ellos, que correspondía a un planeta inexplorado, quedó atrapada en su atmósfera exterior y, con un silbido y a toda velocidad, empezó a precipitarse por ella.

Los sistemas de la nave protestaron durante toda la caída, anunciando que la normalidad era absoluta y todo marchaba perfectamente, pero cuando dio una última y turbulenta pirueta arrancando bárbaramente casi un kilómetro de árboles para acabar estallando en una desbordante bola de fuego, quedó claro que no era así.

Las llamas engulleron el bosque, se mantuvieron hasta bien entrada la noche y entonces, como obliga la ley a los fuegos imprevistos de determinado tamaño, se apagaron por completo. Otros fuegos pequeños siguieron estallando poco después cuando algunos restos de la nave explotaron calladamente en sitios desperdigados. Luego se apagaron a su vez.

Debido al puro aburrimiento de interminables viajes interplanetarios, Arthur Dent era el único de a bordo que conocía verdaderamente los procedimientos de seguridad de la nave en caso de aterrizajes inesperados, y en consecuencia fue el único superviviente. Aturdido, herido y maltrecho, yacía en una envoltura esponjosa de plástico rosa enteramente estampada con la leyenda de «Usted lo pase bien» escrita en unas trescientas lenguas.

Negros y estrepitosos silencios le inundaban de náuseas la mente destrozada. Con una especie de resignada certidumbre sabía que no iba a morir, porque aún no había llegado a Stavrómula Beta.

Tras lo que pareció una eternidad de dolor y oscuridad, notó que unas figuras silenciosas se movían a su alrededor.